CIUDAD DEL VATICANO, martes, 2 octubre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la catedral de la localidad italiana de Velletri, el 23 de septiembre, al realizar una visita pastoral a esa diócesis.
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Queridos hermanos y hermanas:
De buen grado he vuelto a vosotros para presidir esta solemne celebración eucarística, respondiendo así a vuestra reiterada invitación. He vuelto con alegría para encontrarme con vuestra comunidad diocesana, que durante varios años fue, de modo singular, también mía y sigue siendo siempre muy querida.
Os saludo a todos con afecto. En primer lugar, saludo al señor cardenal Francis Arinze, que me ha sucedido como cardenal titular de esta diócesis. Saludo a vuestro pastor, el querido mons. Vincenzo Apicella, a quien agradezco las hermosas palabras de bienvenida con las que ha querido acogerme en vuestro nombre. Saludo a los demás obispos, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los agentes pastorales, a los jóvenes y a todos los que están activamente comprometidos en las parroquias, en los movimientos, en las asociaciones y en las diversas actividades diocesanas. Saludo, asimismo, al comisario de la prefectura de Velletri, a los alcaldes de los ayuntamientos de la diócesis de Velletri-Segni, y a las demás autoridades civiles y militares que nos honran con su presencia.
Saludo a los que han venido de otras partes y, en particular, de Alemania, de Baviera, para unirse a nosotros en este día de fiesta. Mi tierra natal está unida a la vuestra por vínculos de amistad: testigo de esta amistad es la columna de bronce que me regalaron en Marktl am Inn, en septiembre del año pasado, con ocasión del viaje apostólico a Alemania. Recientemente, como ya se ha dicho, cien ayuntamientos de Baviera, me regalaron una columna casi gemela de esa, que será colocada aquí, en Velletri, como un signo más de mi afecto y de mi benevolencia. Será el signo de mi presencia espiritual entre vosotros. Al respecto, deseo dar las gracias a los que me la regalaron, al escultor y a los alcaldes, que veo aquí presentes con muchos amigos. Muchas gracias a todos.
Queridos hermanos y hermanas, sé que os habéis preparado para mi visita con un intenso camino espiritual, adoptando como lema un versículo muy significativo de la primera carta de san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16). Deus caritas est, Dios es amor: con estas palabras comienza mi primera encíclica, que atañe al centro de nuestra fe: la imagen cristiana de Dios y la consiguiente imagen del hombre y de su camino.
Me alegra que, como guía del itinerario espiritual y pastoral de la diócesis, hayáis escogido precisamente esta expresión: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él». Hemos creído en el amor: esta es la esencia del cristianismo. Por tanto, nuestra asamblea litúrgica de hoy no puede por menos de centrarse en esta verdad esencial, en el amor de Dios, capaz de dar a la existencia humana una orientación y un valor absolutamente nuevos.
El amor es la esencia del cristianismo; hace que el creyente y la comunidad cristiana sean fermento de esperanza y de paz en todas partes, prestando atención en especial a las necesidades de los pobres y los desamparados. Esta es nuestra misión común: ser fermento de esperanza y de paz porque creemos en el amor. El amor hace vivir a la Iglesia, y puesto que es eterno, la hace vivir siempre, hasta el final de los tiempos.
En los domingos pasados, san Lucas, el evangelista que más se preocupa de mostrar el amor que Jesús siente por los pobres, nos ha ofrecido varios puntos de reflexión sobre los peligros de un apego excesivo al dinero, a los bienes materiales y a todo lo que impide vivir en plenitud nuestra vocación y amar a Dios y a los hermanos.
También hoy, con una parábola que suscita en nosotros cierta sorpresa porque en ella se habla de un administrador injusto, al que se alaba (cf. Lc 16, 1-13), analizando a fondo, el Señor nos da una enseñanza seria y muy saludable. Como siempre, el Señor toma como punto de partida sucesos de la crónica diaria: habla de un administrador que está a punto de ser despedido por gestión fraudulenta de los negocios de su amo y, para asegurarse su futuro, con astucia trata de negociar con los deudores. Ciertamente es injusto, pero astuto: el evangelio no nos lo presenta como modelo a seguir en su injusticia, sino como ejemplo a imitar por su astucia previsora. En efecto, la breve parábola concluye con estas palabras: «El amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había procedido» (Lc 16, 8).
