ASÍS, domingo, 19 abril 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la conferencia que dictó el padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., el 15 de abril, en el Capítulo de las Esteras celebrado en Asís con motivo del VIII Centenario de la aprobación de la Regla de san Francisco.
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.
«Observamos la Regla que hemos prometido»
Asís, 15 de abril de 2009 – Capítulo de las Esteras
en el VIII Centenario de la aprobación de la Regla de san Francisco
1. El carisma en el estado naciente
Mi reflexión empieza con una pregunta: ¿qué recordamos exactamente en este año 2009? No la aprobación de la «Regla que hemos prometido», que es la Regla Bulada, sino la aprobación oral, por parte del Papa Inocencio III, de la primitiva regla, perdida, de san Francisco. Dentro de catorce años, en 2023, se celebrará el centenario de la Regla Bulada y en esa ocasión, podemos estar seguros, se hablará a todo campo de ella y de su importancia. Este año tenemos una oportunidad única para remontarnos al carisma franciscano en su nacimiento, por así decirlo, «en el estado puro». Es un kairòs para toda la orden y el movimiento franciscano; no podemos dejar que pase en vano.
Los sociólogos desde hace tiempo han evidenciado la fuerza y el carácter irrepetible de un movimiento colectivo en su «statu nascenti«. Al hablar de los estados de efervescencia colectiva, Durkheim escribió: «El hombre tiene la impresión de estar dominado por fuerzas que no reconoce como propias, que le arrastran, que él no controla… Se siente transportado de una forma distinta de aquella en la que se desarrolla su existencia privada. La vida aquí no es sólo intensa, sino que es cualitativamente diferente» [1]. Para Max Weber, el nacimiento de tales movimientos está ligada a la aparición de un jefe carismático que, rompiendo con la tradición, arrastra a sus seguidores en una aventura heroica y produce en quien le sigue la experiencia de un renacimiento interior, una «metanoia», en el sentido de san Pablo [2]. La perspectiva de estos autores es sociológica; no explica por sí sola los movimientos religiosos, pero en cambio ayuda a entender su dinámica.
Según Francesco Alberoni son los momentos del origen de las religiones, de la reforma protestante, de la revolución francesa o bolchevique; nosotros podemos añadir sin duda: y del movimiento franciscano. Existe, según Alberoni, una evidente analogía entre el nacimiento de estos movimientos y el fenómeno del enamoramiento [3]. Eso fue, en todo caso, de lo que se trató para Francisco y para sus seguidores: de un enamoramiento.
Hay flores que no se reproducen plantando de nuevo su semilla o un brote de la planta, sino sólo a partir del bulbo que, misteriosamente, se despierta y vuelve a germinar en primavera. Así sucede, entre los que conozco, con los tulipanes y las calas. Creo que también la orden franciscana necesita recomenzar del bulbo. Y el bulbo es la primitiva intuición, o mejor inspiración («El Señor me reveló…»), que Francisco de Asís tuvo en 1209 y que presentó a Inocencio III.
La enorme ventaja de esta fase del carisma franciscano, respecto a la disposición jurídica de 1223, es que esta última se resiente mucho más de las contingencias históricas y de las exigencias jurídicas del momento que la regla primitiva y es por lo tanto menos trasladable a nuestro tiempo. En ésta el movimiento se ha convertido ya en institución, con todos los añadidos, pero también las pérdidas que tal paso implica. Francisco -observa Sabatier- hallará en las normas eclesiásticas, recibidas en la Regla definitiva, «las directivas que darán una forma precisa a ideas intuidas vagamente, pero encontrará en ella también las estructuras en las que su pensamiento perderá algo de su originalidad y fuerza: el vino nuevo se meterá en odres viejos» [4]. Sin restar nada al valor inestimable de la Regla definitiva, es a aquel primer momento originario al que debemos remitirnos si, como se lee en la Carta de los Ministros Generales para este encuentro, deseamos afrontar con éxito «el desafío de la refundación».
Para fortuna nuestra, el contenido de la regla primitiva es una de las cosas mejor conocidas y menos controvertidas de toda la historiografía franciscana, a pesar de que su texto se perdiera. En su bula de aprobación de la Regla de 1223 «Solet annuere», el Papa Honorio III escribe: «Os confirmamos con la autoridad apostólica la Regla de vuestra orden, aprobada por nuestro predecesor el Papa Inocencio, de feliz memoria, y aquí transcrita». Se diría, de estas palabras, que se trata siempre de la misma Regla, sólo «transcrita», esto es, puesta por escrito. Pero sabemos que no es así. Sin ánimo de cargar las tintas, como ha hecho un filón bien conocido de la historiografía franciscana, y hablar de la Regla definitiva como de algo arrancado a Francisco, más que deseado por él, no hay duda de que llovió mucho entre las dos fechas. ¡Y mucho ha llovido también desde la primitiva regla!
Del tenor de esta primitiva regla estamos informados directamente por Francisco, quien escribe en el Testamento: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor Papa me lo confirmó».
