Mensaje de Benedicto XVI para el Domingo Mundial de las Misiones 2007

«Todas las Iglesias para todo el mundo»

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 8 junio 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito Benedicto XVI con motivo del Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND) 2007, que se celebrará el 21 de octubre sobre el tema: «Todas las Iglesias para todo el mundo».

* * *

Queridos hermanos y hermanas:
Con ocasión de la próxima Jornada mundial de las misiones quisiera invitar a todo el pueblo de Dios —pastores, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos— a una reflexión común sobre la urgencia y la importancia que tiene, también en nuestro tiempo, la acción misionera de la Iglesia. En efecto, no dejan de resonar, como exhortación universal y llamada apremiante, las palabras con las que Jesucristo, crucificado y resucitado, antes de subir al cielo, encomendó a los Apóstoles el mandato misionero: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).

En la ardua labor de evangelización nos sostiene y acompaña la certeza de que él, el Dueño de la mies, está con nosotros y guía sin cesar a su pueblo. Cristo es la fuente inagotable de la misión de la Iglesia. Este año, además, un nuevo motivo nos impulsa a un renovado compromiso misionero: se celebra el 50° aniversario de la encíclica «Fidei donum» del siervo de Dios Pío XII, con la que se promovió y estimuló la cooperación entre las Iglesias para la misión ad gentes.

El tema elegido para la próxima Jornada mundial de las misiones —«Todas las Iglesias para todo el mundo»— invita a las Iglesias locales de los diversos continentes a tomar conciencia de la urgente necesidad de impulsar nuevamente la acción misionera ante los múltiples y graves desafíos de nuestro tiempo. Ciertamente, han cambiado las condiciones en que vive la humanidad, y durante estos decenios, especialmente desde el concilio Vaticano II, se ha realizado un gran esfuerzo con vistas a la difusión del Evangelio.

Con todo, queda aún mucho por hacer para responder al llamamiento misionero que el Señor no deja de dirigir a todos los bautizados. Sigue llamando, en primer lugar, a las Iglesias de antigua tradición, que en el pasado proporcionaron a las misiones, además de medios materiales, también un número consistente de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, llevando a cabo una eficaz cooperación entre comunidades cristianas. De esa cooperación han brotado abundantes frutos apostólicos tanto para las Iglesias jóvenes en tierras de misión como para las realidades eclesiales de donde procedían los misioneros.

Ante el avance de la cultura secularizada, que a veces parece penetrar cada vez más en las sociedades occidentales, considerando además la crisis de la familia, la disminución de las vocaciones y el progresivo envejecimiento del clero, esas Iglesias corren el peligro de encerrarse en sí mismas, de mirar con poca esperanza al futuro y de disminuir su esfuerzo misionero. Pero este es precisamente el momento de abrirse con confianza a la Providencia de Dios, que nunca abandona a su pueblo y que, con la fuerza del Espíritu Santo, lo guía hacia el cumplimiento de su plan eterno de salvación.

El buen Pastor invita también a las Iglesias de reciente evangelización a dedicarse generosamente a la misión ad gentes. A pesar de encontrar no pocas dificultades y obstáculos en su desarrollo, esas comunidades aumentan sin cesar. Algunas, afortunadamente, cuentan con abundantes sacerdotes y personas consagradas, no pocos de los cuales, aun siendo numerosas las necesidades de sus diócesis, son enviados a desempeñar su ministerio pastoral y su servicio apostólico a otras partes, incluso a tierras de antigua evangelización.

De este modo, se asiste a un providencial «intercambio de dones», que redunda en beneficio de todo el Cuerpo místico de Cristo. Deseo vivamente que la cooperación misionera se intensifique, aprovechando las potencialidades y los carismas de cada uno. Asimismo, deseo que la Jornada mundial de las misiones contribuya a que todas las comunidades cristianas y todos los bautizados tomen cada vez mayor conciencia de que la llamada de Cristo a propagar su reino hasta los últimos confines de la tierra es universal.

«La Iglesia es misionera por su propia naturaleza —escribe Juan Pablo II en la encíclica «Redemptoris missio»—, ya que el mandato de Cristo no es algo contingente y externo, sino que alcanza al corazón mismo de la Iglesia. Por esto, toda la Iglesia y cada Iglesia es enviada a las gentes. Las mismas Iglesias más jóvenes (…) deben participar cuanto antes y de hecho en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros a predicar por todas las partes del mundo el Evangelio, aunque sufran escasez de clero» (n. 62).

A cincuenta años del histórico llamamiento de mi predecesor Pío XII con la encíclica «Fidei donum» para una cooperación entre las Iglesias al servicio de la misión, quisiera reafirmar que el anuncio del Evangelio sigue teniendo suma actualidad y urgencia. En la citada encíclica «Redemptoris missio», el Papa Juan Pablo II, por su parte, reconocía que «la misión de la Iglesia es más vasta que la «comunión entre las Iglesias»; esta (…) debe tener sobre todo una orientación con miras a la específica índole misionera» (n. 64).

Por consiguiente, como se ha reafirmado muchas veces, el compromiso misionero sigue siendo el primer servicio que la Iglesia debe prestar a la humanidad de hoy, para orientar y evangelizar los cambios culturales, sociales y éticos; para ofrecer la salvación de Cristo al hombre de nuestro tiempo, en muchas partes del mundo humillado y oprimido a causa de pobrezas endémicas, de violencia, de negación sistemática de derechos humanos.

La Iglesia no puede eximirse de esta misión universal; para ella constituye una obligación. Dado que Cristo encomendó el mandato misionero en primer lugar a Pedro y a los Apóstoles, ese mandato hoy compete ante todo al Sucesor de Pedro, que la divina Providencia ha elegido como fundamento visible de la unidad de la Iglesia, y a los obispos, directamente responsables de la evangelización, sea como miembros del Colegio episcopal, sea como pastores de las Iglesias particulares (cf. ib., 63).

Por tanto, me dirijo a los pastores de todas las Iglesias, puestos por el Señor como guías de su único rebaño, para que compartan el celo por el anuncio y la difusión del Evangelio. Fue precisamente esta preocupación la que impulsó, hace cincuenta años, al siervo de Dios Pío XII a procurar que la cooperación misionera respondiera mejor a las exigencias de los tiempos. Especialmente ante las perspectivas de la evangelización, pidió a las comunidades de antigua evangelización que enviaran sacerdotes para ayudar a las Iglesias de reciente fundación. Así dio vida a un nuevo «sujeto misionero», que precisamente de las primeras palabras de la encíclica tomó el nombre de «fidei donum».

A este respecto, escribió: «Considerando, por un lado, las innumerables legiones de hijos nuestros que, sobre todo en los países de antigua tradición cristiana, participan del bien de la fe, y, por otro, la masa aún más numerosa de los que todavía esperan el mensaje de la salvación, sentimos el ardiente deseo de exhortaros, venerables hermanos, a que con vuestro celo sostengáis la causa santa de la expansión de la Iglesia en el mundo». Y añadió: «Quiera Dios que, como consecuencia de nuestro llamamiento, el espíritu misionero penetre más a fondo en el corazón de todos los sacerdotes y que, a través de su ministerio, inflame a todos los fieles» («Fidei donum», 1: El Magisterio pontificio contemporáneo, II, BAC, Madrid 1992, p. 57).

Demos gracias al Señor por los abundantes frutos que se han obtenido en África y e
n otras regiones de la tierra mediante esta cooperación misionera. Incontables sacerdotes, abandonando sus comunidades de origen, han puesto sus energías apostólicas al servicio de comunidades a veces recién fundadas, en zonas pobres y en vías de desarrollo. Entre ellos ha habido no pocos mártires que, además del testimonio de la palabra y la entrega apostólica, han ofrecido el sacrificio de su vida.