Pero, ¿qué es lo que quiere decirnos Jesús con esta parábola, con esta conclusión sorprendente? Inmediatamente después de esta parábola del administrador injusto el evangelista nos presenta una serie de dichos y advertencias sobre la relación que debemos tener con el dinero y con los bienes de esta tierra. Son pequeñas frases que invitan a una opción que supone una decisión radical, una tensión interior constante.
En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal. Es incisiva y perentoria la conclusión del pasaje evangélico: «Ningún siervo puede servir a dos amos: porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo». En definitiva —dice Jesús— hay que decidirse: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16, 13). La palabra que usa para decir dinero —»mammona»— es de origen fenicio y evoca seguridad económica y éxito en los negocios. Podríamos decir que la riqueza se presenta como el ídolo al que se sacrifica todo con tal de lograr el éxito material; así, este éxito económico se convierte en el verdadero dios de una persona.
Por consiguiente, es necesaria una decisión fundamental para elegir entre Dios y «mammona»; es preciso elegir entre la lógica del lucro como criterio último de nuestra actividad y la lógica del compartir y de la solidaridad. Cuando prevalece la lógica del lucro, aumenta la desproporción entre pobres y ricos, así como una explotación dañina del planeta. Por el contrario, cuando prevalece la lógica del compartir y de la solidaridad, se puede corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo, para el bien común de todos.
En el fondo, se trata de la decisión entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la injusticia; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a Cristo y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario saber hacer opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias radicales, si es preciso hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía para ir contra corriente, para amar como Jesús, que llegó incluso al sacrificio de sí mismo en la cruz.
Así pues, parafraseando una reflexión de san Agustín, podríamos decir que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio, ¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer a nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cf. Discursos 359, 10).
Ahora bien, la única manera de hacer que fructifiquen para la eternidad nuestras cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que poseemos, es compartirlas con nuestros hermanos, siendo de este modo buenos administradores de lo que Dios nos encomienda. Dice Jesús: «El que es fiel en lo poco, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho» (Lc 16, 10).
De esa opción fundamental, que
es preciso realizar cada día, también habla hoy el profeta Amós en la primera lectura. Con palabras fuertes critica un estilo de vida típico de quienes se dejan absorber por una búsqueda egoísta del lucro de todas las maneras posibles y que se traduce en afán de ganancias, en desprecio a los pobres y en explotación de su situación en beneficio propio (cf. Am 4, 5).
El cristiano debe rechazar con energía todo esto, abriendo el corazón, por el contrario, a sentimientos de auténtica generosidad. Una generosidad que, como exhorta el apóstol san Pablo en la segunda lectura, se manifiesta en un amor sincero a todos y en la oración.
En realidad, orar por los demás es un gran gesto de caridad. El Apóstol invita, en primer lugar, a orar por los que tienen cargos de responsabilidad en la comunidad civil, porque —explica— de sus decisiones, si se encaminan a realizar el bien, derivan consecuencias positivas, asegurando la paz y «una vida tranquila y apacible, con toda piedad y dignidad» para todos (1 Tm 2, 2). Por consiguiente, no debe faltar nunca nuestra oración, que es nuestra aportación espiritual a la edificación de una comunidad eclesial fiel a Cristo y a la construcción de una sociedad más justa y solidaria.
Queridos hermanos y hermanas, oremos, en particular, para que vuestra comunidad diocesana, que está sufriendo una serie de cambios, a causa del traslado de muchas familias jóvenes procedentes de Roma, al desarrollo del sector «terciario» y al establecimiento de muchos inmigrantes en los centros históricos, lleve a cabo una acción pastoral cada vez más orgánica y compartida, siguiendo las indicaciones que vuestro obispo va dando con elevada sensibilidad pastoral.
A este respecto, ha sido muy oportuna su carta pastoral de diciembre del año pasado con la invitación a ponerse a la escucha atenta y perseverante de la palabra de Dios, de las enseñanzas del concilio Vaticano II y del Magisterio de la Iglesia.
Pongamos en manos de la Virgen de las Gracias, cuya imagen se conserva y venera en esta hermosa catedral, todos vuestros propósitos y proyectos pastorales. Que la protección maternal de María acompañe el camino de todos los presentes y de quienes no han podido participar en esta celebración eucarística. Que la Virgen santísima vele de modo especial sobre los enfermos, sobre los ancianos, sobre los niños, sobre aquellos que se sienten solos y abandonados, y sobre quienes tienen necesidades particulares.
Que María nos libre de la codicia de las riquezas, y haga que, elevando al cielo manos libres y puras, demos gloria a Dios con toda nuestra vida (cf. Colecta). Amén.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]