Carta en la Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes

Por el cardenal Cládio Hummes OFM, prefecto de la Congregación vaticana para el Clero

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 15 junio 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la carta que ha enviado el cardenal Cládio Hummes OFM, prefecto de la Congregación vaticana para el Clero, con motivo de la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebró este viernes, solemnidad del Sagrado Corazón.

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<br>Queridos amigos sacerdotes:

La Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebra en la inminente solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, nos brinda la ocasión de reflexionar juntos en el don de nuestro ministerio sacerdotal, compartiendo vuestra solicitud pastoral por todos los creyentes y por la humanidad entera, y de modo específico por la porción del pueblo de Dios encomendada a vuestros respectivos Ordinarios, de los que sois valiosos colaboradores.

El tema de este año —«El sacerdote, alimentado por la palabra de Dios, es testigo universal de la caridad de Cristo»— se encuentra en sintonía con el magisterio reciente del Papa Benedicto XVI y, en particular, con la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007). En ella el Santo Padre escribe: «No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Este amor exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en él. Por eso la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: “Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera” (Propositio 42)» (n. 84).

1. Hombre de Dios, hombre de la misión

Llevar a Dios a los hombres es la misión esencial del sacerdote, misión que el ministro sagrado ha sido capacitado para realizar porque él, que ha sido elegido por Dios, vive con él y para él. El Santo Padre, en su discurso durante la sesión inaugural de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe (13 de mayo de 2007), que tuvo por tema: «Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en él tengan vida», dijo, dirigiéndose a los sacerdotes: «Los primeros promotores del discipulado y de la misión son aquellos que han sido llamados “para estar con Jesús y ser enviados a predicar” (Mc 3, 14)… El sacerdote debe ser ante todo un “hombre de Dios” (1 Tm 6, 11) que conoce a Dios directamente, que tiene una profunda amistad personal con Jesús, que comparte con los demás los mismos sentimientos de Cristo (cf. Flp 2, 5). Sólo así el sacerdote será capaz de llevar a los hombres a Dios, encarnado en Jesucristo, y de ser representante de su amor» (n. 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 11).

Esta verdad se encuentra expresada en un versículo de un salmo sacerdotal que en otros tiempos formaba parte del rito de admisión al estado clerical: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano» (Sal 16, 5). Sabemos por el Deuteronomio (cf. Dt 10, 9) que, después de la toma de posesión de la Tierra prometida, cada tribu era beneficiaria —por sorteo— de una porción de la misma, cumpliéndose así la promesa divina hecha a Abraham. Sólo la tribu de Leví no recibía terreno alguno, pues su tierra era Dios mismo.

Ciertamente, la afirmación tenía también una razón práctica: los sacerdotes no vivían, como las demás tribus, del cultivo de la tierra, sino de las ofrendas. Con todo, esa aserción del salmista es signo y símbolo de una realidad más profunda: el verdadero fundamento de la vida sacerdotal, el suelo de la existencia del sacerdote, la tierra de su vida es Dios mismo. La Iglesia ha visto en esta interpretación veterotestamentaria la explicación de lo que significa la misión sacerdotal siguiendo a los Apóstoles y en comunión con Cristo mismo.

Benedicto XVI dijo al respecto: «El sacerdote puede y debe decir también hoy con el levita: “Dominus pars hereditatis meae et calicis mei”. Dios mismo es mi lote de tierra, el fundamento externo e interno de mi existencia. Esta visión teocéntrica de la vida sacerdotal es necesaria precisamente en nuestro mundo totalmente funcionalista, en el que todo se basa en realizaciones calculables y comprobables. El sacerdote debe conocer realmente a Dios desde su interior y así llevarlo a los hombres: este es el servicio principal que la humanidad necesita hoy» (Discurso a la Curia romana con ocasión de las felicitaciones navideñas, 22 de diciembre de 2006: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de diciembre de 2006, p. 7).

Si en una vida sacerdotal se pierde esta centralidad de Dios, se vacía todo el fundamento de la actividad pastoral, y con el exceso de activismo se corre el peligro de perder el contenido y el sentido del servicio pastoral.

Entonces podrían crecer el protagonismo y las extravagancias erróneas. En vez de la sustancia, se darían sucedáneos. Se correría en vano, agotándose sin progresar.