Escribe Celano: «Viendo el bienaventurado Francisco que el Señor Dios le aumentaba de día en día el número de seguidores, escribió para sí y sus hermanos presentes y futuros, con sencillez y en pocas palabras una forma de vida y regla, sirviéndose, sobre todo, de textos del santo Evangelio, cuya perfección solamente deseaba. Añadió, con todo, algunas pocas cosas más, absolutamente necesarias para poder vivir santamente» [5].
Las «pocas palabras», puestas por escrito, comprendían sin duda los textos evangélicos que habían impactado a Francisco durante la famosa lectura del evangelio en una Misa y, por lo tanto, los pasajes sobre el envío en misión de los primeros discípulos por parte de Jesús, con las instrucciones de no llevar «ni oro, ni plata, ni pan, ni bastón, ni calzado, ni túnica de repuesto» [6]. Se piensa, no sin razón, que parte de estos textos son los que se contienen en el capítulo primero de la Regla no bulada.
Con todo, éstas no eran más que ejemplificaciones parciales. El propósito verdadero de Francisco se contiene en la expresión que se volverá a encontrar en todos los estadios sucesivos de la Regla y que el santo recalcará en el Testamento: «vivir según la forma del santo Evangelio». El propósito es un retorno sencillo y radical al evangelio, o sea, a la vida de Jesús y de sus primeros discípulos. Justamente los Ministros generales han dado a su carta de convocatoria de este capítulo el título «Vivir según el Evangelio».
2. Carismáticos itinerantes
En esta primera fase, Francisco no analizó los contenidos de su elección: esto es, qué aspectos del Evangelio se proponía revivir. Siguiendo su instinto del «sine glossa», lo tomó en bloque, como algo indivisible. En cambio hoy nosotros podemos destacar algunos contenidos concretos de su opción, basándonos en lo que le vemos emprender antes y después del viaje a Roma y del encuentro con el Papa. Podemos hablar de las tres «P» de Francisco: predicación, plegaria [oración], pobreza.
Lo primero que se pone a hacer Francisco es ir él mismo y enviar a sus compañeros por las aldeas y los pueblos a predicar la penitencia, exactamente como había oído que hacía Jesús. Jesús intercalaba la predicación con los tiempos de oración: de noche, de día, cuando amanecía, al caer la tarde; de la oración partía y a la oración volvía después de sus recorridos; lo mismo hace ahora el pequeño grupo reunid
o en torno a Francisco. La oración era el espléndido remate de todas las actividades del día. Todo ello acompañado de un estilo de vida pobre en el sentido más inclusivo de la palabra, o sea, hecho de pobreza material radical, pero también de pobreza espiritual, o bien de sencillez, humildad, alejamiento de los honores: cosas todas que más tarde Francisco recogerá en el nombre de «Menores», dado a sus frailes.
Hay que poner de relieve un dato importante: esta primitiva experiencia es enteramente laical. El gran historiador Joseph Lortz afirmó con fuerza: «El centro más íntimo de la piedad del santo católico, Francisco de Asís, no es clerical» [7].
La intuición de Francisco halla una singular confirmación en la orientación más reciente de los estudios sobre el Jesús histórico. Ha llegado a ser bastante común definir el grupo de Jesús y de sus discípulos, desde el punto de vista de la sociología religiosa, como «carismáticos itinerantes», aunque el modo con el que algunos entienden esta calificación no carece de pocas reservas [8]. «Carismáticos» indica el carácter profético de la predicación de Jesús, acompañada de signos y prodigios; «itinerantes» su carácter móvil y el rechazo a establecerse en un lugar fijo, confirmado por la expresión de Jesús: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). «¡Carismáticos itinerantes!»: no se podría encontrar una definición más adecuada para el primitivo grupo reunido en torno a Francisco.
3. De Francisco a Cristo
Es momento ahora de intentar pasar a la actualidad para ver qué podemos aprender de este principio de los inicios del movimiento franciscano. El primer peligro, o ilusión, a evitar es el de poder reproducir en las formas externas y concretas la experiencia de Francisco. La vida y la historia son como un río: jamás vuelven atrás.
Los intentos de reformas franciscanas en los que prevalece la atención a los rasgos externos de lo franciscano en el imaginario popular pueden atraer en el momento las simpatías de la gente que admira instintivamente el anticonformismo y un cierto estilo hippie, o bien tiene nostalgia de cierto pasado pre-conciliar, pero no resisten a la prueba del tiempo y de la vida. Lo que se debe reencontrar es la linfa de la que ha nacido el árbol, no replantar en la tierra su ramaje.
Debemos ante todo situarnos en la perspectiva adecuada. Cuando Francisco miraba atrás, veía a Cristo; cuando nosotros miramos atrás, vemos a Francisco. La diferencia entre él y nosotros está toda aquí, pero es enorme. Pregunta: ¿en qué consiste entonces el carisma franciscano? Respuesta: ¡en mirar a Cristo con los ojos de Francisco! El carisma franciscano no se cultiva mirando a Francisco, sino mirando a Cristo con los ojos de Francisco.