No podemos olvidar tampoco a los numerosos religiosos, religiosas y laicos voluntarios que, juntamente con los presbíteros, se han prodigado por difundir el Evangelio hasta los últimos confines del mundo. La Jornada mundial de las misiones es ocasión propicia para recordar en la oración a estos hermanos y hermanas nuestros en la fe, y a los que siguen prodigándose en el vasto campo misionero. Pidamos a Dios que su ejemplo suscite por doquier nuevas vocaciones y una renovada conciencia misionera en el pueblo cristiano.

Efectivamente, toda comunidad cristiana nace misionera, y el amor de los creyentes a su Señor se mide precisamente según su compromiso evangelizador. Podríamos decir que, para los fieles, no se trata simplemente de colaborar en la actividad de evangelización, sino de sentirse ellos mismos protagonistas y corresponsables de la misión de la Iglesia. Esta corresponsabilidad conlleva que crezca la comunión entre las comunidades y se incremente la ayuda mutua, tanto en lo que atañe al personal (sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos voluntarios), como en la utilización de los medios hoy necesarios para evangelizar.

Queridos hermanos y hermanas, verdaderamente el mandato misionero encomendado por Cristo a los Apóstoles nos compromete a todos. Por tanto, la Jornada mundial de las misiones debe ser ocasión propicia para tomar cada vez mayor conciencia de ese mandato y para elaborar juntos itinerarios espirituales y formativos adecuados que favorezcan la cooperación entre las Iglesias y la preparación de nuevos misioneros para la difusión del Evangelio en nuestro tiempo.

Con todo, no conviene olvidar que la primera y principal aportación que debemos dar a la acción misionera de la Iglesia es la oración. «La mies es mucha —dice el Señor— y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10, 2). «Orad, pues venerables hermanos y amados hijos —escribió hace cincuenta años el Papa Pío XII de venerada memoria—: orad más y más, y sin cesar. No dejéis de llevar vuestro pensamiento y vuestra preocupación hacia las inmensas necesidades espirituales de tantos pueblos todavía tan alejados de la verdadera fe, o bien tan privados de socorros para perseverar en ella» («Fidei donum», 13: El Magisterio pontificio contemporáneo, II, BAC, Madrid 1992, p. 64). Y exhortaba a multiplicar las misas celebradas por las misiones, pues «son las intenciones mismas de nuestro Señor, que ama a su Iglesia y que la quisiera ver extendida y floreciente por todos los lugares de la tierra» (ib., p. 63).

Queridos hermanos y hermanas, también yo renuevo esta invitación tan actual. Es preciso que todas las comunidades eleven su oración al «Padre nuestro que está en el cielo», para que venga su reino a la tierra. Hago un llamamiento en particular a los niños y a los jóvenes, siempre dispuestos a generosos impulsos misioneros. Me dirijo a los enfermos y a los que sufren, recordando el valor de su misteriosa e indispensable colaboración en la obra de la salvación.

Pido a las personas consagradas, y especialmente a los monasterios de clausura, que intensifiquen su oración por las misiones. Gracias al compromiso de todos los creyentes debe ampliarse en toda la Iglesia la red espiritual de oración en apoyo de la evangelización.

Que la Virgen María, que acompañó con solicitud materna el camino de la Iglesia naciente, guíe nuestros pasos también en esta época y nos obtenga un nuevo Pentecostés de amor. En particular, que nos ayude a todos a tomar conciencia de que somos misioneros, es decir, enviados por el Señor a ser sus testigos en todos los momentos de nuestra existencia.

A los sacerdotes «fidei donum», a los religiosos, a las religiosas, a los laicos voluntarios comprometidos en las fronteras de la evangelización, así como a quienes de diversos modos se dedican al anuncio del Evangelio, les aseguro un recuerdo diario en mi oración, a la vez que imparto con afecto a todos la bendición apostólica.

Vaticano, 27 de mayo de 2007, solemnidad de Pentecostés

BENEDICTUS PP. XVI

[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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