OVIEDO, jueves, 11 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la meditación que ha escrito monseñor Jesús Sanz Montes, OFM, arzobispo de Oviedo, administrador apostólico de Huesca y Jaca, sobre el Evangelio de este domingo, 14 de febrero (Lucas 6, 17.20-26), sexto del Tiempo Ordinario.
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Monte abajo iba Jesús con aquellos Doce más íntimos, y al encontrarse con un gentío grande de discípulos, los asomará a su «balcón». ¿Qué veis normalmente desde vuestra ventana? -parece preguntarles- El espectáculo humano es a veces tan cruel y cotidiano, que hasta llegamos a pensar que deberá ser así, sin recambio: ricos a costa de pobres, hartos a costa de hambrientos, risotadas a costa de lágrimas, poderosos a costa de sometidos. Jesús proponía otro espectáculo, increíble y paradójico: justamente la inversión de aquel drama: los pobres se hacían reyes, los hambrientos eran saciados, los que lloraban sonreían esperanzados, y los proscritos e insultados saltaban de alegría con una dignidad insólita.
¿Era Jesús un alibí, un supermán vende-lo-todo que buscaba la adhesión de sus asombrados oyentes? En sus palabras no había el más mínimo atisbo de oportunismo demagógico. No estaba Él preparando su campaña comercial ni electoral. Era comenzar a ver asomados al balcón de Dios. Todos los desajustes que se contemplaban desde la ventana del mundo, generaban mal a todos: dolor a quienes los sufrían y soportaban, y vacío a quienes los provocaban y mantenían.. Para los primeros, Jesús abrirá un portillo de esperanza: a pesar de todo y de todos, podéis ser dichosos y bienaventurados. Para los segundos, dará un aviso: ay de vosotros que mancháis la belleza original, ay de vosotros que envilecéis la bondad del principio.
El balcón de las bienaventuranzas no nos invita a cerrar los ojos ante la dura realidad, sino a mirar lo que ésta debería ser, trabajando para que lo sea. Jesús es la primera piedra de ese hogar humano: Él nos ha revelado que la verdadera felicidad que tan torpemente buscan a veces los hombres, no está en ese desajuste que ha merecido el lamento del Señor, sino en su Persona viva, su mensaje y su destino: la misericordia entrañable que nos devuelve la posibilidad de parecernos a Dios, la libertad que nos hace sus hijos, el amor que nos hace hermanos de los demás. Por eso Jesús, monte abajo, mostrará otro balcón desde donde se vislumbra el ocaso del terror, del odio, de las envidias, de las hambres, de las oscuridades. Y dirigiéndose a los suyos les propondrá: no perdáis el tiempo en estériles lamentos, haced un mundo nuevo, empezando por vosotros mismos.
El Cristianismo tiene la misión de estrenar ese cielo ya en la tierra, como primicia del mundo querido por Dios: que hace felices a los hombres, que cambia las tristezas, las hambres, los absurdos… en dicha bienaventurada. Y Jesús invitaba a mirar desde su balcón, haciendo realidad lo que en él se contemplaba. Porque Jesús siempre miraba desde los ojos de Dios. Y nosotros, ¿a qué balcón nos asomamos? Una forma de saberlo es preguntarse qué ven los demás en los cristianos, cuando nos ven vivir y morir, gozar, trabajar, sufrir y reír… desde sus ventanas.