Sólo quienes han aprendido a «estar con Cristo» se encuentran preparados para ser «enviados por él a evangelizar» con autenticidad (cf. Mc 3, 14). Un amor apasionado a Cristo es el secreto de un anuncio convencido de Cristo. «Sé hombre de oración antes de ser predicador», decía san Agustín (De doctrina christiana, IV, 15, 32: PL 34, 100), al exhortar a los ministros ordenados a ser discípulos de oración en la escuela del Maestro.

La Iglesia, al celebrar la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, invita a todos los creyentes a elevar la mirada de la fe «a Aquel que traspasaron» (Jn 19, 37), al Corazón de Cristo, signo vivo y elocuente del amor invencible de Dios y fuente inagotable de gracia. Lo hace exhortando a los sacerdotes a buscar en sí mismos este signo, en cuanto depositarios y administradores de las riquezas del Corazón de Cristo, y a derramar el amor misericordioso de Cristo en los demás, en todos.

Verdaderamente, «la caridad de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14), escribe san Pablo. «Si quieres amar a Cristo, extiende tu caridad a toda la tierra, porque los miembros de Cristo se encuentran en todo el mundo», nos recuerda san Agustín (Comentario a la primera carta de san Juan, X, 5).

Por esto, todo sacerdote debe tener espíritu misionero, es decir, espíritu verdaderamente «católico»; debe «recomenzar desde Cristo» para dirigirse a todos, recordando lo que afirmó nuestro Salvador, que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4-6). El sacerdote está llamado a encontrarse con Cristo en la oración y a conocerlo y amarlo también en el camino de la cruz, que es el camino del activo y abnegado servicio de la caridad.

Sólo así se demuestra y testimonia la autenticidad de su amor a Dios y se refleja en todos el Rostro misericordioso de Cristo. «La belleza de esta imagen resplandece en nosotros, que estamos en Cristo, cuando nos manifestamos hombres buenos en las obras», nos decía san Cirilo de Alejandría (Tractatus ad Tiberium diaconum sociumque, II, in divi Johannis Evangelium).

2. Para ser testigo auténtico de la caridad de Cristo en la sociedad

La misión que el sacerdote recibe en la ordenación no es un elemento exterior y yuxtapuesto a la consagración, sino que constituye su finalidad intrínseca y vital: «La consagración es para la m
isión» (Juan Pablo II, exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, 24).

«Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios», escribió el Santo Padre (Deus caritas est, 15). En la Eucaristía —que es el tesoro inestimable de la Iglesia—, de modo especial al actuar como generosos ministros del Pan de vida eterna, se nos invita siempre a contemplar la belleza y la profundidad del misterio del amor de Cristo y a comunicar el ímpetu de su Corazón enamorado a todos los hombres sin distinción, especialmente a los pobres y a los débiles, a los más pobres entre los pobres, que son los pecadores, en un servicio de caridad continuo, humilde y, la mayor parte de las veces, oculto.

El espíritu misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la existencia sacerdotal. Al respecto escribe el Santo Padre: «La misión primera y fundamental que recibimos de los santos Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en Cristo infunde en nuestra vida un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica» (Sacramentum caritatis, 85).

El sacerdote está llamado a hacerse «pan partido para la vida del mundo», a servir a todos con el amor de Cristo, que nos amó «hasta el extremo»: así la Eucaristía llega a ser en la vida sacerdotal lo que significa en la celebración. El sacrificio de Cristo es misterio de liberación que nos interpela y provoca continuamente.

Todo sacerdote ha de sentir en sí mismo la urgencia de ser realmente promotor de justicia y de solidaridad entre los hombres: ante ellos el sacerdote está llamado a testimoniar a Cristo mismo. Alimentados con la Palabra de vida, los sacerdotes no pueden quedarse fuera de la lucha por la defensa y la proclamación de la dignidad de la persona humana y de sus derechos universales e inalienables.

A este respecto escribe Benedicto XVI: «Precisamente, gracias al Misterio que celebramos, deben denunciarse las circunstancias que van contra la dignidad del hombre, por el cual Cristo ha derramado su sangre, afirmando así el alto valor de cada persona» (ib., 89).

