BURGOS, sábado, 21 abril 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el pasaje central del discurso que pronunció el cardenal Antonio Mª Rouco Varela, arzobispo de Madrid, en el acto de investidura como doctor «honoris causa» por la Universidad de Burgos el pasado 20 de abril.
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El derecho a la libertad religiosa es un bien precioso e indispensable para el desarrollo integral de la persona humana y para la consecución del bien común de la sociedad. Pertenece ya al patrimonio ético y jurídico de la humanidad como uno de sus elementos fundamentales e irrenunciables.
La Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, del 10.XII.1948, establecía que «toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y las observancias». Y la Declaración «Dignitatis Humanae» del Concilio Vaticano II –probablemente el documento conciliar más apasionadamente debatido–, aprobado el 7 de diciembre de 1965, enseñaba: «Este Sínodo Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar libres de coacción, tanto por parte de personas particulares como de los grupos sociales y de cualquier poder humano, de modo que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, privada y públicamente, sólo o asociado con otros, dentro de los debidos límites» (n. 2).
Una y otra declaración en materia de libertad religiosa y de su garantía jurídica constituían momentos señeros de una larga, compleja y dramática historia, cuyos comienzos son impensables religiosa y civilmente sin la persona y la obra de Jesucristo, a quien la fe cristiana confiesa como Hijo de Dios y Salvador del hombre. La respuesta de Jesús a la pregunta insidiosa de los discípulos de los fariseos y de los partidarios de Herodes sobre la obligación de pagar tributo al César, después de pedir que le mostraran la moneda del tributo, ha quedado para la historia universal de la libertad religiosa como emblemática: «Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 15-21).
Es verdad que la historiografía, que se ha ocupado en la edad moderna y contemporánea de la problemática del tratamiento jurídico de la libertad religiosa, sobre todo en el contexto de las relaciones Iglesia y Estado, presenta divergencias de enfoques y valoraciones al describir hechos, analizar situaciones, sopesar soluciones jurídicas e institucionales y apreciar las actuaciones y figuras de sus más destacados protagonistas. Piénsese, por ejemplo, en la interpretación de la que son objeto el magisterio y las decisiones de gobierno pastoral por parte de los Papas del siglo XIX y XX hasta el Concilio Vaticano II e, incluso, en la valoración y presentación doctrinal del mismo Vaticano II. O recuérdense también las variadísimas y hasta contradictorias versiones del problema histórico y jurídico del derecho a la libertad religiosa que se pueden encontrar, por ejemplo, entre los constitucionalistas europeos de antes y de después de la II Guerra Mundial, sin exceptuar a los que pensaban y escribían en el contexto ideológico de la concepción democrática del orden político, tanto nacional como internacional. Sin embargo, no es menos verdad que en ese extraordinariamente movido y apasionado proceso histórico se pueden precisar y delimitar situaciones cuyo significado para la concepción teórica y el desarrollo práctico del derecho a la libertad religiosa aparece como difícilmente discutible, sea desde el punto de vista de la ciencia jurídica, sea desde de la filosofía y de la teología del derecho.
Algunas de las más decisivas y clarificadoras, en orden a la mejor comprensión del momento por el que atraviesa actualmente el derecho a la libertad religiosa, son fácilmente detectables, tanto desde el punto de vista de la respuesta a la nueva problemática suscitada, como de las soluciones requeridas no solamente desde la perspectiva pragmática, claramente insuficiente, de los éxitos políticos y de los aciertos en la técnica jurídica de su tratamiento, sino también desde la consideración de los valores éticos, espirituales y antropológicos en juego en los que en definitiva se dirime el hombre mismo: su bien integral, su dignidad trascendente y su destino; y, con el hombre, la sociedad. Una conclusión o resultado ético-jurídico de la historia global de la libertad religiosa se puede avanzar sin dubitación científica alguna: al ser captada y explicada intelectualmente, al ser garantizada en la práctica jurídica de la comunidad política y al ser vivida existencialmente en la realidad social, se ha impuesto la forma –y no podía ser otra– de un derecho fundamental de la persona humana en su doble vertiente individual y social, inseparable del cuerpo orgánico de los demás derechos fundamentales inherentes a su dignidad. Juan Pablo II no vacilará en definir y caracterizar como «fontal» la posición sistemática y lógico-jurídica del derecho a la libertad religiosa dentro del conjunto normativo de los derechos fundamentales y de su ordenación e interdependencia interna. Al derecho fundamental de libertad religiosa le compete ejercer la función ética y existencial principal en la cultura política de los derechos fundamentales. «Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido –dice el Papa–, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona» (CA, 47). Para apreciar todo el valor teórico y el acierto histórico de esta tesis, conviene no olvidar su contexto doctrinal y «su sitio en la vida», a saber, la Encíclica «Centesimus annus» publicada para conmemorar el 1 de mayo de 1991 el primer centenario de la Encíclica «Rerum novarum» de León XIII, dos años después de la caída del «muro de Berlín» y a la puerta histórica del derrumbamiento del sistema comunista confesantemente ateo. En todo caso, no se puede negar al derecho fundamental a la libertad religiosa el valor hermenéutico de un principio general inspirador de todo el ordenamiento jurídico, incluidas sus mismas bases constitucionales.
