NÁPOLES, sábado, 27 octubre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció el historiador Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de San Egidio, ante la asamblea plenaria del encuentro de representantes religiosos por la paz que convocó este movimiento en Nápoles del 21 al 23 de octubre.
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Un humo de pesimismo insidia a menudo nuestros ojos. No logramos ver el futuro. Siempre se pueden encontrar razones para justificar el pesimismo. Existen. Muchas razones se encuentran en la violencia cotidiana en los rincones del mundo. Violencia terrorista, violencia criminal en un mondo que, para más de la mitad de la población, es urbanizado. Mundo de ciudades más que de campo. Violencia de la guerra, ennoblecida con facilidad, como instrumento normal y necesario para solucionar los conflictos. Son muchas las razones que justifican el pesimismo, hijo de un gran miedo de los demás. El humo del pesimismo no deja ver el rostro humano del otro y, en el fondo, justifica la violencia. El pesimismo en cambio parece la verdad ineluctable de la historia.
Pero el miedo, para pueblos, naciones, culturas, no es solo sentimiento. Se convierte en política. Es la incapacidad de un gran diseño que hace que un país y el mundo sean mejores. El miedo se convierte en cultura. Es la cultura del desprecio por el otro, porque pertenece a otra religión, a otra etnia, es distinto. La cultura del desprecio es antigua como la historia del hombre pero, en este tiempo de globalización, tiene una reviviscencia impresionante. Somos muchos. Nos queremos proteger y separar de los demás.
El virus del desprecio produce efectos dañinos y a largo plazo. Queridos amigos, el desprecio hacia el pueblo hebreo produjo el Holocausto. El desprecio ha destruido puentes fecundos entre musulmanes y cristianos, construidos en el pasado. La seguridad del desprecio alimenta el terrorismo en nombre de la religión, que golpea sin ver el rostro de quien tiene delante. El desprecio, día tras día, excava abismos.
Si realiza a menudo aquella cadena mortal de la cual escribe el profeta Oseas: «Si siembran viento, cosecharán tempestad». Pero hoy parece que no haya miedo por la tempestad que está llegando; que no se tema el abismo por el que se camina.
Ante un mundo tan grande, en el cual gracias a la globalización vemos todo somos presa de un pánico de lo inmenso. Más aún el vértigo de la globalización. Y tenemos miedo. Miedo, desprecio, en el fondo pereza mental, contraposiciones, agresividad, desinterés… todo se puede adscribir a un mundo prisionero del vértigo de la globalización.
Claro, en el mundo de hoy, se siente la nostalgia de una interpretación omnicomprensiva. La proporcionaban las ideologías, que acabaron. Eran ídolos que daban la seguridad de tener entre las manos la fórmula para luchar para un radiante porvenir. Así pues se quebró el providencialismo de la economía que, con el desarrollo de los mercados, prometía paz y libertad. Vimos que la democracia no es un mesianismo al cual convertir, sino una historia que construir dentro de pueblos concretos. Entonces, ¿después de la edad de las ideologías, después de las ilusiones de la década de los noventa, llega el tiempo del pesimismo y de las razones de la fuerza?
Interpretar el horizonte internacional como choque de civilizaciones y de religiones es ideológico: significa querer encontrar un motor de la historia, como hacían las ideologías. Pero tiene una repercusión concreta: lleva a despreciar al otro y a creer que en su destino, en sus cromosomas religiosos, está escrita la guerra contra mí.
La renuncia a pensar en un destino común de la humanidad, en un bien común, que es en primer lugar la paz, se alimenta de la ilusión de que existe mi paz, prescindiendo de la paz de todos. La renuncia a trabajar por un destino común de la humanidad lleva a rehabilitar la guerra y no garantiza la paz para mí. Hoy la paz es más global que ayer.
¿Son ilusiones ante un destino inevitable o a poderosas fuerzas de la historia? El hombre creyente sabe que no hay nada inevitable. La historia es rica en cambios repentinos y milagros. Es rica en momentos inesperados, en fuerzas sumergidas que emergen. Lo digo, con convicción personal y con la de mis amigos de Sant’Egidio: convicción que nace de confrontarse cotidianamente con las heridas de los pobres y de los países pobres, porque no somos profesionales del diálogo, sino amigos de los pobres y hostiles a la guerra, madre de todas las pobrezas. De ahí el amor por el diálogo.