Cristo es todo para Francisco: es su única sabiduría y su vida. Antes de convertirse en una visión teológica en san Buenaventura y Scoto, el cristo-centrismo fue una experiencia vivida, existencial e irreflexiva de Francisco. No hay tiempo ni necesidad de multiplicar las citas. Al final de la vida, a un hermano que le exhortaba a que le leyeran las Escrituras, Francisco respondía: «(…) estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» [9].
Estamos en el año paulino y es sumamente instructiva una comparación entre la conversión de Pablo y la de Francisco. La una y la otra se trataron de un encuentro fulminante con la persona de Jesús; ambos fueron «alcanzados por Cristo» (Flp 3,12). Ambos pudieron decir: «Para mí, vivir es Cristo» y «Ya no soy yo quien vivo; es Cristo quien vive en mí» (Flp 1,21; Ga 2,20); ambos pudieron decir -Francisco en un sentido más fuerte todavía que Pablo-: «llevo sobre mi cuerpo las estigmazas de Jesús» (Ga 6,17). Es significativo que los textos de la Liturgia de las Horas y de la Misa de la fiesta de san Francisco estén tomados en gran parte de las cartas de Pablo.
La famosa metáfora de las bodas de Francisco con la Señora Pobreza, que ha dejado huellas profundas en el arte y en la poesía franciscana, puede ser desviadora. El enamoramiento no es de una virtud, aunque fuera la pobreza; el enamoramiento es de una persona. Las bodas de Francisco fueron, como las de otros místicos, un esponsalicio con Cristo. La respuesta de Francisco a quien le preguntaba si quería tomar mujer: «Tomaré la esposa más noble y bella que jamás hayáis visto», normalmente se interpreta mal. Del contexto se deduce claramente que la esposa no es la pobreza, sino el tesoro escondido y la perla preciosa, o sea, Cristo. Comenta Celano: «La esposa es la verdadera religión que abrazó, y el tesoro escondido es el reino de los cielos, que tan esforzadamente él buscó» [10].
4. Una predicación franciscana renovada
A la luz de estas premisas procuremos ver cómo podríamos realizar hoy estos tres aspectos fundamentales de la primitiva experiencia franciscana que he evidenciado: predicación, plegaria [oración] y pobreza.
A propósito del primero, la predicación, habría que plantearse ante todo una cuestión inquietante: ¿qué lugar ocupa actualmente la predicación en la orden franciscana? En una predicación a la Casa Pontificia, brindé en una ocasión reflexiones que creo que pueden servirnos también aquí. En las iglesias protestantes, y especialmente en ciertas iglesias nuevas y sectas, la predicación lo es todo. En consecuencia, a ello se encaminan y encuentran modo natural de expresarse los elementos más dotados. Es la actividad número uno en la Iglesia. En cambio ¿quiénes son los que se reservan a la predicación entre nosotros? ¿Dónde van a parar las fuerzas más vivas y válidas de la Iglesia? ¿Qué representa el oficio de la predicación, entre todas las posibles actividades y destinos de los jóvenes sacerdotes? Me parece vislumbrar un grave inconveniente: que se dediquen a la predicación sólo los elementos que quedan después de la elección por los estudios académicos, por el gobierno, por la diplomacia, por la enseñanza, por la administración.
Hablando a la Casa Pontificia dije: hay que devolver al oficio de la predicación su puesto de honor en la Iglesia; aquí añado: hay que devolver al oficio de la predicación el lugar de honor en la familia franciscana. Me ha impresionado una reflexión de De Lubac: «El ministerio de la predicación no es la vulgarización de una enseñanza doctrinal en manera más abstracta, que sería respecto a aquella anterior y superior. La predicación es, al contrario, la enseñanza doctrinal misma, en su forma más elevada» [11]. San Pablo, el modelo de todos los predicadores, ciertamente anteponía la predicación a cualquier cosa, y todo lo subordinaba a ella. Hacía teología predicando, y no una teología de la que otros dedujeran después las cosas más elementales para transmitir a los fieles en la predicación.
Los católicos estamos más preparados, por nuestro pasado, para ser «pastores» que «pescadores» de hombres; esto es, estamos más preparados para apacentar a las personas que han permanecido fieles a la Iglesia que para traer a ella a nuevas personas, o para «repescar» a las que se han alejado. La predicación itinerante elegida por san Francisco para sí, responde precisamente a esta exigencia. Sería una lástima si ahora la existencia de iglesias y grandes estructuras propias hiciera también de nosotros, franciscanos, sólo pastores y no pescadores de hombres. Nosotros, franciscanos, somos «evangélicos» por nacimiento y por vocación; no debemos permitir que la predicación itinerante, en ciertos continentes -como América Latina-, la lleven a cabo sólo las modernas Iglesias «Evangélicas» protestantes.
