NÁPOLES, martes, 23 octubre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el «Llamamiento final de paz» que se promulgó este martes al concluir el encuentro internacional de representantes de las religiones convocado por la Comunidad de San Egido en la ciudad italiana de Nápoles. Benedicto XVI participó en la inauguración el 21 de octubre.
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Hombres y mujeres de diferentes religiones, procedentes de muchas partes del mundo, nos hemos reunido en Nápoles para estrechar lazos fraternos, para invocar de Dios el gran don de la paz. El nombre de Dios es la paz.
En el corazón del Mediterráneo y de esta extraordinaria ciudad, que conoce bien la miseria y la grandeza del corazón, nos hemos inclinado ante las heridas del mundo. Hay una enfermedad que todo lo contamina y que se llama violencia. La violencia es la oscura compañera cotidiana de demasiados hombres y mujeres de nuestro planeta. Hay guerras, terrorismo, pobreza y desesperación, abuso del planeta. Se nutre desprecio, se aturde en el odio, se mata la esperanza y se siembra miedo, se golpea a los inocentes, se desfigura la humanidad. La violencia es una tentación para el corazón del hombre, que le dice: «no puede cambiar nada». Este pesimismo hace creer que es imposible vivir juntos.
Desde Nápoles podemos decir con más fuerza que ayer que quien usa el nombre de Dios para odiar al otro, para cometer actos de violencia, para hacer la guerra, blasfema contra el nombre de Dios.
Como nos dijo Benedicto XVI: «No se puede justificar nunca el mal y la violencia invocando el nombre de Dios».
Inclinándonos ante nuestras tradiciones religiosas, hemos escuchado el dolor del sur del mundo, y hemos experimentado el peso del pesimismo que se eleva desde el siglo XX con su carga de guerras y de ilusiones caídas. Se necesita la fuerza del Espíritu de amor que ayuda a reconstruir y reunir una humanidad divida. La fuerza del espíritu cambia el corazón del hombre y la historia.
Entrando en lo profundo de nuestras tradiciones religiosas, hemos redescubierto cómo, sin diálogo, no hay esperanza, y uno queda condenado al miedo al otro. El diálogo no anula las diferencias. El diálogo enriquece la vida y deshace el pesimismo que lleva a ver en el otro una amenaza. El diálogo no es la ilusión de los débiles, sino la sabiduría de los fuertes que saben confiar en la fuerza débil de la oración: la oración cambia el mundo y el destino de la humanidad. El diálogo no debilita la identidad de nadie, sino que mueve a cada uno a ver lo mejor del otro. Nada se pierde con el diálogo, todo es posible con el diálogo.
A quien sigue matando, a quien sigue sembrando terrorismo y hace la guerra en el nombre de Dios, le repetimos: «¡Alto! ¡No matéis! La violencia es siempre un fracaso para todos».
Nos comprometemos a buscar y a proponer a nuestros hermanos en religión el arte de convivir. No hay alternativa a la unidad de la familia humana. Se necesitan constructores valientes, en todas las culturas, en todas las tradiciones religiosas. Necesitamos la globalización del espíritu que permite ver lo que ya no se puede ver, la belleza de la vida del otro, en toda circunstancia, incluso en la más difícil.
Nuestras tradiciones religiosas nos enseñan que la oración es una fuerza histórica que mueve a los pueblos y las naciones. Humildemente ponemos esta sabiduría antigua al servicio de todos los pueblos y de cada hombre y mujer para abrir una nueva estación de libertad del miedo y del desprecio del otro. Es el espíritu e Asís que aquí, desde Nápoles, se opone con fuerza y valentía al espíritu de violencia y a todo abuso de la religión como pretexto para la violencia.
Convencidos de que, por este camino, la paz puede convertirse en un don para todo el mundo, nos encomendamos al Altísimo.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
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Oct 23, 2007 00:00