Benedicto XVI: Por qué la Iglesia no tiene miedo

Homilía en la solemnidad de Pentecostés

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CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 6 junio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció este domingo de Pentecostés, 31 de mayo, Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro del Vaticano, al presidir la celebración eucarística.

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Queridos hermanos y hermanas: 
Cada vez que celebramos la eucaristía vivimos en la fe el misterio que se realiza en el altar; es decir, participamos en el acto supremo de amor que Cristo realizó con su muerte y su resurrección. El único y mismo centro de la liturgia y de la vida cristiana -el misterio pascual-, en las diversas solemnidades y fiestas asume «formas» específicas, con nuevos significados y con dones particulares de gracia. Entre todas las solemnidades Pentecostés destaca por su importancia, pues en ella se realiza lo que Jesús mismo anunció como finalidad de toda su misión en la tierra. En efecto, mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos:  «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía que en la Iglesia ha llegado a ser la fiesta por excelencia del Espíritu Santo:  «Se les aparecieron unas lenguas como de fuego (…) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. No se lo arrebató a los dioses, como hizo Prometeo, según el mito griego, sino que se hizo mediador del «don de Dios» obteniéndolo para nosotros con el mayor acto de amor de la historia:  su muerte en la cruz.

Dios quiere seguir dando este «fuego» a toda generación humana y, naturalmente, es libre de hacerlo como quiera y cuando quiera. Él es espíritu, y el espíritu «sopla donde quiere» (cf. Jn 3, 8). Sin embargo, hay un «camino normal» que Dios mismo ha elegido para «arrojar el fuego sobre la tierra»:  este camino es Jesús, su Hijo unigénito encarnado, muerto y resucitado. A su vez, Jesucristo constituyó la Iglesia como su Cuerpo místico, para que prolongue su misión en la historia. «Recibid el Espíritu Santo», dijo el Señor a los Apóstoles la tarde de la Resurrección, acompañando estas palabras con un gesto expresivo:  «sopló» sobre ellos (cf. Jn 20, 22). Así manifestó que les transmitía su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo.

Ahora, queridos hermanos y hermanas, en esta solemnidad, la Escritura nos dice una vez más cómo debe ser la comunidad, cómo debemos ser nosotros, para recibir el don del Espíritu Santo. En el relato que describe el acontecimiento de Pentecostés, el autor sagrado recuerda que los discípulos «estaban todos reunidos en un mismo lugar». Este «lugar» es el Cenáculo, la «sala grande en el piso superior» (cf. Mc 14, 15) donde Jesús había celebrado con sus discípulos la última Cena, donde se les había aparecido después de su resurrección; esa sala se había convertido, por decirlo así, en la «sede» de la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 13). Sin embargo, los Hechos de los Apóstoles, más que insistir en el lugar físico, quieren poner de relieve la actitud interior de los discípulos:  «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu» (Hch 1, 14). Por consiguiente, la concordia de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y la concordia presupone la oración.

Esto, queridos hermanos y hermanas, vale también para la Iglesia hoy; vale para nosotros, que estamos aquí reunidos. Si queremos que Pentecostés no se reduzca a un simple rito o a una conmemoración, aunque sea sugestiva, sino que sea un acontecimiento actual de salvación, debemos disponernos con religiosa espera a recibir el don de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra. Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario -sin quitar nada a la libertad de Dios- que la Iglesia esté menos «ajetreada» en actividades y más dedicada a la oración.

Nos lo enseña la Madre de la Iglesia, María santísima, Esposa del Espíritu Santo. Este año Pentecostés cae precisamente el último día de mayo, en el que de ordinario se celebra la fiesta de la Visitación. También la Visitación fue una especie de pequeño «pentecostés», que hizo brotar el gozo y la alabanza en el corazón de Isabel y en el de María, una  estéril  y  la otra virgen, ambas convertidas en madres por una intervención divina extraordinaria (cf. Lc 1, 41-45). También la música y el canto que acompañan nuestra liturgia nos ayudan a «perseverar en la oración con un mismo espíritu»; por eso, expreso mi viva gratitud al coro de la catedral y a la Kammerorchester de Colonia. Para esta liturgia, en el bicentenario de la muerte de Joseph Haydn, se eligió muy oportunamente su Harmoniemesse, la última de las «Misas» que compuso ese gran músico, una sinfonía sublime para gloria de Dios. A todos los que os habéis reunido aquí en esta circunstancia os dirijo mi más cordial saludo.