Asimismo habría que hacer observaciones importantes sobre el contenido de nuestra predicación. Se sabe que la primitiva predicación franciscana estaba completamente centrada en e
l tema de la «penitencia»; hasta el punto que el primitivo nombre que se dieron los frailes fue el de «penitentes de Asís». Por predicación penitencial se entendía entonces una predicación enfocada en la conversión en el sentido del cambio de costumbres, por lo tanto de carácter moral. Fue el mandato que dio Inocencio III a los frailes: «Id con el Señor, hermanos, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la penitencia» [12]. En la Regla definitiva este contenido moral se especifica: los predicadores deben anunciar «los vicios y las virtudes, la pena y la gloria» [13].
En este punto, un retorno mecánico al origen sería fatal. En una sociedad impregnada toda de cristianismo, el tema de las obras constituía el aspecto sobre el que era más natural y urgente insistir. Hoy ya no es así. Vivimos en una sociedad que en muchos países ha pasado a ser post-cristiana; lo más necesario es ayudar a los hombre a llegar a la fe, a descubrir a Cristo. Por eso no basta con una predicación moral o moralista; se necesita una predicación kerigmática dirigida al corazón del mensaje, que anuncie el misterio pascual de Cristo. Con este anuncio los apóstoles evangelizaron el mundo pre-cristiano y con tal anuncio podemos confiar en re-evangelizar el mundo post-cristiano.
Francisco, y gracias a él también en parte sus primeros compañeros, lograron evitar este límite moralista en su predicación. En él vibra con toda su fuerza la novedad evangélica. El evangelio es de verdad evangelio, o sea, buena nueva; anuncio del don de Dios al hombre antes aún que respuesta del hombre. Dante recogió bien este clima, cuando dice de él y de sus primeros compañeros:
«Su concordia y sus felices semblantes,
su maravilloso amor y la dulzura de sus miradas
fueron causa de santos pensamientos». [14]
Habían hallado -dicen las fuentes- el tesoro escondido y la piedra preciosa, y querían darlo a conocer a todos [15]. El aire que se respira alrededor de Francisco no es el de ciertos predicadores franciscanos posteriores, especialmente en el período de la Contrarreforma, del todo centrada en las obras del hombre, austera y aflictiva, pero de una austeridad más cercana a la de Juan Bautista que a la de Jesús. La imagen misma de Francisco se altera gravemente en este clima. Casi todos los cuadros de esta época le representan en meditación con una calavera en la mano, ¡a él, para quien la muerte era una hermana buena!
Así que sigamos también nosotros, franciscanos, predicando la conversión, pero demos a esta palabra el sentido que le daba Jesús cuando decía: «Convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1,15). Antes de Él, convertirse quería decir siempre cambiar de vida y de costumbres, volver atrás (¡es el sentido del hebreo shub!), a la observancia de la ley y de la alianza quebrantada. Con Jesús ya no quiere decir volver atrás, sino dar un salto adelante y entrar en el reino que ha venido gratuitamente entre los hombres. «Convertíos y creed» no son dos cosas separadas, sino la misma cosa: ¡convertíos, esto es, creed en la buena nueva! Es la gran novedad evangélica y Francisco la acogió instintivamente, sin esperar a la teología bíblica del momento.
5. Una oración franciscana
El segundo elemento que caracteriza la primitiva experiencia de Francisco, como hemos visto, es una intensa vida de oración. En esta fase inicial, la oración franciscana es, como la predicación, una oración carismática. Más adelante, con la clericalización de la orden, el oficio divino se convertirá en la base de la oración de los frailes, pero al inicio no había breviarios ni otros libros. Oraban espontáneamente, como sugería el Espíritu, solos o juntos. Un capítulo de las Florecillas ha conservado un recuerdo de esta oración sin libros de Francisco y de sus compañeros [16].
¿Cómo reencontrar en nuestras comunidades algo de aquella oración espontánea, originaria? Antes de ser la oración de la primitiva comunidad franciscana, fue la oración de la primitiva comunidad cristiana. Pablo escribía a las comunidades: «Cuando os reunís, cada cual puede tener un salmo, una instrucción, una revelación, un discurso en lengua, una interpretación» (1 Co 14,26); y también: «Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor» (Ef 5,19).
Pues digámoslo: la oración común de las comunidades tradicionales corre peligro de reducirse fácilmente a lo que Isaías definía «nociones enseñadas por los hombres», un «honrar con los labios mientras que su corazón está lejos de Él» (Cf. Is 29,13-14). Ciertamente no debemos despreciar la oración litúrgica, pero es necesario sostenerla y mantenerla viva con otros tipos de oración; por sí sola no basta. Conocemos sólo dos tipos de oración: la oración litúrgica y la oración personal. La oración litúrgica es comunitaria, pero no espontánea; la oración personal es espontánea, pero no comunitaria. Se necesita una oración que sea al mismo tiempo comunitaria y espontánea, y esto es lo que llamamos oración carismática -no quién sabe qué extrañas formas de oración-.