Descubriremos el verdadero sentido del amoris officium, de la caridad pastoral de la que nos habla san Agustín (cf. In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5: CCL 36, 678): la Iglesia, como Esposa de Cristo, quiere ser amada por el sacerdote del mismo modo total y exclusivo como Cristo, Cabeza y Esposo, la ha amado. Comprenderemos la motivación teológica de la ley eclesiástica sobre el celibato en la Iglesia latina y de su relación de conveniencia profundísima con la sagrada ordenación: como don inestimable de Dios, como singular participación en la paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia, como inmensa energía misionera, como amor más grande, como testimonio del Reino escatológico ante el mundo. Así, el celibato, aceptado con decisión libre y amorosa, se convierte en entrega de sí en Cristo y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en el Señor y con el Señor (cf. Presbyterorum ordinis, 16; Pastores dabo vobis, 29).

Podemos preguntarnos: ¿cuáles son estos ámbitos del testimonio sacerdotal de la caridad de Cristo?

A. Ante todo, la misión, el kerigma y la catequesis de los jóvenes y de los adultos, de los cercanos y de los alejados. En ella se transmite de forma completa y clara el mensaje de Cristo. En los tiempos actuales es urgente un conocimiento adecuado de la fe, como está bien sintetizada en el Catecismo de la Iglesia católica, con su Compendio.

Se trata de no escatimar esfuerzos en la búsqueda de los católicos alejados y de los que conocen poco o nada a Cristo. A este respecto, recientemente, el Papa Benedicto XVI, dirigiéndose a los obispos de Brasil, dijo: «La educación en las virtudes personales y sociales del cristiano, así como la educación en la responsabilidad social, también forman parte de la catequesis. (…) Debemos ser fieles servidores de la Palabra, sin visiones reductivas ni confusiones en la misión que se nos ha confiado. No basta observar la realidad desde la fe personal; es necesario trabajar con el Evangelio en las manos y arraigados en la auténtica herencia de la Tradición apostólica, sin interpretaciones motivadas por ideologías racionalistas» (Discurso durante el encuentro y celebración de Vísperas con los obispos de Brasil, 11 de mayo de 2007, nn. 4 y 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de mayo de 2007, p. 11).

En este campo no bastan los lugares tradicionales de la catequesis —las clases, conferencias o cursos de Biblia y teología—; es necesario abrirse a los otros nuevos areópagos de la cultura global: además de la prensa, la radio y la televisión, es preciso recurrir más al correo electrónico, a los sitios de internet, a las páginas, a las video-conferencias, y a muchos otros sistemas recientes, para comunicar de modo eficaz el kerigma a gran número de personas.

La misma presencia, incluso externa, del pastor, con una actitud consecuente con lo que es, debe ser una catequesis para todos. Quizá a veces hemos subestimado demasiado este aspecto, que a la gente sin duda agrada y que, si es expresión de contenidos, no constituye formalismo sino una forma capaz de comunicar una sustancia.

B. Otro ámbito de este testimonio es la promoción de las instituciones eclesiales de beneficencia que, en varios niveles, pueden prestar un valioso servicio a las personas más necesitadas y débiles. «Si las personas con quienes se encuentran viven una situación de pobreza, es necesario ayudarlas, como hacían las primeras comunidades cristianas, practicando la solidaridad, para que se sientan amadas de verdad», recordó recientemente el Santo Padre en el encuentro antes mencionado (ib., n. 3).

«Debemos denunciar a quien derrocha las riquezas de la tierra, provocando desigualdades que claman al cielo (cf. St 5, 4)» escribió Benedicto XVI y prosiguió afirmando: «El Señor Jesús, Pan de vida eterna, nos apremia y nos hace estar atentos a las situaciones de pobreza en que se halla todavía gran parte de la humanidad: son situaciones cuya causa implica a menudo una clara e inquietante responsabilidad por parte de los hombres» (Sacramentum caritatis, 90).

C. Promover la cultura de la vida. Por doquier, los sacerdotes, en comunión con sus Ordinarios, están llamados a promover una cultura de la vida que permita, como afirmaba Pablo VI, «remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, (…) la adquisición de la cultura, (…) la cooperación en el bien común, (…) hasta el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin» (Populorum progressio, 21). Al respecto será necesario poner de relieve, en la formación de los cristianos laicos, que el desarrollo auténtico debe ser integral, es decir, orientado a la promoción de todo el hombre y de todos los hombres, sugiriendo los medios necesarios para suprimir las graves desigualdades sociales y las enormes diferencias en el acceso a los bienes.