Los Hechos de los Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan dos grandes  imágenes:  la de la tempestad y la  del  fuego. Claramente, san  Lucas tiene en su mente la teofanía del Sinaí, narrada en los libros del Éxodo (Ex 19, 16-19) y el Deuteronomio (Dt 4, 10-12. 36). En el mundo antiguo la tempestad se veía como signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y aterrorizado. Pero quiero subrayar también otro aspecto:  la tempestad se describe como «viento impetuoso», y esto hace pensar en el aire, que distingue a nuestro planeta de los demás astros y nos permite vivir en él. Lo que el aire es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para la vida espiritual; y, como existe una contaminación atmosférica que envenena el ambiente y a los seres vivos, también existe una contaminación del corazón y del espíritu, que daña y envenena la existencia espiritual. Así como no conviene acostumbrarse a los venenos del aire -y por eso el compromiso ecológico constituye hoy una prioridad-, se debería actuar del mismo modo con respecto a lo que corrompe el espíritu. En cambio, parece que nos estamos acostumbrando sin dificultad a muchos productos que circulan en nuestras sociedades contaminando la mente y el corazón, por ejemplo imágenes que enfatizan el placer, la violencia o el desprecio del hombre y de la mujer. También esto es libertad, se dice, sin reconocer que todo eso contamina, intoxica el alma, sobre todo de las nuevas generaciones, y acaba por condicionar su libertad misma. En cambio, la metáfora del viento impetuoso de Pentecostés hace pensar en la necesidad de respirar aire limpio, tanto con los pulmones, el aire físico, como con el corazón, el aire espiritual, el aire saludable del espíritu, que es el amor.

La otra imagen del Espíritu Santo que encontramos en los Hechos de los Apóstoles es el fuego. Al inicio aludí a la comparación entre Jesús y la figura mitológica de Prometeo, que recuerda un aspecto característico del hombre moderno. Al apoderarse de las energías del cosmos -el «fuego»-, parece que el ser humano hoy se afirma a sí mismo como dios y quiere transformar el mundo, excluyendo, dejando a un lado o incluso rechazando al Creador del universo. El hombre ya no quiere ser imagen de Dios, sino de sí mismo; se declara autónomo, libre, adulto. Evidentemente, esta actitud revela una relación no auténtica con Dios, consecuencia de una falsa imagen que se ha construido de él, como el hijo pródigo de la parábola evangélica, que cree realizarse a sí mismo alejándose de la casa del padre. En las manos de un hombre que piensa así, el «fuego» y sus enormes potencialidades resultan peligrosas:  pueden volverse contra la vida y contra la humanidad misma, como por desgracia lo demuestra
la historia. Como advertencia perenne quedan las tragedias de Hiroshima y Nagasaki, donde la energía atómica, utilizada con fines bélicos, acabó sembrando la muerte en proporciones inauditas.

En verdad, se podrían encontrar muchos ejemplos menos graves, pero igualmente sintomáticos, en la realidad de cada día. La Sagrada Escritura nos revela que la energía capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino la acción del «espíritu de Dios que aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1, 2) al inicio de la creación. Y Jesucristo no «trajo a la tierra» la fuerza vital, que ya estaba en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios que «renueva la faz de la tierra» purificándola del mal y liberándola del dominio de la muerte (cf. Sal 104, 29-30). Este «fuego» puro, esencial y personal, el fuego del amor, vino sobre los Apóstoles, reunidos en oración con María en el Cenáculo, para hacer de la Iglesia la prolongación de la obra renovadora de Cristo.
Los Hechos de los Apóstoles nos sugieren, por último, otro pensamiento:  el Espíritu Santo vence el miedo. Sabemos que los discípulos se habían refugiado en el Cenáculo después del arresto de su Maestro y allí habían permanecido segregados por temor a padecer su misma suerte. Después de la resurrección de Jesús, su miedo no desapareció de repente. Pero en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo se posó sobre ellos, esos hombres salieron del Cenáculo sin miedo y comenzaron a anunciar a todos la buena nueva de Cristo crucificado y resucitado. Ya no tenían miedo alguno, porque se sentían en las manos del más fuerte.

Sí, queridos hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor:  suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador.

Con esta fe y esta gozosa esperanza repitamos hoy, por intercesión de María:  «Envía tu Espíritu, Señor, para que renueve la faz de la tierra».

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ZENIT Staff

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