Mensaje de Pascua del patriarca latino de Jerusalén

Su Beatitud Fouad B. Twal

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JERUSALÉN, martes 7 de abril de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje de Pascua que ha escrito el patriarca latino de Jerusalén, Su Beatitud Fouad B. Twal.

* * *

Queridos hermanos y hermanas:

Henos aquí en el umbral de la Semana Santa, la Gran Semana y la cumbre del año cristiano. Durante esta semana bendita, Dios nos da la gracia de revivir el acontecimiento de la Salvación: con Jesús y en Jesús, vamos a pasar de la muerte a la vida, vamos a despojarnos del hombre viejo para revestirnos del hombre nuevo. Esta semana es el resumen de toda nuestra vida cristiana.

¡Pero no nos engañemos! Los relatos de la Pasión, de la Muerte y de la Resurrección de nuestro Señor Jesús no relatan solamente acontecimientos históricos terminados, de los cuales haríamos piadosa memoria cada año pero permaneciendo nosotros en el exterior del drama que se representa… ¡No!, ¡Estamos dentro del drama y el drama se desarrolla en nuestro interior! ¡Participamos en el misterio de la Salvación y el misterio de la Salvación se realiza en nosotros! Es por esto que nosotros nos reconocemos muy bien en cada personaje de este acontecimiento pascual: en Jesús y sus sufrimientos, los mismos que se repiten en cada uno de nosotros a lo largo de toda nuestra vida: hambre, traición, cansancio, injusticia… en Pedro, impulsivo, generoso, pero muy vulnerable; en Judas y los Apóstoles; en Pilatos y los jefes de los sacerdotes, que juzgan y golpean sin misericordia; en la muchedumbre que a veces aclama y a veces ruge; en la Virgen María, cuyo corazón es traspasado por una espada, pero que acompaña a Jesús en su Camino hacia la Cruz y permanece a su lado en los momentos más dramáticos, en silencio pero en un abandono confiado y total; en los soldados que se burlan, golpean o son indiferentes a los sufrimientos de Cristo; en Verónica y las santas mujeres que lloran y tratan de aliviar los sufrimientos del Maestro; en Simón de Cirene y José de Arimatea; en el Buen Ladrón que invoca a Jesús y logra, en los últimos momentos de su vida, robar el paraíso mismo…     En nuestra vida, somos, uno después de otro, cada uno de estos personajes.

Pero Aquel que atrae más nuestra mirada, que nos toca, nos conmueve y nos transforma desde el interior, es Cristo Jesús. Es de Él que no debemos apartar nuestra mirada a lo largo de toda esta Semana Santa…. Es hacia Jesús que debemos girar nuestros ojos y nuestro corazón «para conocerlo a Él, el poder de su Resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a resucitar de entre los muertos» (Fil 3, 10-11).

Vivimos este drama sagrado desde el interior, hagamos una inmersión en el tiempo y volvamos dos mil años atrás a esta misma ciudad de Jerusalén, a sus callejuelas estrechas y sinuosas, consumidas por el tiempo y por los hombres que testimonian el acontecimiento más importante de la historia humana: la Redención. Unámonos al grupo de los Apóstoles y a la muchedumbre de los peregrinos que llegan de todos los rincones del mundo, sigamos a Jesús que lleva nuestras mismas cruces y esforcémonos por entrar con amor en comunión con sus sufrimientos, con Su Muerte y con Su Resurrección.

Es Domingo de Ramos. La ciudad de Jerusalén está de fiesta, la fiebre mesiánica alcanza su paroxismo. Nosotros también, venidos de todo el país con nuestros feligreses, nuestros jóvenes y nuestros scout, mezclados con los numerosos grupos de turistas, de peregrinos y de soldados, nosotros formamos parte de la muchedumbre, al lado de los apóstoles, de los discípulos y de los niños entusiastas. Con ellos gritamos: «¡Un gran profeta ha aparecido entre nosotros!» «¡Dios ha visitado a su pueblo!» «Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en Nombre del Señor!» Estamos alegres, en fiesta y  alabanza. Aclamamos este Mesías que ha realizado tantos signos y prodigios alrededor nuestro y en nosotros, y que enseña con mucha autoridad que Él es el enviado de Dios. Estamos orgullosos de ser de su séquito, de los suyos, de ser vistos en su compañía. Como un rey es aclamado, y nosotros estamos felices de ser parte de su corte…. ¡Cómo tenemos razón!     Pero ¿comprendemos bien en ese momento que Jesús es el Mesías Eterno, el Salvador de la Humanidad, y que se sitúa bien por debajo de nuestros sistemas humanos, de nuestras estructuras políticas y de nuestras divisiones?    ¿Qué imagen tenemos de Cristo Jesús? Y, por consiguiente ¿cuáles son los signos característicos de nuestra identidad cristiana?     ¿Sólo estamos orgullosos de formar parte de un grupo separado, conducido por un jefe poderoso? O ¿estamos deslumbrados delante del inmenso amor de Cristo por nosotros, y deseosos de amarlo a contracambio?

Jueves Santo, el ambiente es muy diferente de aquel del último domingo. Ha atardecido. Ha caído el sol. Participamos con los discípulos de la última comida de Jesús. La atmósfera es solemne, misteriosa, densa. La tristeza oprime nuestros corazones, sin que sepamos explicar por qué…. no comprendemos realmente el sentido de lo que ocurre. Las palabras del Maestro nos parecen oscuras, sus gestos enigmáticos. «Tomad y comed, Esto es Mi Cuerpo…. Tomad y bebed, Esta es Mi Sangre…».Luego nos da sus últimas recomendaciones, su testamento. ¿Por qué? ¿Va a morir Él, que ha resucitado tantos muertos? ¿Va a partir, va a dejarnos, Él que ha caminado con nosotros durante tres años enteros? «¡Maestro! ¿Adónde vas? Allí dónde Yo voy, no podéis venir ahora» (Jn 13, 36). ¡Y he aquí que el Maestro se arrodilla delante de nosotros para lavarnos los pies! Él de quien Juan el Bautista declaró no ser digno de tocar los pies…. Como Pedro, estamos desconcertados por la humildad de Jesús. ¡Cómo es diferente del Rey y del Mesías que esperamos!… «No he venido para ser servido sino para servir y dar mi vida en rescate por la multitud». Después, lo acompañamos hasta el Huerto de los Olivos, del otro lado del Cedrón. Jesús está oprimido, angustiado. Él nos conduce con Pedro, Santiago y Juan, y nos pide velar junto a Él. Pero nuestros párpados están pesados, tan pesados como nuestros corazones, y nosotros nos dormimos, dejando al Maestro sufrir solo su agonía… ¡Perdónanos, Señor, por «no haber podido velar una hora contigo»!Llega entonces una tropa con armas, conducidas por Judas. «¡Traidor!» le gritamos. Querríamos golpearlo, matarlo por haber traicionado al Maestro… Pero nosotros mismos, ¿Cuántas veces hemos traicionado la confianza del Maestro y la de nuestros amigos, de nuestros seres queridos o de nuestros superiores? Y, como los discípulos, a menudo huimos en el momento en que nuestra presencia y nuestro testimonio serían más necesarios. Sin embargo, como Pedro, le habíamos dicho a Jesús: «¡Daré mi vida por ti!» (Jn 13, 37); y también: «¡Aunque todos se escandalicen, yo no!» (Mc 14, 29). «¡Aunque todos cayesen, yo no!»¡Señor, perdona nuestras cobardías! Más tarde, en la noche, Pedro dirá tres veces: «No conozco a este hombre». En cada uno de nosotros hay un Pedro, pequeño o grande, que tiene la audacia de prometer milagros y la osadía de renegar. ¡Señor, perdona nuestras negaciones!

Viernes Santo. Jesús pasó la noche en prisión, solo, angustiado. Como nunca Él habrá rezado con el Salmo 87, 7.19: «Me has echado en lo profundo de la fosa, en las tinieblas, en los abismos. Mi compañía son las tinieblas»… Luego, por la mañana, fue llevado al tribunal de Pilatos como un criminal, lo llevaron a Él, el inocente… y ha sido juzgado al final de un proceso inicuo, Él, el justo Juez de vivos y muertos… y ha sido condenado Él que jamás condeno a nadie… lo han flagelado cruelmente, a Él que acarició la cabeza de los niños pequeños y tocó con dulzura a los leprosos y a los enfermos pa
ra curarlos… Lo han condenado a muerte a Él que es la Resurrección y la Vida de los muertos… ¿Cómo los hombres se han podido hacer culpables de una tal injusticia, de una tal ceguera, de un tal desencadenamiento de odio?… ¿Cómo hemos podido infligir todo eso a Jesús?…      Y he aquí, Jesús, el Mesías que hemos tanto aclamado hace unos días, que sale  tambaleándose ante Pilatos, portando sobre sus hombros su pesada Cruz. Camina por las callejuelas estrechas, sinuosas y en subida de Jerusalén. Nosotros, seguimos la escena, pero de lejos; así, nadie notará nuestra presencia… tenemos demasiado miedo de sufrir y de morir como Él. Los soldados gritan y golpean al Maestro para estimularlo y despertar las últimas fuerzas que le quedan. ¡Y he aquí que Jesús cae! Ver a nuestro Maestro caer, Él a quien hemos contemplado de pie en la gloria sobre el monte Tabor… Tres veces cae, pero se alza y sigue fatigosamente su «Vía Crucis»… Llegado al Gólgota, es crucificado entre dos malhechores. María su Madre está cerca de Él, con otras mujeres. Juan también está allí. ¡Qué terrible espectáculo! Es demasiado fuerte para soportar…. Nuestro corazón está dividido entre la compasión y la confusión. La compasión por el Maestro que sufre el martirio ya que «no ha hecho nada malo», más aún «ha pasado siempre haciendo el bien». La confusión, porque este Maestro que mucha veces ha revelado su poder en palabras, deja hacer a los hombres y queda mudo «como una oveja delante de los trasquiladores»… este Maestro que mucha vez ha revelado su poder en hechos, queda impotente… Tenemos ganas de decir a veces, con los jefes de los sacerdotes: «¡Pero baja de la cruz! Sálvate a Ti mismo, Tú que has salvado a tantos otros!» (Mt 27, 42).