D. La formación de los fieles laicos. A los fieles laicos, formados en la escuela de la Eucaristía, se les ha de exhortar y ayudar cada vez más a asumir directamente sus responsabilidades políticas y sociales en coherencia motivada con su bautismo. Todos los hombres y mujeres bautizados debe
n tomar conciencia de que en la Iglesia han sido configurados con Cristo sacerdote, profeta y pastor, por el sacerdocio común de los fieles. Deben sentirse corresponsables de la construcción de la sociedad según los criterios del Evangelio y, en particular, según la doctrina social de la Iglesia. «Esta doctrina, madurada durante toda la historia de la Iglesia, se caracteriza por el realismo y el equilibrio, ayudando así a evitar compromisos equívocos o utopías ilusorias» (Sacramentum caritatis, 91).

Como ha recordado en repetidas ocasiones el Sucesor de Pedro, a los fieles laicos corresponde la responsabilidad especial de cambiar las estructuras injustas y erigir las justas, sin las cuales no puede sostenerse una sociedad justa, produciendo el consenso necesario en los valores morales y la fuerza para vivir según el modelo de estos valores (cf. Benedicto XVI, Discurso en la sesión inaugural de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, n. 4).

E. Apoyo a la familia. Todos los sacerdotes están llamados a sostener a la familia cristiana promoviendo de diversas maneras, según los diferentes carismas vocacionales y la misión que se os ha encomendado, una pastoral familiar adecuada y orgánica en vuestras respectivas comunidades eclesiales (cf. Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 47). Es particularmente necesario sostener el valor de la unidad del matrimonio como unión para toda la vida entre un hombre y una mujer, en la que, como marido y mujer, participen en la amorosa obra de creación de Dios.

Por desgracia, numerosas doctrinas políticas o corrientes de pensamiento siguen fomentando una cultura que hiere la dignidad del hombre, ignorando o poniendo en peligro, en diversa medida, la verdad sobre el matrimonio y sobre la familia. El sacerdote debe proclamar en nombre de Cristo, sin cansarse, que la familia, como formadora por excelencia de las personas, es indispensable para una verdadera «ecología humana» (cf. Juan Pablo II, Centesimus annus, 39).

3. Feliz de alzar la copa de la salvación invocando el nombre del Señor (cf. Sal 115, 12-13)

Juan Pablo II, en su carta a los sacerdotes para el Jueves santo de 2002, exclamaba: «¡Qué vocación tan maravillosa la nuestra, mis queridos hermanos sacerdotes! Verdaderamente podemos repetir con el salmista: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal 115, 12-13)» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de marzo de 2002, p. 7).

Esta copa es la copa de la bendición (cf. 1 Co 10, 16), la copa de la nueva alianza (cf. Lc 22, 20; 1 Co 11, 25).

San Basilio comenta al respecto: «Así pues, ¿cómo pagaré al Señor? No con sacrificios ni holocaustos…, sino con toda mi vida. Por eso dice el salmista: “alzaré la copa de la salvación”, llamando copa al padecer en la lucha espiritual, al resistir al pecado hasta la muerte» (Homilía sobre el salmo 115: PG 30, 109).

Como han experimentado tantos sacerdotes santos en el ejercicio heroico de su ministerio, así se nos invita también a nosotros a sacar de la Eucaristía la fuerza necesaria para testimoniar la Verdad, sin titubeos, «sin irenismos, sin falsas componendas, para no diluir el Evangelio», como recordó Benedicto XVI en su encuentro con los obispos de Alemania (Discurso en el seminario de Colonia, 21 de agosto de 2005).

En sociedades y culturas a menudo cerradas a la trascendencia, ahogadas por comportamientos consumistas, esclavas de antiguas y nuevas idolatrías, redescubramos con asombro el sentido del Misterio eucarístico. Renovemos nuestras celebraciones litúrgicas para que sean signos más elocuentes de la presencia de Cristo en nuestras diócesis, especialmente en nuestras parroquias; saquemos tiempo para el silencio, para la oración y para la contemplación adorante de la Eucaristía, a fin de tener en nosotros de verdad espíritu misionero vibrante.