La pugna con el Estado
En la historia del devenir doctrinal y legal del derecho a la libertad religiosa destaca, en primer lugar, un hecho o dato fundamental a la hora de precisar su origen y génesis tanto por lo que respecta a la evolución de su formulación jurídico-positiva como a su justificación teórica, filosófica y/o teológica, y que es el siguiente: el derecho a la libertad religiosa nace y se define en la teoría y en la práctica, primordialmente, desde su afirmación frente al Estado o, más precisa y agudamente, frente al poder político. Es cierto que los autores lo caracterizan como un derecho, negativo, absoluto y universal y, por lo tanto, exigible «erga omnes»; es decir, no sólo frente al poder y a la autoridad del Estado, sino ante cualquiera, sean personas físicas o jurídicas. Sin embargo, el peso de los hechos históricos es tan evidente –aparte del factor implicado en la misma naturaleza del poder del Estado, detentador del monopolio legítimo de la fuerza o coacción respecto a los ciudadanos y a la misma sociedad– que no cabe duda razonable al señalar el principal «sitio» en la historia y en la vida en el que germina y madura la libertad religiosa como principio ético y como derecho: primero, como simple derecho subjetivo y, luego, como derecho fundamental. Ese «sitio» es la confrontación con el Estado. Se siente la libertad religiosa como una necesidad personal y social, incluso con angus
tia, sobre todo cuando el Estado se concibe y construye totalitariamente. El Estado «totalitario», sea cual sea su forma de expresión constitucional, implica siempre la negación de libertades fundamentales para el hombre, comenzando por la eliminación de la libertad religiosa.
Así sucedió con «el Estado pagano» del mundo clásico, greco-latino, anterior al cristianismo, que absorbe entre sus funciones la de determinar y fijar la religión y la moral de sus súbditos hasta el punto de exigir «culto» a la institución y persona que lo encarnaba simbólicamente: en Roma se «diviniza» al Emperador; se le atribuye el título de «Divus Augustus» en un acto de suprema autosacralización del poder político. La consecuencia no podía ser otra que la de proceder a una radical restricción de la libertad religiosa de todos los disidentes, comenzando por los judíos de la diáspora y siguiendo, luego, con procedimientos y modos extraordinariamente duros y drásticos, por los cristianos. La persecución cruenta y cruel, a la que son sometidos, se convierte en una constante jurídica, y sobre todo política, de la historia de Roma a lo largo de los tres primeros siglos del Cristianismo: de la «Urbs» –de la Ciudad– y del «Orbis» –del Imperio–. Es precisamente la era del Martirio de los cristianos la que despeja el camino histórico de la libertad religiosa y de su creciente afirmación teórica y práctica. Camino ya no reversible. El totalitarismo del «Estado pagano», y sus efectos de reasunción de la dimensión religiosa del hombre, podría producir la impresión de una versión positiva del valor social de la religión, pues ciertamente su ordenamiento jurídico –sus leyes, usos y costumbres– no niegan ese valor, sin más. Sin embargo, lo vacían de toda trascendencia al identificarlo con el puro y desnudo servicio político al Estado, banalizando y deteriorando la religión hasta el extremo de su más íntima y esencial corrupción en aquello que verdaderamente significa para la estructura interior y exterior de la persona humana.