El espíritu tiene una fuerza, humilde y humillada, que puede mover montañas. La Pira, un gran italiano, hombre del encuentro, escribió a Juan XXIII en 1959: «La oración es una fuerza histórica que mueve los pueblos y las naciones». En Birmania hemos visto la fuerza desarmada de los monjes: y hoy escucharemos a uno de ellos. Hace quince años, en Mozambique, vimos el milagro de la paz de un pueblo que se reconcilia, por el que San Egidio ha trabajado mucho (y siento el deber de saludar a los amigos mozambiqueños, entre los que saludo con gran respeto a la Sra. Guebuza). Los hombres y las mujeres del espíritu tienen una fuerza profunda.
Los líderes religiosos, que respondieron a la convocatoria de Nápoles, lo hicieron porque no ceden al pesimismo. Creen que la realidad no es solo la que se ve, que se compra, que se gana con la lucha, que se conquista: es también el mundo del espíritu. Lo dicen las grandes religiones con lenguas, teologías, distintas. Las religiones no son ni iguales ni equivalentes. No lo digo solo como creyente, sino como persona que se dedica a la vida de los pueblos. Todas las religiones recuerdan, en maneras diferentes, que el espíritu da la vida, que el espíritu hace vivir y que sin el espíritu se construye un mundo en el cual nos ahogamos.
El mundo del espíritu no es una realidad premoderna, eliminada por el progreso. Es antigua como las montañas, decía Gandhi. Pero es una estructura decisiva de la existencia humana.
Los líderes religiosos que respondieron a la convocatoria de Nápoles manifiestan su interés por estar juntos. Sabemos bien que las religiones pelearon y rivalizaron. Pero también es verdad que las corrientes espirituales profundas las atravesaron y las hermanaron. ¿Cómo no recordar el monaquismo que, en diferentes mundos religiosos, de Asia a Occidente, inspiró existencias humanas y hermanó historias de espíritus? Hay una historia secreta de comunicaciones íntimas entre los creyentes y entre los santos. Ningún hombre es una isla, decía el grande monje Thomas Merton; pero además ningún mundo, ninguna religión es realmente una isla.
Los religiosos, respondiendo a la invitación de Nápoles, dicen con voz alta y fuerte que tienen la intención de dialogar y que creen en el diálogo. ¿Es una moda? El diálogo es algo intrínseco a las religiones: nace en la misma oración que es diálogo, aunque es silencio, escucha, y en cualquier manera afirman que no somos autosuficientes, sino necesitamos a Aquel que está mucho más allá de nosotros.
Los líderes religiosos dan muestra de los tesoros de sabiduría, tesoros bruñidos por siglos de historia y por las vivencias de millones de creyentes. «Si no se espera nada del otro, el diálogo nace ya muerto», escribió el monje Enzo Bianchi. ¡Qué tristeza cuando millones de hombres con su amor, su dolor, su fe, no significan nada para mí y no espero nada de ellos! La expectativa de los demás, que son distintos, es el inicio de la esperanza y la base de la amistad: los demás, que no creen como yo, existen, me interesan, merecen respeto, tienen algo que decirme, vivo con ellos… Confluir hacia un lugar de diálogo, hoy Nápoles, demuestra que las religiones no quieren el distanciamiento sino el diálogo. El diálogo ayuda al espíritu a soplar con más fuerza. Saludo con gratitud a las insignes personalidades aquí reunidas, que nos da
n esperanza.
Confluyen en Nápoles. La invitación que han aceptado les ha llegado de la Comunidad de San Egidio, a la que muchos de ustedes han acompañado a lo largo de más de veinte años de camino en el espíritu de Asís. Pero la invitación viene de esta Iglesia de Nápoles y de su arzobispo, el cardenal Sepe, que vive unos momentos complicados en una ciudad grande, hermosa, pero llena de problemas. Nápoles, en el mundo, tiene una imagen de ciudad de violencia. Es cierto que en Nápoles existe violencia, al igual que en otras grandes ciudades del mundo. Pero está floreciendo una gran esperanza. El cardenal Sepe, arzobispo de Nápoles, es testigo y protagonista de una nueva etapa de esperanza en esta ciudad, hermosa y fuerte: es una etapa que ahonda sus raíces sobre todo en motivos espirituales. Junto con el cardenal, gran amigo mío desde hace muchos años, aprovecho la ocasión para saludar al Presidente de la Región, al Presidente de la Provincia y al Alcalde de Nápoles, y agradecerles por cuanto han hecho para nuestro encuentro.
La invitación para venir a Nápoles sigue la estela del inolvidable encuentro de Asís que Juan Pablo II quiso celebrar en 1986: «Aquel encuentro –escribió a la Comunidad de Sant’Egidio aquel Papa– tenía una fuerza espiritual desgarradora: era como una fuente a la que se vuelve… una fuente capaz de desencadenar nuevas energías de paz». ¡Lo fue y lo será cada encuentro en el nombre de la paz!