Ésta permitiría, en determinadas circunstancias o dentro de la oración litúrgica misma -cuando está consentido-, momentos de auténtico compartir espiritual entre hermanos. De otra forma existe el riesgo de que compartamos todo en nuestras comunidades, excepto nuestra fe y nuestra experiencia de Jesús. Se habla de todo menos de Él.
El Espíritu Santo ha devuelto a la vida este tipo de oración carismática; es la fuerza de casi todas las nuevas comunidades y movimientos eclesiales del post-concilio. Podemos abrirnos a esta gracia sin traicionar en lo más mínimo nuestra identidad; es más, manifestándola. Cuando en la Iglesia apareció la renovación evangélica de Francisco y de las órdenes mendicantes en general, todas las órdenes preexistentes se beneficiaron de esta gracia, viendo en ella un desafío para redescubrir su propia inspiración evangélica de sencillez y pobreza. Lo mismo deberíamos hacer nosotros, órdenes tradicionales, ante los nuevos movimientos suscitados por el Espíritu en la Iglesia.
La oración carismática es esencialmente una oración de alabanza, de adoración, ¿y quién, más que Francisco, ha personalizado este tipo de oración? Un teólogo jesuita, antiguo profesor en la Gregoriana, Francis Sullivan, definió a Francisco de Asís como «el mayor carismático de la historia de la Iglesia». La renovación de la orden franciscana se presenta constantemente ligada, en su historia, a la renovación de la oración; ha partido casi siempre de casas de retiro y de oración.
6. Ser «para los pobres» y «ser pobres»
En cuanto al tercer elemento, la pobreza, diré sólo algo que ayuda a situar el ideal franciscano de la pobreza en la historia de la salvación y de la Iglesia y a ver cómo, también en este punto, Francisco lleva a cabo una vuelta al evangelio.
A propósito de la pobreza, el paso del Antiguo al Nuevo Testamento marca un salto de calidad. Se puede sintetizar así: el Antiguo Testamento nos presenta a un Dios «para los pobres»; el Nuevo Testamento a un Dios que se hace Él mismo «pobre». El Antiguo Testamento está lleno de textos sobre el Dios «que escucha el grito de los pobres», que «se apiada del débil y del pobre», que «defiende la causa de los infelices», que «hace justicia a los oprimidos» [17]; pero sólo el Evangelio nos habla del Dios que se hace uno de ellos, que elige para sí mismo la pobreza y la debilidad: «Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre por vosotros» (2 Co 8,9). La pobreza material, de ser un mal a evitar, adquiere el aspecto de un bien a cultivar, un ideal a perseguir. Ésta es la gran novedad que trae Cristo.
De este modo se aclaran ya los dos componentes esenciales del ideal de la pobreza bíblica, que son: ser «para los pobres» y ser «pobres». La historia de la pobreza cristiana es la historia de la diferente actitud ante estas
dos exigencias.
Una primera síntesis y un equilibrio entre las dos instancias se alcanzó en el pensamiento de hombres como san Basilio y san Agustín, y en la experiencia monástica por ellos emprendida, en la cual, a la pobreza personal más rigurosa, se une una solicitud semejante por los pobres y los enfermos -que se concreta en instituciones adecuadas que servirán, en algunos casos, como modelo para las futuras obras caritativas de la Iglesia.
En la Edad Media, asistimos a la repetición de este ciclo en otro contexto. La Iglesia, y en particular las antiguas órdenes monásticas, bastante enriquecidas en Occidente, cultivan ya la pobreza casi sólo en la forma de la asistencia a los pobres, a los peregrinos, o sea, gestionando instituciones caritativas. Contra esta situación, a partir del comienzo del segundo milenio, se alzan los llamados movimientos pauperísticos que ponen en primer plano el ejercicio efectivo de la pobreza, el retorno de la Iglesia a la sencillez y pobreza del Evangelio.
El equilibrio y la síntesis se realizan, esta vez, por las órdenes mendicantes y en especial por Francisco, quien se esfuerza por practicar, a la vez, un despojo radical y una atención amorosa a los pobres, los leprosos, y sobre todo por vivir la propia pobreza en comunión con la Iglesia, no contra ella.
Con todas las cautelas del caso, podemos tal vez percibir una dialéctica análoga también en la época moderna. La explosión de la conciencia social el siglo pasado y del problema del proletariado rompió de nuevo el equilibrio, impulsando a poner entre paréntesis el ideal de la pobreza voluntaria, elegida y vivida en el seguimiento de Cristo, para interesarse en el problema de los pobres. Sobre el ideal de una Iglesia pobre, prevalece la preocupación «por los pobres» que se traduce en mil iniciativas e instituciones nuevas, sobre todo en el ámbito de la educación de los niños pobres y de la asistencia a los más abandonados. También la doctrina social de la Iglesia es producto de este clima espiritual.
