CIUDAD DEL VATICANO, lunes 15 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso pronunciado por el Papa el pasado sábado 13 de febrero, al recibir en audiencia a los participantes en la XVI Asamblea General de la Pontificia Academia para la Vida, que lleva por tema Bioética y Ley Natural.
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Queridos hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
ilustres miembros de la Pontificia Academia Pro Vita
Gentiles señoras y señores
Estoy contento de acogeros y de saludaros cordialmente con ocasión de la Asamblea general de la Pontificia Academia para la Vida, llamada a reflexionar sobre los temas relativos a la relación entre la bioética y la ley moral natural, que parecen cada vez más relevantes en el contexto actual por los constantes avances en este ámbito científico. Dirijo un particular saludo a monseñor Rino Fisichella, presidente de esta Academia, agradeciéndole por las corteses palabras que ha querido dirigirme en nombre de los presentes. Deseo, además, extender mi agradecimiento personal a cada uno de vosotros por el precioso e insustituible empeño que lleváis a cabo a favor de la vida, en vuestros diversos contextos de procedencia.
Las problemáticas que giran en torno al tema de la bioética permiten verificar cómo las cuestiones subyacentes en ella ponen en primer plano la cuestión antropológica. Como afirmo en mi última Carta encíclica Caritas in veritate: «En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia» (n. 74). Ante semejantes cuestiones, que tocan de modo tan decisivo la vida humana en su perenne tensión entre inmanencia y trascendencia, y que tienen gran relevancia para la cultura de las futuras generaciones, es necesario poner en pie un proyecto pedagógico integral, que permita afrontar estas temáticas desde una visión positiva, equilibrada y constructiva, sobre todo en la relación entre la fe y la razón.
Las cuestiones de bioética ponen a menudo en primer plano la referencia a la dignidad de la persona, un principio fundamental que la fe en Jesucristo Crucificado y Resucitado ha defendido desde siempre, sobre todo cuando es desatendido de cara a los sujetos más sencillos e indefensos. También la bioética, como toda disciplina, necesita de una referencia capaz de garantizar una lectura coherente de las cuestiones éticas que, inevitablemente, surgen ante posibles conflictos interpretativos. En este espacio se abre la referencia normativa a la ley moral natural. El reconocimiento de la dignidad humana, de hecho, en cuanto derecho inalienable, encuentra su fundamento primero en esa ley no escrita por mano de hombre, sino inscrita por Dios Creador en el corazón del hombre, que todo ordenamiento jurídico está llamado a reconocer como inviolable y cada persona debe respetar y promover (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1954-1960). Sin el principio fundador de la dignidad humana, sería arduo encontrar una fuente para los derechos de la persona e imposible llegar a un juicio ético sobre las conquistas de la ciencia que intervienen directamente en la vida humana. Es necesario, por tanto, repetir con firmeza que no existe una comprensión de la dignidad humana ligada sólo a elementos externos como el progreso de la ciencia, la gradualidad de la formación de la vida humana o el pietismo fácil ante situaciones límite. