CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 22 junio 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Benedicto XVI pronunció al inaugurar la asamblea diocesana de Roma sobre el tema «Jesús es el Señor. Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio», el 11 de junio, en la basílica de San Juan de Letrán.
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Queridos hermanos y hermanas:
Por tercer año consecutivo la asamblea de nuestra diócesis me brinda la posibilidad de encontrarme con vosotros y dirigirme a todos, abordando la temática que la Iglesia de Roma afrontará en el próximo año pastoral, en estrecha continuidad con el trabajo desarrollado en el año que se está concluyendo. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos que participáis con generosidad en la misión de la Iglesia. Agradezco en particular al cardenal vicario las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.
El tema de la asamblea es «Jesús es el Señor. Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio». Se trata de un tema que nos atañe a todos, porque cada discípulo confiesa que Jesús es el Señor y está llamado a crecer en la adhesión a él, dando y recibiendo ayuda de la gran compañía de los hermanos en la fe. Ahora bien, el verbo «educar», puesto en el título de la asamblea, implica una atención especial a los niños, a los muchachos y a los jóvenes, y pone de relieve la tarea que corresponde ante todo a la familia: así permanecemos dentro del itinerario que ha caracterizado durante los últimos años la pastoral de nuestra diócesis.
Es importante considerar ante todo la afirmación inicial, que da el tono y el sentido de nuestra asamblea: «Jesús es el Señor». Ya la encontramos en la solemne declaración con la que concluye el discurso de san Pedro en Pentecostés, donde el primero de los Apóstoles dijo: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2, 36). Es análoga la conclusión del gran himno a Cristo contenido en la carta de san Pablo a los Filipenses: «Toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 11). También san Pablo, en el saludo final de la primera carta a los Corintios, exclama: «El que no quiera al Señor, sea anatema. Marana tha, Ven, Señor» (1 Co 16, 22), transmitiéndonos así la antiquísima invocación, en lengua aramea, de Jesús como Señor.
Se podrían añadir otras citas: pienso en el capítulo 12 de la misma carta a los Corintios, donde san Pablo dice: «Nadie puede decir «Jesús es Señor» sino con el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Así declara que esta es la confesión fundamental de la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo. Podríamos pensar también en el capítulo 10 de la carta a los Romanos, donde el Apóstol dice: «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor…» (Rm 10, 9), recordando también a los cristianos de Roma que las palabras «Jesús es el Señor» constituyen la confesión común de la Iglesia, el fundamento seguro de toda la vida de la Iglesia. A partir de esas palabras se ha desarrollado toda la confesión del Credo apostólico, del Credo niceno. En otro pasaje de la primera carta a los Corintios san Pablo afirma también: «Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Co 8, 5-6).
Así, desde el inicio, los discípulos reconocieron que Jesús resucitado es nuestro hermano en la humanidad y que también es totalmente uno con Dios; que con su venida al mundo, con toda su vida, con su muerte y su resurrección, nos trajo a Dios, hizo presente a Dios en el mundo de modo nuevo y único; y que, por tanto, da sentido y esperanza a nuestra vida: en él encontramos el verdadero rostro de Dios, que realmente necesitamos para vivir.
Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio quiere decir ayudar a nuestros hermanos, o mejor, ayudarnos mutuamente a entablar una relación viva con Cristo y con el Padre. Esta ha sido desde el inicio la tarea fundamental de la Iglesia, como comunidad de los creyentes, de los discípulos y de los amigos de Jesús. La Iglesia, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo, es la compañía fiable en la que hemos sido engendrados y educados para llegar a ser, en Cristo, hijos y herederos de Dios. En ella recibimos al Espíritu, «que nos hace exclamar: ¡ Abbá, Padre!» (cf. Rm 8, 14-17).
En la homilía de san Agustín hemos escuchado que Dios no está lejos, que se ha hecho «camino» y que el «camino» mismo vino a nosotros. Dice: «Levántate, perezoso, y comienza a caminar». Comenzar a caminar quiere decir emprender el «camino» que es Cristo mismo, en compañía de los creyentes; quiere decir caminar ayudándonos los unos a los otros a ser realmente amigos de Jesucristo e hijos de Dios.