El «iter» de la formación del Derecho a la libertad religiosa
El arco histórico de la libertad religiosa, que se inicia con la postura de los primeros cristianos de «obedecer a Dios antes que a los hombres» frente al totalitarismo político de la Roma imperial, revestido de una pseudo-positividad religiosa, se extiende hasta el siglo XX, que verá surgir otra forma de totalitarismo político en los Estados sustentados ideológicamente en el ateísmo, que lo promueven positivamente y lo enseñan, reprimiendo sistemáticamente la libertad religiosa de las personas individuales, de la familia y de los grupos religiosos. Paradigmas de este modelo de «totalitarismo», que podíamos calificar de hostil y de «negativo» en relación con el reconocimiento de la práctica religiosa, son la Rusia soviética con sus Estados satélites y la Alemania nazi. Los «partidos» únicos que los inspiran y dominan –el partido comunista y el partido nacionalsocialista– absolutizan, de un modo o de otro, al Estado como la instancia suprema en la determinación e imposición al hombre del fin, del camino y de las fórmulas básicas de conducta para su vida y destino. La negación de Dios les lleva, irremisiblemente, a la negación del hombre y de sus libertades. Y, antes que a ninguna, a la negación de la libertad de religión. La persecución religiosa reaparece masivamente y con nueva y refinada crueldad. ¡Los mártires del siglo XX sobrepasan en número, con mucho, a los de los tres primeros siglos de la era cristiana!
Pero entre esos dos hitos históricos –siglo I y siglo XX del cristianismo– habían ido madurando imparablemente la doctrina y praxis de la libertad religiosa a través de un itinerario vital, en el fondo ética y jurídicamente rectilíneo. El Estado, que renuncia con el Emperador Constantino en el Edicto de Milán del año 313 en principio a su autoconcepción sacralizadora, va a desarrollarse en estrecha y entrelazada relación con la implantación de la Iglesia en aquellos territorios que hoy conocemos como Europa –del Este al Oeste, del Norte al Sur– durante un largo milenio de hondas transformaciones políticas, culturales y jurídicas, que afectan profundamente al devenir de la concepción de libertad religiosa, germinada en el Edicto de Milán, y a la forma jurídica de realizarla.
Primero, el Imperio Romano en sus versiones latina y bizantina y, luego, los Estados o entidades políticas surgidas de la disolución del Imperio de Occidente, conscientes de la necesidad de fundamentos morales y trascendentes para su constitución y funcionamiento, y tentadas por el uso cómodo y omnipotente del poder político, reducen el ámbito social del ejercicio de la libertad religiosa a los mínimos de una tolerancia más o menos amplia para los no cristianos y a una restricción total de su expresión pública para los cristianos disidentes. Simultáneamente, se enfrentan no raras veces con la autoridad de la Iglesia, que defiende su libertad pastoral sin rendición doctrinal y pastoral de sus principios constitucionales, cuando pretenden intervenir en su vida y acción; aunque cuenten con ella explícita o implícitamente para su política religiosa frente a las minorías no cristianas y en el tratamiento político de aquellos fenómenos heréticos y cismáticos con incidencia en la sociedad civil. La libertad religiosa emerge claramente como «libertas Ecclesiae» –como «libertad de la Iglesia»– de la visión doctrinal en que es contemplada intelectualmente y del modo jurídico-político y cultural en que es practicada en esta coyuntura histórica; pero no como libertad religiosa plena y propia de la persona humana por el hecho natural y «creacional» de serlo. La doctrina de la libertad del acto de fe había sido ciertamente adquirida y admitida en esa época del primer milenio de la historia cristiana por el ordenamiento canónico de la Iglesia –¡seguía intacta!–; no obstante, su aplicación civil pecaba de incoherencia teológica e inconsecuencia pastoral.
En el segundo milenio del cristianismo la doctrina sobre la libertad religiosa, apoyada principalmente en la antropología teológica de Santo Tomás de Aquino, fruto espléndido del momento más característico del esplendor de la Cristiandad Medieval, se va configurando progresivamente como un derecho natural inherente a la persona humana en su doble e intrínseca proyección: individual y social. Los juristas y teólogos de la Escuela de Salamanca de los siglos XVI y XVII la apuntalan definitivamente a través de una nueva versión de la teoría del «Ius gentium» elaborada sólida y perspicazmente a partir de una antropología filosófico-teológica en la que se afrontan y dilucidan los problemas más vivos y actuales de la época: el descubrimiento de América con su colonización y evangelización y la llamada Reforma Protestante. Vendrá después la experiencia terriblemente dramática de las guerras intraeuropeas, conocidas como «guerras de religión», que se saldan en la Paz de Westfalia de 1647 con la imposición del principio «cujus regio ejus et religio» como norma jurídica suprema para la determinación del estatuto público de la religión oficial de los súbditos de Reyes y Príncipes y, consiguientemente, del lugar institucional de la Iglesia y de las nuevas Confesiones Protestantes en el marco del derecho estatal.