Religiones milenarias no ceden ante la resignación, provocada por la emoción del momento o de una imagen televisiva. Desde siempre el valor de la paz está vinculado al mundo del espíritu. Los espirituales pueden y deben hablar de los problemas del mundo (y lo haremos en estos días): lo harán con políticos, hombres de cultura, laicos. En este tiempo es muy necesario dialogar, cuando se dibujan en el horizonte fuerzas desestabilizadoras, terrorismo, amenazas de guerra y de una guerra que puede sobrepasar un territorio.
¡Hace falta una nueva audacia para hablar de paz en el nombre del espíritu y del hombre! Es una nueva iniciativa que debe florecer en las encrucijadas de la historia, en los lugares de oración. Debe florecer en la cultura y en la práctica de la convivencia, en el arte del diálogo, en la sinceridad de la amistad. Se ha avanzado mucho, pero ahora la situación exige algo más. Hace falta una iniciativa convincente de paz. Cuando florecen el diálogo y el espíritu se crea simpatía entre los hombres, los pueblos y las religiones. Simpatía que todos necesitamos, que los humildes necesitan, que las civilizaciones necesitan, ante el lento proceso de distanciamiento entre mundos y civilizaciones, que corre el peligro de provocar terremotos.
El florecimiento del diálogo de paz y en el espíritu debe reunir a multitud de mundos que van hacia el distanciamiento. Hay fronteras delicadas, como las de la relación entre Asia y Occidente, sobre la que se negocia mucho y se reflexiona poco; las de la vital relación entre África y Europa. África, que a menudo queda apartada al margen de la historia, tiene una función vital. Y aprovecho la ocasión para saludar con respeto y amistad al Presidente de la República de Tanzania, un país en el que musulmanes y cristianos viven juntos en paz y en simpatía. Hay fronteras delicadas como las de la Unión Europea. Recientemente el Presidente Prodi ha contribuido enormemente para que sean una propuesta de civilización en el mundo. Lo saludo y le doy las gracias por su presencia y su interés. El distanciamiento de los mundos produce separación y posteriormente violencia.
La violencia ha sido la compañera de viaje del gran y dramático siglo XX. La paz que se esperaba al final del siglo no llegó. La violencia ha significado muerte, privación de libertad y vidas atropelladas. La violencia quiere destruir la humanidad del hombre y hacer de él un no-hombre. Esta era la violencia del «gulag» y del «lager». Es la violencia que utiliza los símbolos religiosos. La declaración del Bósforo, bajo los auspicios del patriarca Bartolomeo, afirma: «La explotación de los símbolos religiosos para apoyar la causa de un nacionalismo agresivo es una traición de la universalidad de la fe…».
El siglo pasado conocimos muchas violencias: la de la economía, la de dejar morir a multitud de personas de sida por falta de cuidados; la violencia absurda contra las mujeres, con la que se quiere humillar a la compañera y la madre del hombre; y, por último, la inútil pero reveladora violencia contra los lugares de culto (sinagogas, mezquitas, iglesias, templos) que quiere borrar la pista de la vida espiritual de la tierra de los hombres. Un lugar de oración, aunque ya no se utilice, recuerda siempre que la paz es el nombre de Dios: es un monumento de paz y de espíritu.
Hoy el mundo necesita una iniciativa desinteresada de paz en el nombre del Espíritu. Es conquistar los corazones al respeto del hombre. Es hacer crecer en las mentes el sentido de la unidad de la familia humana. Es, en definitiva, una cultura del espíritu que libra de la violencia y de sus raíces. Las religiones pueden hacer mucho, si escuchan el grito de dolor y la petición alarmada que llega de tantos lugares del mundo. Benedicto XVI (y estamos emocionados por las palabras de aliento que hoy ha dirigido a una delegación de esta asamblea), con serena claridad, ha afirmado: «El espíritu de Asís, que desde aquel evento continúa difundiéndose por el mundo, se opone al espíritu de violencia, al abuso de la religión como pretexto para la violencia».
Por eso estoy convencido de que estos tres días en Nápoles, de diálogo, de amistad, de oración, reforzarán un vínculo que permitirá que los mundos religiosos estén menos solos, que la paz sea más fuerte, que las religiones sean más amigas. El espíritu de Asís se convierte en espíritu de Nápoles, quiere ser el espíritu de un mundo de paz.