Como nos enseña la experiencia diaria —lo sabemos todos—, educar en la fe hoy no es una empresa fácil. En realidad, hoy cualquier labor de educación parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una gran «emergencia educativa», de la creciente dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en la escuela como en la familia, y se puede decir que en todos los demás organismos que tienen finalidades educativas.
Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable: en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su propio credo —el relativismo se ha convertido en una especie de dogma—, falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de verdad, se considera «autoritario», y se acaba por dudar de la bondad de la vida —¿es un bien ser hombre?, ¿es un bien vivir?— y de la validez de las relaciones y de los compromisos que constituyen la vida.
Entonces, ¿cómo proponer a los más jóvenes y transmitir de generación en generación algo válido y cierto, reglas de vida, un auténtico sentido y objetivos convincentes para la existencia humana, sea como personas sea como comunidades? Por eso, por lo general, la educación tiende a reducirse a la transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras.
Así, tanto los padres como los profesores sienten fácilmente la tentación de abdicar de sus tareas educativas y de no comprender ya ni siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que les ha sido encomendada. Pero precisamente así no ofrecemos a los jóvenes, a las nuevas generaciones, lo que tenemos obligación de transmitirles. Con respecto a ellos somos deudores también de los verdaderos valores que dan fundamento a la vida.
Pero esta situación evidentemente no satisface, no puede satisfacer, porque deja de lado la finalidad esencial de la educación, que es la formación de la persona a fin de capacitarla para vivir con plenitud y aportar su contribución al bien de la comunidad. Por eso, en muchas partes se plantea la exigencia de una educación auténtica y el redescubrimiento de la necesidad de educadores que lo sean realmente. Lo reclaman los padres, preocupados y a menudo angustiados por el futuro de sus hijos; lo reclaman tantos profesores que viven la triste experiencia de la degradación de sus escuelas; lo reclama la sociedad en su conjunto, en Italia y en muchas otras naciones, porque ve cómo a causa de la crisis de la educación se ponen en peligro las bases mismas de la convivencia.
En ese contexto, el compromiso de la Iglesia d
e educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio del Señor Jesús asume, más que nunca, también el valor de una contribución para hacer que la sociedad en que vivimos salga de la crisis educativa que la aflige, poniendo un dique a la desconfianza y al extraño «odio de sí misma» que parece haberse convertido en una característica de nuestra civilización.
Ahora bien, todo esto no disminuye la dificultad que encontramos para llevar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes a encontrarse con Cristo y a entablar con él una relación duradera y profunda. Sin embargo, precisamente este es el desafío decisivo para el futuro de la fe, de la Iglesia y del cristianismo, y por tanto es una prioridad esencial de nuestro trabajo pastoral: acercar a Cristo y al Padre a la nueva generación, que vive en un mundo en gran parte alejado de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, debemos ser siempre conscientes de que no podemos realizar esa obra con nuestras fuerzas, sino sólo con el poder del Espíritu Santo. Son necesarias la luz y la gracia que proceden de Dios y actúan en lo más íntimo de los corazones y de las conciencias. Así pues, para la educación y la formación cristiana son decisivas ante todo la oración y nuestra amistad personal con Jesús, pues sólo quien conoce y ama a Jesucristo puede introducir a sus hermanos en una relación vital con él.
Impulsado precisamente por esta necesidad pensé: sería útil escribir un libro que ayude a conocer a Jesús. No olvidemos nunca las palabras de Jesús: «A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 15-16). Por eso, nuestras comunidades sólo podrán trabajar con fruto y educar en la fe y en el seguimiento de Cristo si son ellas mismas auténticas «escuelas» de oración (cf. Novo millennio ineunte, 33), en las que se viva el primado de Dios.
Además, la educación, y especialmente la educación cristiana, es decir, la educación para forjar la propia vida según el modelo de Dios, que es amor (cf. 1 Jn 4, 8. 16), necesita la cercanía propia del amor. Sobre todo hoy, cuando el aislamiento y la soledad son una condición generalizada, a la que en realidad no ponen remedio el ruido y el conformismo de grupo, resulta decisivo el acompañamiento personal, que da a quien crece la certeza de ser amado, comprendido y acogido.
