BARCELONA, sábado, 30 junio 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la carta que ha escrito monseñor Lluís Martínez Sistach, arzobispo metropolitano de Barcelona. La Iglesia en España celebra este domingo, 1 de julio, la Jornada de Responsabilidad en el Tráfico 2007.
Un decálogo para el buen conductor
Las autopistas y las carreteras se llenan de coches durante los meses de verano, sobre todo con motivo de las vacaciones. Esto significa también un aumento de accidentes. Por esto me parece muy oportuno pensar un poco en el deber cívico y moral de conducir observando las normas de tráfico, con prudencia y con sentido de solidaridad con todas las demás personas.
Hay un motivo de actualidad para hacer esta invitación. Es la noticia, recogida por los medios de comunicación, de que la Iglesia católica promueve un decálogo para los buenos conductores. ¿Acaso el Código de circulación interesa también a la Iglesia católica?, se puede preguntar el lector. Y la respuesta podría ser: ¿Y por qué no?
Si no se puede separar la fe y la vida, la fe también tiene algo que decir sobre la manera de conducir, un hecho en el cual puede estar en juego la vida propia y la de los demás. El tráfico es una realidad de la vida de cada día y sus efectos sobre la vida de muchas personas pueden ser dramáticos, dada la proliferación de accidentes que, como nos dicen los expertos, se deben a menudo a errores humanos: velocidad excesiva, adelantamientos prohibidos, no respeto de las señales de tráfico, exceso de alcohol, etc.
El Consejo Pontificio para las Personas Migrantes, poco antes de las vacaciones de este año, ha publicado un texto de 40 páginas sobre los comportamientos en el tráfico. El texto subraya que a menudo se da un instinto de dominación en la persona que se pone al volante de su vehículo. «El automóvil -escribe- es fácilmente utilizado por su propietario como un signo de ostentación personal, como un medio para eclipsar a los demás y provocar en ellos sentimientos de envidia. Sobre su vehículo, la persona proyecta «la afirmación de su ego», hecho que comporta desequilibrios, que a veces se pueden situar «en el límite de la patología». El decálogo lo resume así en el punto quinto: «El automóvil no ha de ser una expresión de poder y dominación, ni un instrumento de pecado».
El documento del Vaticano dice que es necesaria, en el tráfico, «una cultura en favor de la vida». La vida y la salud física son bienes preciosos confiados por Dios a cada persona. Hemos de cuidarlos razonablemente, teniendo en cuenta las necesidades de los demás y el bien común. Por esto, el primer punto del decálogo del buen conductor recuerda que hay que cumplir el quinto mandamiento de la ley de Dios, que dice: «No matarás».
Este mandamiento se concreta en el segundo punto: «La carretera ha de ser un instrumento de comunión entre las personas y no de daño moral». En los puntos siguientes, el decálogo recomienda cosas tan concretas como éstas: «Procura que la cortesía, la corrección y la prudencia te ayuden a superar las situaciones imprevistas; «sé caritativo y ayuda al prójimo que está en situación de necesidad, en especial si el prójimo es víctima de un accidente». Y esta otra que, de cumplirse, podría reducir mucho la accidentalidad: «Convence caritativamente a los jóvenes y a los no tan jóvenes de que no se pongan al volante cuando no estén en condiciones de hacerlo».
El decálogo formula estos otros mandamientos de clara tradición cristiana: «Apoya a los familiares de víctimas de accidentes»; «reúne en el momento oportuno al conductor culpable con su víctima, para que puedan vivir la experiencia liberadora del perdón»; «en la carretera, protege al más débil»; y, finalmente, «siéntete tú mismo responsable de los demás”.
Así pues, no somos responsables sólo de nuestra propia vida, sino también de la de los demás; tanto nuestra vida como la de los demás son de Dios. Por esto, conducir bien es sinónimo de solidaridad; es un deber de justicia y de caridad.
+ Lluís Martínez Sistach
Arzobispo metropolitano de Barcelona