Juan Pablo II dijo a nuestros hermanos en el episcopado de Portugal: «Como centinelas de la casa de Dios, velad, apreciados hermanos, para que en toda la vida eclesial se reproduzca de algún modo el ritmo binario de la santa misa con la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística. Os sirva de ejemplo el caso de los dos discípulos de Emaús, que sólo reconocieron a Jesús al partir el pan (cf. Lc 24, 13-35)» (Discurso a los obispos de Portugal en visita «ad limina Apostolorum», 30 de noviembre de 1999, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de diciembre de 1999, p. 12).

En la Eucaristía se encierra el secreto de la fidelidad y la perseverancia de nuestros fieles, de la seguridad y la solidez de nuestras comunidades eclesiales, en medio de las aflicciones y dificultades del mundo. En nuestra pastoral, que consta de palabras y Sacramento, debemos evitar los escollos del activismo, de hacer por hacer, y hemos de superar los ataques del laicismo y el secularismo donde Cristo no tiene voz ni lugar, llevando el Pan de vida eterna.

Pensamos en la importancia misionera de nuestras parroquias, que constituyen como el tejido de unión de nuestras diócesis (cf. Código de derecho canónico, can. 374, § 1).

Pensamos en cada parroquia, que es una comunitas christifidelium y que no puede serlo si no es una comunidad eucarística y abierta a los más alejados, es decir, si no es una comunidad apta para celebrar la Eucaristía con espíritu misionero, en la que se encuentran la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su estar en plena comunión con toda la Iglesia (cf. Juan Pablo II, Christifideles laici, 26).

Pensamos en los párrocos, que no pueden menos de ser sacerdotes ordenados, porque hacen y dicen en la liturgia eucarística y en la liturgia de la Palabra lo que ellos «propiamente», «por sí mismos», no pueden hacer ni decir; en efecto, actúan y hablan «in persona Christi capitis». Pensamos en todos los sacerdotes, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, que redescubriendo la entrega radical de sí mismos, ínsita en su ministerio ordenado, pueden repetir con palabras de Juan Pablo II: «Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana» (Pastores dabo vobis, 39).

De este modo, la Iglesia de la Palabra y de los sacramentos será necesariamente la Iglesia del ejercicio incansable del sacerdocio ministerial; será la Iglesia del sacerdote santo, del sacerdote que ama, en la raíz de su alma, de todo su ser, la llamada que ha recibido del Maestro, para comportarse en todo momento como ipse Christus.

Benedicto XVI, en su discurso del 11 de mayo de 2006 a los obispos de la Conferencia episcopal de Quebec, Canadá, en visita ad limina Apostolorum, dijo: «Sin embargo, la disminución del número de sacerdotes (…) en ciertos lugares pone en peligro de manera preocupante el lugar de la sacramentalidad en la vida de la Iglesia. Las necesidades de la organización pastoral no deben poner en peligro la autenticidad de la eclesiología que se expresa en ella. No se debe restar importancia al papel central del sacerdote, que in persona Christi capitis enseña, santifica y gobierna a la comunidad. El sacerdocio ministerial es indispensable para la existencia de una comunidad eclesial. La importancia del papel de los laicos, a quienes agradezco su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, no debe ocultar nunca el
ministerio absolutamente irreemplazable de los sacerdotes para la vida de la Iglesia» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de mayo de 2006, p. 7).

Los sacerdotes debemos esforzarnos por hacer que resplandezca nuestra verdadera identidad ontológica de ejercer un ministerio gozoso, aun en medio de las más arduas dificultades, un ministerio ardientemente misionero porque deriva de nuestra identidad; y, juntamente con todos los fieles, debemos ocuparnos de orar incansablemente al Dueño de la mies para que mande obreros a su mies. Las vocaciones existen, pero nosotros debemos fomentar su respuesta positiva con estos medios, con los medios que nos enseñó el Señor y no con otros.

Esta es la Iglesia que queremos que vuelva a florecer y dé nuevos frutos, en su vitalidad y en su actividad. Es la Iglesia de la misión divina, la Iglesia in statu missionis.

Nos dirigimos a María, Reina de los Apóstoles y Madre de los sacerdotes. A ella nos encomendamos nosotros mismos, nuestro ministerio pastoral y a todos los sacerdotes. Que María nos ayude a ser, como ella, tabernáculos y ostensorios de Jesús buen Pastor.

Vaticano, 15 de junio de 2007, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.

Cardenal CLÁUDIO HUMMES, o.f.m.

Prefecto

+ MAURO PIACENZA

Arzobispo titular de Vittoriana

Secretario

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ZENIT Staff

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