En concreto, este acompañamiento debe llevar a palpar que nuestra fe no es algo del pasado, sino que puede vivirse hoy y que viviéndola encontramos realmente nuestro bien. Así, a los muchachos y los jóvenes se les puede ayudar a librarse de prejuicios generalizados y a darse cuenta de que el modo cristiano de vivir es realizable y razonable, más aún, el más razonable, con mucho.
Toda la comunidad cristiana, en sus múltiples articulaciones y componentes, está llamada a cumplir la gran tarea de llevar a las nuevas generaciones al encuentro con Cristo; por tanto, en este ámbito debe expresarse y manifestarse con particular evidencia nuestra comunión con el Señor y entre nosotros, nuestra disponibilidad y voluntad de trabajar juntos, de «formar una red», de colaborar todos con espíritu abierto y sincero, comenzando por la valiosa contribución de las mujeres y los hombres que han consagrado su vida a la adoración de Dios y a la intercesión por los hermanos.
Sin embargo, es evidente que, en la educación y en la formación en la fe, a la familia compete una misión propia y fundamental y una responsabilidad primaria. En efecto, el niño que se asoma a la vida hace a través de sus padres la primera y decisiva experiencia del amor, de un amor que en realidad no es sólo humano, sino también un reflejo del amor que Dios siente por él. Por eso, entre la familia cristiana, pequeña «iglesia doméstica» (cf. Lumen gentium, 11), y la gran familia de la Iglesia debe desarrollarse la colaboración más estrecha, ante todo en lo que atañe a la educación de los hijos.
Así pues, todo lo realizado a lo largo de los tres años que nuestra pastoral diocesana ha dedicado específicamente a la familia, no sólo se ha de considerar como un fruto, sino que se ha de incrementar ulteriormente. Por ejemplo, los intentos de implicar más a los padres e incluso a los padrinos y madrinas antes y después del bautismo, para ayudarles a entender y a cumplir su misión de educadores de la fe, ya han dado resultados apreciables, y es preciso proseguirlos, convirtiéndolos en patrimonio común de cada parroquia. Lo mismo vale para la participación de las familias en la catequesis y en todo el itinerario de iniciación cristiana de los niños y los adolescentes.
Desde luego, son muchas las familias que no están preparadas para cumplir esa tarea; y algunas parecen poco interesadas en la educación cristiana de sus hijos, o incluso son contrarias a ella: aquí se notan también las consecuencias de la crisis de tantos matrimonios. Con todo, raramente se encuentran padres totalmente indiferentes con respecto a la formación humana y moral de sus hijos, y, por tanto, no dispuestos a dejarse ayudar en una labor educativa que consideran cada vez más difícil.
Por consiguiente, se abre un espacio de compromiso y de servicio para nuestras parroquias, oratorios, grupos juveniles y, ante todo, para las mismas familias cristianas, llamadas a hacerse prójimo de otras familias a fin de sostenerlas y asistirlas en la educación de los hijos, ayudándoles así a recuperar el sentido y la finalidad de la vida de matrimonio. Pasemos ahora a otros sujetos de la educación en la fe.
A medida que los muchachos crecen, aumenta naturalmente en ellos el deseo de autonomía personal, que fácilmente, sobre todo en la adolescencia, se transforma en un alejamiento crítico de la propia familia. Entonces resulta especialmente importante la cercanía que pueden garantizar el sacerdote, la religiosa, el catequista u otros educadores capaces de hacer concreto para el joven el rostro amigo de la Iglesia y el amor de Cristo.
Para que produzca efectos positivos duraderos, nuestra cercanía debe ser consciente de que la relación educativa es un encuentro de libertades y que la misma educación cristiana es formación en la auténtica libertad. De hecho, no hay verdadera propuesta educativa que no conduzca, de modo respetuoso y amoroso, a una decisión, y precisamente la propuesta cristiana interpela a fondo la libertad, invitándola a la fe y a la conversión.
Como afirmé en la Asamblea eclesial de Verona, «una educación verdadera debe suscitar la valentía de las decisiones definitivas, que hoy se consideran un vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para que madure el amor en toda su belleza; por consiguiente, para dar consistencia y significado a nuestra libertad» (Discurso del 19 de octubre de 2006: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 10).