Ver a Jesús en Cruz es una prueba para nuestra fe. Ha cumplido muchas señales durante su ministerio público… pero esta vez, ¿Dónde está la señal? ¿Cuál es el sentido de todo esto? Es entonces, que Jesús clama con un gran grito: «¡Dios Mío, Dios Mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Luego expira. Ha muerto. Todo está terminado. ¿Para qué quedarse allí a mirarlo, a contemplar este piadoso fracaso? Regresemos a nuestros hogares.

Hoy, Sábado Santo, todo está vacío. El Maestro ha muerto. Nuestras esperanzas más locas se han desvanecido. Estamos reunidos con los apóstoles y los discípulos, y nosotros examinamos nuestra tristeza, nuestro desengaño, pero también nuestra vergüenza y nuestra culpabilidad de no haber estado «a la altura» de los hechos. El único consuelo que encontramos viene  de María, la Madre. Ella sufre, eso se ve, pero al mismo tiempo está en paz. Nos invita a creer, a esperar contra toda esperanza. Jesús no puede ni engañarse ni engañarnos. La luz va a resplandecer. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Y por qué todo eso? Es el día de los «por qué», pero ninguna respuesta llega todavía… Sólo el corazón de Madre de María presiente lo indecible…. María cree con todo su corazón, con toda su alma y con toda su fuerza. Hagamos como Ella.

Domingo de Resurrección. Ante todo, tenemos dificultad a creer lo que María Magdalena y las mujeres vinieron a contarnos. ¡Dicen haber visto al Maestro viviente! Dicen que nos espera en Galilea. Habladurías de buenas mujeres, nada más…. Y sin embargo…Y, sin embargo, ¿si fuese cierto?He aquí que Pedro y Juan corren al Sepulcro. Nosotros los seguimos. Late con fuerza el corazón en nuestro pecho…. ¿Qué ha ocurrido? ¿Alguien ha robado el cuerpo? ¿El Sanedrín? ¿Los romanos? Pero no, presentimos que se trata de otra cosa… Fragmentos de palabras del Maestro que estaban dormidas en nosotros vuelven a nuestra memoria. «El Hijo del Hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Lo condenarán a muerte, lo entregarán a los paganos para que sea humillado, flagelado, crucificado. Y el tercer día, resucitará» (Mt 17, 22). Es justo la palabra que los ángeles les han recordado a las mujeres. Pero, ¿Qué significa «resucitar» de entre los muertos?…    ¡En el sepulcro, el cuerpo ha desaparecido! No puede tratarse de un robo ya que, como las mujeres y María Magdalena lo han confirmado, todo está en su sitio: he aquí el sudario, como vacío desde el interior, en el lugar exacto donde el cuerpo había sido depositado… He aquí el lienzo que ceñía la cabeza del Maestro, plegado sobre sí… Pero entonces, ¿Las mujeres habrían dicho la verdad? El Maestro, que había muerto, ¿Está vivo? Con los once discípulos, vamos de prisa a Galilea, a la montaña que Jesús había indicado. El Maestro nos espera en Galilea. Galilea es la Iglesia, es nuestra casa, es allí en donde cumplimos nuestro servicio; Galilea, es cada lugar donde el Señor nos manda para ser los testigos alegres de Su Muerte y Su Resurrección. Llegamos a la montaña. ¡El Maestro está allí! ¡Sí, en verdad es Él en Persona! Al mismo tiempo, diferente y el mismo. ¡Sí, de igual modo, en verdad somos nosotros! Los mismos, y sin embargo muy diferentes.Con Tomás exclamamos: «¡Señor Mío y Dios Mío!» Con María le decimos con todo nuestro corazón: «¡Rabuní!» ¡Sí, Cristo ha resucitado! ¡Ha verdaderamente resucitado! La aventura puede continuar. O mejor dicho: ¡todo puede recomenzar, todo es nuevo! Para nosotros mismos, para nuestro país y para nuestra Iglesia. La Salvación está cumplida y tiene que ser anunciada a todos los hombres. La Pascua se cumplió de nuevo en nuestras Iglesias, nuestras casas, en nuestras ciudades y aldeas, en nuestras comunidades parroquiales, en los monasterios de nuestros monjes y religiosas, en nuestras almas y en nuestros corazones, y sobre los hermosos rostros de todos nuestros queridos peregrinos y turistas. ¡El ‘Aleluya’ resuena de nuevo! ¡Hay fiesta! Y participando en nuestra alegría, Jesús nos dice: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). ¡Él ha resucitado, ha verdaderamente resucitado! Os deseo a todos vosotros unas Felices Pascuas.           

+ Fouad Twal, Patriarca        

Jerusalén, abril de 2009

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ZENIT Staff

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