Esta solución, a la larga insatisfactoria e insuficiente, moverá a juristas y pensadores de la nueva época de la historia europea, la de la Ilustración, a ofrecer y propugnar una fundamentación racional y secular de los derechos del hombre, asentados en el derecho de libertad de conciencia y de religión como su pieza sillar. La perspectiva racionalista, que habían elegido, supuestamente liberada de prejuicios teológicos, parecía que abriría generosamente los caminos para un reconocimiento de los derechos humanos más allá de las fronteras religiosas y de las diferencias confesionale
s. De ahí a la introducción formal de derecho a la libertad religiosa en el nuevo orden democrático y constitucional, que releva las monarquías absolutas del Antiguo Régimen pacífica, unas veces, y, otras, revolucionariamente, no había más que un paso. El derecho a la libertad religiosa irá cuajando y configurándose después como una categoría generalmente aceptada por la teoría y la praxis constitucional europea y americana de los siglos XIX y XX, entre las corrientes ideológicas laicistas radicales, que pretendían una y otra vez reducirlo a un derecho puramente privado e individual, y las concepciones culturales y doctrinales, nostálgicas de la tradición confesional, más o menos atemperadas por la creciente conciencia teológica del valor de la libertad religiosa. La filosofía del Estado y la Eclesiología contemporáneas, con todo, no van a dejar ya espacio intelectual para una concepción de las relaciones entre el Estado –la comunidad política– y la Iglesia –la comunidad religiosa– que no gire, por una parte, en torno al quicio estructural del derecho a la libertad religiosa en la plenitud de sus significados y contenidos y no se base, por otra, en el principio de la mutua independencia y colaboración para el bien integral de las personas, miembros de una y otra realidad social.
El momento culminante
Los momentos culminantes del proceso histórico del reconocimiento jurídico y doctrinal pleno del derecho a la libertad religiosa lo vendrán a representar sucesivamente, y en sus respectivos planos de acción, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas y la Declaración «Dignitatis Humanae» del Concilio Vaticano II. La influencia histórica de ambos documentos en el desarrollo de la universalización de la conciencia ética y jurídica del valor primordial de los derechos fundamentales de la persona humana, como postulado normativo previo y fundante de cualquier forma de regulación del Estado que aspire a considerarse y configurarse con respetabilidad moral, cultural y social, es claramente perceptible tanto en el derecho constitucional, elaborado científica y políticamente en los países de la Europa libre, finalizada la Segunda Guerra Mundial, como en las teorías generales sobre el recto ordenamiento constitucional del Estado en otras áreas geopolíticas del mundo. Ni siquiera en las legislaciones constitucionales de los Estados comunistas se atreve nadie a no introducir, sea recortadamente sea sin las previsiones mínimas para su efectividad judicial y administrativa –es decir, de forma puramente retórica–, el reconocimiento teórico de la tabla habitual de los derechos fundamentales de la persona humana, encabezada por el derecho a la vida y a la libertad religiosa. Incluso, en la cultura política más extendida de los países musulmanes, antiguos y nuevos, se matiza y condiciona ciertamente la vigencia pre-jurídica de la doctrina de los derechos humanos como anteriores al Estado, pero sin llegar a rechazarla de entrada y de plano.
La doctrina del Vaticano II sobre la materia, que comprende, además de la Declaración sobre la Libertad Religiosa, «Dignitatis Humanae», la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Actual, «Gaudium et Spes», conforma por su parte e irreversiblemente el horizonte intelectual y pastoral de la opinión pública en el ámbito religioso, más allá de las fronteras del catolicismo. Y, por supuesto, inspira la actuación de la Iglesia Católica en el amplio campo del derecho concordatario –floreciente como nunca lo había estado en la historia anterior de las relaciones Iglesia y Estado– y en el ámbito del derecho internacional público en general.
¿Un futuro cuestionado?
La doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa como un derecho previo a la autoridad del Estado, derecho individual y social a la vez, aceptada poco menos que universal y pacíficamente en el periodo histórico abierto inmediatamente después de la amarga experiencia de la conflagración bélica más trágica y destructiva de toda la historia universal, la Segunda Guerra Mundial –aceptación fruto de la toma de conciencia tanto de los factores históricos que la desencadenaron de orden económico, social y político, como de la crisis cultural, moral y espiritual que la precedió– comienza sorprendentemente a ser discutida, cada vez más, hasta su cuestionamiento ideológico y político, a comienzos del nuevo siglo XXI. De hecho se observa en la actualidad un retorno del laicismo ideológico radical en lo que fueron los países libres europeos de la segunda mitad del siglo XX, no exceptuada España. Su tesis central del carácter intrínsecamente laico del Estado y de su soberanía éticamente ilimitada sobre la vida pública trae como secuela inevitable una absorción política de los aspectos socialmente relevantes de la vida de las personas y corre el peligro de inducir una injerencia progresiva en el campo de las convicciones y vivencias religiosas y morales. Esta reducción teórica de lo religioso y moral al ámbito estrictamente privado conduce, no raras veces, en la actuación administrativa y en la jurisprudencia, quiérase o no, a una discriminación fáctica de la expresión de la fe, de los signos religiosos y de la práctica religiosa en los más diversos lugares y tiempos donde se fragua y articula lo social, lo cultural y lo humano; y, no digamos, de la confesión y profesión de la visión cristiana de la vida. Se tiende a reclamar silencio y anonimato público a los creyentes. Se privilegian y favorecen a la vez las opiniones, actitudes e iniciativas de los no creyentes. La protección administrativa, procesal y penal del ejercicio del derecho positivo a la libertad religiosa se autolimita cuantitativa y cualitativamente, creándose la inevitable sensación de un cierto desamparo jurídico.
Al mismo tiempo, en los otros contextos políticos, culturales y religiosos de las grandes Religiones no cristianas, especialmente en los ambientes radicales del Islam, se está dando una vuelta hacia concepciones sobre la relación del orden político y religioso, muy arraigadas en su memoria histórica, que acentúan la no distinción entre uno y otro, y que conducen inevitablemente a una limitación del derecho a la libertad religiosa como derecho público, implicando la pura y simple negación de este derecho en algunos casos bien conocidos, y, en otros, los más extremosos, el intento de su negación violenta, ya sea por la vía de la imposición del propio credo, ya por la vía de la prohibición del credo de los demás.
Resumiendo:
La doctrina del derecho fundamental a la libertad religiosa, delicada y trabajosamente elaborada a lo largo de una historia bimilenaria, y apenas cuajada y lograda política y jurídicamente en la segunda mitad del siglo XX, vuelve a ser debatida con referencia a contenidos y aspectos esenciales de la misma, a pesar del itinerario intelectual, cultural y religioso, recorrido: largo, complejo y difícil como pocos en la historia de la humanidad.
El Santo Padre Benedicto XVI ya en enero del año 2004 en la Academia Católica de Baviera en Munich, un año antes de su elección como Romano Pontífice, en un famoso debate con el filósofo Jürgen Habermas, llamaba la atención sobre la importancia de que se iniciase un diálogo intelectual y cultural entre los pensadores cristianos y el pensamiento laico europeo, al menos con su sector más sensible a los peligros que se ciernen sobre el futuro de las libertades fundamentales del hombre y, por lo tanto, sobre la suerte del Estado social y democrático de derecho. Un diálogo que debería centrarse en los fundamentos pre-políticos, éticos y espirituales, imprescindibles para que el Estado de derecho pueda subsistir en esta delicada hora de crisis de las civilizaciones. Y, en su reciente y tan comentada lección académica en la Universidad de Ratisbona sobre «Fe, Razón y Universidad. Recuerdos y reflexiones», volvía a insistir muy dire
ctamente en la necesidad de superar por la vía de un auténtico diálogo intelectual lo que él había calificado como «patologías de la razón» y «patologías de la religión» en su intervención de Munich; patologías resultantes tanto de una determinada versión de la experiencia histórica de la Ilustración como del desarrollo actual de algunos fenómenos religiosos. Diálogo de las culturas y de las religiones, que aleje la tentación de rebajar lo religioso a la categoría de «subcultura», a la vez que contribuya a la retirada intelectual de la pretensión de imponer una visión de Dios sin «el Logos», es decir, de un Dios concebido y pensado desde dentro y desde fuera de su Misterio, siendo y actuando en contra de la razón. Este diálogo de las culturas y de las religiones, piensa el Papa, se logrará si los interlocutores están dispuestos a encontrarse en la gran amplitud de la razón: ¡en el gran Logos! La gran tarea de la Universidad, hoy como siempre, consiste en «redescubrirlo constantemente, siempre de nuevo».