Los adolescentes y los jóvenes, cuando se sienten respetados y tomados en serio en su libertad, a pesar de su inconstancia y fragilidad, se muestran dispuestos a dejarse interpelar por propuestas exigentes; más aún, se sienten atraídos y a menudo fascinados por ellas. También quieren mostrar su generosidad en la entrega a los grandes valores perennes, que constituyen el fundamento de la vida.
El auténtico educador también toma en serio la curiosidad intelectual que existe ya en los niños y con el paso de los años asume formas más conscientes. Con todo, el joven de hoy, estimulado y a menudo confundido por la multiplicidad de informaciones y por el contraste de ideas y de interpretaciones que se le proponen continuamente, conserva dentro de sí una gran necesidad de verdad; por tanto, está abierto a Jesucristo, que, como nos recuerda Tertuliano
(De virginibus velandis, I, 1), «afirmó que es la verdad, no la costumbre».
Debemos esforzarnos por responder a la demanda de verdad poniendo sin miedo la propuesta de la fe en confrontación con la razón de nuestro tiempo. Así ayudaremos a los jóvenes a ensanchar los horizontes de su inteligencia, abriéndose al misterio de Dios, en el cual se encuentra el sentido y la dirección de nuestra existencia, y superando los condicionamientos de una racionalidad que sólo se fía de lo que puede ser objeto de experimento y de cálculo. Por tanto, es muy importante desarrollar lo que ya el año pasado llamamos la «pastoral de la inteligencia».
La labor educativa implica la libertad, pero también necesita autoridad. Por eso, especialmente cuando se trata de educar en la fe, es central la figura del testigo y el papel del testimonio. El testigo de Cristo no transmite sólo informaciones, sino que está comprometido personalmente con la verdad que propone, y con la coherencia de su vida resulta punto de referencia digno de confianza. Pero no remite a sí mismo, sino a Alguien que es infinitamente más grande que él, en quien ha puesto su confianza y cuya bondad fiable ha experimentado.
Por consiguiente, el auténtico educador cristiano es un testigo cuyo modelo es Jesucristo, el testigo del Padre que no decía nada de sí mismo, sino que hablaba tal como el Padre le había enseñado (cf. Jn 8, 28). Esta relación con Cristo y con el Padre es para cada uno de nosotros, queridos hermanos y hermanas, la condición fundamental para ser educadores eficaces en la fe.
Acertadamente, nuestra asamblea habla de educación no sólo en la fe y en el seguimiento, sino también en el testimonio del Señor Jesús. Por tanto, el testimonio activo de Cristo que se debe dar no sólo atañe a los sacerdotes, a las religiosas y a los laicos que en nuestras comunidades desempeñan tareas educativas, sino también a los mismos muchachos y jóvenes, y a todos los que son educados en la fe.
La conciencia de estar llamados a ser testigos de Cristo no es, por tanto, algo que se añade después, una consecuencia de algún modo externa a la formación cristiana, como por desgracia se ha pensado a menudo y también hoy se sigue pensando, sino, al contrario, es una dimensión intrínseca y esencial de la educación en la fe y en el seguimiento, del mismo modo que la Iglesia es misionera por su misma naturaleza (cf. Ad gentes, 2).
Así pues, desde el inicio de la formación de los niños, para llegar, con un itinerario progresivo, a la formación permanente de los cristianos adultos, es necesario que arraiguen en el alma de los creyentes la voluntad y la convicción de que participan en la vocación misionera de la Iglesia, en todas las situaciones y circunstancias de su vida. No podemos guardar para nosotros la alegría de la fe; debemos difundirla y transmitirla, fortaleciéndola así en nuestro corazón.
Si la fe se transforma realmente en alegría por haber encontrado la verdad y el amor, es inevitable sentir el deseo de transmitirla, de comunicarla a los demás. Por aquí pasa, en gran medida, la nueva evangelización a la que nos llamó nuestro amado Papa Juan Pablo II. Una experiencia concreta, que podrá hacer crecer en los jóvenes de las parroquias y de las diversas asociaciones eclesiales la voluntad de testimoniar su fe, es la «Misión de los jóvenes» que estáis proyectando, después del feliz resultado de la gran «Misión ciudadana».