Fue el Concilio Vaticano II el que volvió a poner en primer plano el discurso sobre «Iglesia y pobreza». En la Constitución sobre la Iglesia se lee, al respecto: «Como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino… Cristo fue enviado por el Padre a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos, para buscar y salvar lo que estaba perdido; de manera semejante la Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo» [18]. En este texto se reúnen las dos cosas: ser pobres y estar al servicio de los pobres.
Estos desarrollos también nos interpelan a los franciscanos de hoy. No deberíamos cometer el error de volver a la pobreza como se concebía, en las órdenes religiosas, antes de Francisco, y en la Iglesia universal antes del Vaticano II, o sea, casi sólo como ser «para los pobres», promover iniciativas sociales. A los franciscanos no nos basta con una «opción preferencial por los pobres»; se necesita también una «opción preferencial de la pobreza».
El significado concreto de esto varía de un lugar a otro, y no es mi intención aventurarme en sugerencias prácticas. Sólo digo que comparto la preocupación expresada por mi Ministro general, el padre Mauro Jori, en su reciente carta titulada: «¡Reavivemos la llama de nuestro carisma!», en la que denuncia el peligro, presente en ciertos ambientes, de transformar la opción de la pobreza de san Francisco en una opción de riqueza y de promoción social, que separa de la gente común más de lo que lleva a compartir su tenor de vida.
7. Nuestra situación en la Iglesia
Ahora desearía intentar ver cómo se situó Francisco respecto a la Iglesia de su tiempo y como, con su ejemplo, debemos situarnos los franciscanos de hoy. De las relaciones de Francisco con la Iglesia jerárquica tenemos, como es sabido, dos visiones opuestas: la de la historiografía oficial de la orden, del Francisco «vir catholicus et totus apostolicus», y la de los Espirituales de entonces, hecha propia por Sabatier, que habla de un conflicto más o menos latente y de instrumentalización de Francisco por parte de la jerarquía.
De esta última, por razones obvias de espectacularidad, es de la que se han apropiado en general las películas sobre Francisco. Todos recuerdan la frase que un cardenal pronuncia, con un guiño, en la cinta de Zeffirelli «Hermano sol, hermana luna», después que Inocencio III ha acogido a Francisco: «He aquí un hombre que hablara a los pobres y los llevara de nuevo a nosotros». Hasta la reducción televisiva de hace dos años sobre Francisco y Clara, por otro lado no exenta de valor, se acomoda a tal estereotipo.
La historia raramente transcurre en blanco y negro; con frecuencia prevalecen las medias tintas. Las intenciones humanas, incluso de los responsables de la Iglesia, no son siempre unívocas y puramente espirituales, especialmente en un tiempo como el de Inocencio III, en el que el Papa era la realidad política más visible del mundo occidental. Pero ¿por qué pensar que el Papa y los cardenales intentaran sólo reconquistar a las masas para sí, y no también para Jesucristo y el evangelio? A la interpretación «malévola» de la actitud de la jerarquía podemos, con buenas razones -también históricas-, oponer una interpretación «benévola». La Iglesia jerárquica se da cuenta de que no puede, dado el papel que desempeña en el mundo, llegar directamente a las masas populares en ebullición y ve en Francisco y en Domingo los instrumentos para esta necesidad urgente de la Iglesia frente a la agresividad de los movimientos heréticos.
Contamos con una confirmación de esta intención pastoral y no política de la actitud de Inocencio III, en el origen de la devoción de Francisco por la Tau. En el profeta Ezequiel leemos:
«La gloria del Dios de Israel se levantó de sobre los querubines sobre los cuales estaba, hacia el umbral del templo. Llamó entonces al hombre vestido de lino que tenía la cartera de escriba en la cintura; y el Señor le dijo: ‘Pasa por la ciudad, por Jerusalén y marca una tau en la frente de los hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se comenten en medio de ella'» (Ez 9, 1-4).
En el discurso de apertura del Concilio Lateranense IV en 1215, el anciano Papa Inocencio III retomó este símbolo. Habría querido -decía- ser él mismo aquel hombre «vestido de lino que tenía la cartera de escriba en la cintura» y pasar personalmente por toda la Iglesia marcando una Tau en la frente de las personas que aceptaban entrar en situación de verdadera conversión [19].
Evidentemente no podía hacerlo en persona, y no sólo porque era anciano. Escuchándole, oculto entre la multitud, se piensa que estaba también Francisco de Asís; es cierto, en cualquier caso, que el eco del discurso del Papa llegó hasta él, que acogió el llamamiento y lo hizo suyo. Desde aquel día empezó a predicar, todavía con mayor intensidad que antes, la penitencia y la conversión, y a marcar una Tau en la frente de las personas que se acercaban a él. La Tau se convirtió en su sello. Con ella firmaba sus cartas, la dibujaba en las celdas de los frailes. San Buenaventura pudo decir tras su muerte: «la misión que tuvo fue de llamar a los hombres al llanto y al luto (…) y a grabar en la frente de los que gimen y se duelen el signo Tau» [20]. Por esto a veces Francisco fue llamado «el ángel del sexto sello»: el ángel que lleva, él mismo, el sello del Dios vivo y lo marca en la frente de los elegidos (Cf. Ap 7,2 s.).