A la escuela católica corresponde una tarea muy importante en la educación en la fe. En efecto, cumple su misión basándose en un proyecto educativo que pone en el centro el Evangelio y lo tiene como punto de referencia decisivo para la formación de la persona y para toda la propuesta cultural. Por tanto, la escuela católica, en convencida colaboración con las familias y con la comunidad eclesial, trata de promover la unidad entre la fe, la cultura y la vida, que es objetivo fundamental de la educación cristiana.
También las escuelas del Estado, de formas y modos diversos, pueden ser sostenidas en su tarea educativa por la presencia de profesores creyentes —en primer lugar, pero no exclusivamente, los profesores de religión católica— y de alumnos cristianamente formados, así como por la colaboración de muchas familias y por la misma comunidad cristiana.
La sana laicidad de la escuela, como de las demás instituciones del Estado, no implica cerrarse a la Trascendencia y mantener una falsa neutralidad respecto de los valores morales que están en la base de una auténtica formación de la persona. Lo mismo se puede decir, naturalmente, de las universidades; y es un signo positivo que en Roma la pastoral universitaria haya podido desarrollarse en todos los ateneos, tanto entre los profesores como entre los alumnos, y se esté llevando a cabo una fecunda colaboración entre las instituciones académicas civiles y pontificias.
Hoy, más que en el pasado, la educación y la formación de la persona sufren la influencia de los mensajes y del clima generalizado que transmiten los grandes medios de comunicación y que se inspiran en una mentalidad y cultura caracterizadas por el relativismo, el consumismo y una falsa y destructora exaltación, o mejor, profanación del cuerpo y de la sexualidad. Por eso, precisamente por el gran «sí» que como creyentes en Cristo decimos al hombre amado por Dios, no podemos desinteresarnos de la orientación conjunta de la sociedad a la que pertenecemos, de las tendencias que la impulsan y de las influencias positivas o negativas que ejerce en la formación de las nuevas generaciones.
La presencia misma de la comunidad de los creyentes, su compromiso educativo y cultural, el mensaje de fe, de confianza y de amor que transmite, son en realidad un servicio inestimable al bien común y especialmente a los muchachos y jóvenes que se están formando y preparando para la vida.
Queridos hermanos y hermanas, hay un último punto sobre el que quiero atraer vuestra atención: es sumamente importante para la misión de la Iglesia y exige nuestro compromiso y ante todo nuestra oración. Me refiero a las vocaciones a seguir más de cerca al Señor Jesús en el sacerdocio ministerial y en la vida consagrada. En los últimos decenios la diócesis de Roma ha recibido el don de muchas ordenaciones sacerdotales, que han permitido colmar las lagunas del período anterior y también salir al encuentro de las solicitudes de no pocas Iglesias hermanas necesitadas de clero; pero las señales más recientes parecen menos favorables y estimulan a toda nuestra comunidad diocesana a seguir pidiendo al Señor, con humildad y confianza, obreros para su mies (cf. Mt 9, 37-38, Lc 10, 2).
De manera siempre delicada y respetuosa, pero también clara y valiente, debemos dirigir una peculiar invitación al seguimiento de Jesús a los chicos y chicas que parecen más atraídos y fascinados por la amistad con él. Desde esta perspectiva, la diócesis destinará a algunos nuevos sacerdotes específicamente al servicio de las vocaciones, pero sabemos bien que en este campo son decisivas la oración y la calidad del conjunto de nuestro testimonio cristiano, el ejemplo de vida de los sacerdotes y de las almas consagradas, y la generosidad de las personas llamadas y de las familias de las que proceden.
Queridos hermanos y hermanas, os dejo estas reflexiones como contribución para el diálogo de estas tardes y para el trabajo del próximo año pastoral. Que el Señor nos conceda siempre la alegría de creer en él, de crecer en su amistad, de seguirlo en el camino de la vida y de dar testimonio de él en todas las situaciones, de forma que podamos transmitir a quienes vengan después de nosotros la inmensa riqueza y belleza de la fe en Jesucristo. Mi afecto y mi bendición os acompañan en vuestro trabajo. Gracias por vuestra atención.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]