Francisco asumió la tarea que la Iglesia jerárquica no podía llevar a cabo, ni siquiera mediante su clero secular. Lo hizo sin espíritu polémico o apologético. No polemizó ni con la Iglesia institucional, ni c
on los enemigos de la Iglesia institucional; con nadie. En ello su estilo es distinto hasta de su contemporáneo Domingo.
Nos preguntamos: ¿qué dice todo esto respecto a nosotros? Por motivos diferentes a los de entonces (¡pero no del todo!), también hoy las masas se han apartado de la Iglesia institucional. Se ha creado un foso. Mucha gente ya no es capaz de llegar a Jesús a través de la Iglesia; hay que ayudarla a llegar a la Iglesia a través de Jesús, recomenzando desde Él y del evangelio. No se acepta a Jesús por amor a la Iglesia, pero se puede aceptar a la Iglesia por amor a Jesús.
He aquí una tarea precisamente de los franciscanos. Estamos en una posición única para hacerlo. Nos predispone a este papel la herencia de nuestro padre Francisco, el inmenso patrimonio de credibilidad que adquirió en toda la humanidad. Su intuición de una fraternidad universal que se extiende a todas las criaturas, acompañada de la opción de la minoridad, hacen de él y de sus seguidores los hermanos de todos, los enemigos de nadie, los compañeros de los últimos. La elección del Papa Juan Pablo II en cuanto Asís, como lugar de encuentro de las religiones, y otras iniciativas innumerables, son una señal de esta vocación de los hijos de Francisco.
La condición para poder desempeñar esta tarea de puente entre la Iglesia y el mundo es tener, como Francisco, un profundo amor y fidelidad a la Iglesia y un profundo amor y solidaridad con el mundo, sobre todo con el mundo de los humildes. Un medio no desdeñable es asimismo nuestro sayal franciscano. A través de él, Francisco se hace presente también visiblemente a los hombres de hoy. Si la gente nunca nos ve con el hábito, ¿cómo puede identificarnos como hijos de Francisco? Estoy convencido de que si los franciscanos dejaran de llevar sistemáticamente el hábito religioso en público, aún cuando se encuentran en países cristianos y católicos, privarían al mundo de un gran don y a sí mismos de una gran ayuda. Con su hábito, Francisco -como dice de Abel la carta a los Hebreos- «defunctus adhuc loquitur»: «aún muerto, habla todavía» (Hb 11,4). Tengo de ello una prueba personal, en la ayuda que encuentro en el hábito durante mi servicio en televisión.
8. Un nuevo Pentecostés franciscano
¿Cómo poner por obra todas las propuestas evocadas y las todavía más numerosas que sin duda surgirán de las intervenciones siguientes? La respuesta nos viene de la palabra pronunciada por Francisco, cercano al final de su vida: «He concluido mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra» [21]. Esta palabra no se dirigía sólo a los presentes, sino a sus seguidores de todos los tiempos.
Estamos llamados a lo que se decía al inicio sobre el carisma franciscano: no consiste en mirar a Francisco, sino en mirar a Cristo con los ojos de Francisco. Hay algo que permanece inmutable desde Francisco hasta nosotros, sean cuales sean los cambios históricos y sociales: el Espíritu del Señor. Toda la vida del Pobrecillo, si se le presta atención, acontece bajo la guía del Espíritu Santo. Casi cada capítulo de su vida se abre con la observación: «Francisco, movido, o inspirado, por el Espíritu Santo, fue, dijo, hizo…».
En la celebración del 1.600 aniversario del Concilio ecuménico Constantinopolitano I -el concilio que definió la divinidad del Espíritu Santo-, el Papa Juan Pablo II escribió: «Toda la labor de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha propuesto e iniciado tan providencialmente… no puede realizarse a no ser en el Espíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su virtud» [22]. Esto vale más que nunca para la renovación de las órdenes religiosas.
Existen sólo dos tipos posibles de renovación: una renovación según la ley y una renovación según el Espíritu. El cristianismo -lo enseña Pablo- es una renovación según el Espíritu (Tt 3,5), no según la ley. En realidad la ley no ha logrado renovar verdaderamente ninguna orden religiosa; saca a la luz la trasgresión, pero no da la vida. Es útil y preciosa si se pone al servicio de la «ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8,2), no si pretende sustituirla.
Si, como escribe santo Tomás de Aquino, también la letra del Evangelio y los preceptos morales contenidos en él matarían si no se añadiera, en su interior, la gracia de la fe y la fuerza del Espíritu Santo [23], ¿qué deberíamos decir de todas las demás leyes positivas, incluidas las leyes monásticas? «La Ley fue dada por medio de Moisés, escribe san Juan, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Jn 1,17). Aplicado a nosotros, esto significa: las reglas fueron dadas por Benedicto, por Francisco, por Domingo, Ignacio de Loyola…, pero la gracia nos viene siempre y solo de Jesucristo.
Debemos preguntarnos qué puede significar para nosotros, franciscanos, acoger la gracia del «nuevo Pentecostés» invocada por Juan XXIII. La segunda generación franciscana se vio a sí misma como la realización de las profecías de Joaquín de Fiore sobre una nueva edad del Espíritu. Había, evidentemente, ingenuidad, si no orgullo, en esta identificación, sin contar con que la tesis misma de una tercera era del Espíritu Santo -sea o no atribuible en esta forma a Joaquín- es herética e inaceptable. Sin embargo hay algo que podemos retener de este discutido capítulo de nuestra historia: la convicción de ser una realidad suscitada por el Espíritu Santo y que está llamada a mantener viva en el mundo la llama de Pentecostés.
El primer capítulo de las Esteras se abrió el día de Pentecostés de 1221; comenzó por lo tanto con el solemne canto del Veni creator que formaba ya parte de la liturgia de Pentecostés. Este himno, compuesto en el siglo IX, ha acompañado a la Iglesia en cada gran evento del segundo milenio cristiano: cada concilio ecuménico, sínodo, cada nuevo año o siglo ha empezado con su canto; todos los santos de estos diez siglos lo han cantado y han dejado en sus palabras la impronta de su devoción y amor al Espíritu.
Con él también invocamos nosotros la presencia del Espíritu sobre este nuevo Capítulo de las esteras. Ven Espíritu creador. Renueva el prodigio obrado al comienzo del mundo. Entonces la tierra estaba vacía, desierta, y las tinieblas cubrían la faz del abismo; pero cuando empezaste a aletear sobre él, el caos se transformó en cosmos (Cf. Gn 1,1-2), o sea, en algo bello, ordenado, armonioso. También nosotros experimentamos un vacío, la impotencia de darnos una forma y una vida nueva. Mueve tus alas, ven sobre nosotros; transforma nuestro caos personal y colectivo en una nueva armonía, en «algo bello para Dios» y para la Iglesia.
Renueva igualmente el prodigio de los huesos secos que vuelven a la vida, se ponen de pié y forman un ejército numeroso (Cf. Ez 37,1 ss.). Nosotros ya no decimos como Ezequiel: «Ven, Espíritu, de los cuatro vientos», como si no supiéramos aún de dónde sopla el Espíritu. En la semana pascual decimos. «¡Ven, Espíritu, del costado traspasado de Cristo en la cruz! ¡Ven de la boca del Resucitado!».
[Traducción del original italiano por Marta Lago]
—————————–
[1] E. Durkheim, Giudizi di valore e giudizi di realtà, in Sociologia e filosofia, Comunità, Milano 1963, pp. 216 s, (cit. da F. Alberoni, Innamoramento e amore, Garzanti, Milano 198625. [2] M. Weber, Economia e società, Comunità, Milano 1961, vol. II, pp. 431 ss. (cit. da Alberoni, ib.).[3] Cf. F. Alberoni, op. cit. pp. 5-9.
[4] P. Sabatier, Vita di san Francesco d’Assisi, Mondadori, Milano 1978, p. 75. [5] Celano, Vita prima, XIII, 32. [6] Cf. Leyenda de los tres compañeros VIII, 25. [7] J. Lordtz, Francesco d’Assisi. Un santo unico, Edizioni Paoline 1973, p. 132. [8] Cf. G. Theissen e A. Merz, Il Gesù storico. Un manuale, Queriniana, Brescia 20032, pp. 235 ss. y la crítica di D.G. Dunn, Gli albori del cristianesimo, I,1, Paideia, Brescia 2006, pp. 71ss. [9] Celano, Vita secunda, LXXI, 105. [10] Cf. Celano, Vita prima, III, 7 (FF, 331). [11] H. de Lubac, Exégèse médiévale, I,2, Parigi 1959, p.670. [12] Celano, Vita prima, XIII, 33. [13] Segunda Regla, cap. IX. [14] Divina Commedia, Paradiso, XI, vv.76-78. [15] Cf. Celano, Vita prima, III, 6-7. [16] Fioretti cap. IX. [17] Sobre esto tema de Dios como soberano justo que defiende a los oprimidos en el Antiguo Testamento, cf. J. Dupont, Le beatitudini, Edizioni Paoline 1976, pp.596 ss. [18] Lumen gentium, 8. [19] Inocencio III, Sermo VI (PL 217, 673-678). [20] S. Buenaventura, Legenda maior, Prólogo, 2. [21] Celano, Vita secunda, CLXII, 214
[22] Juan Pablo II, Carta apostólica «A concilio Costantinopolitano I», in AAS 73 (1981), p. 489.
[23] Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 106, a. 1-2.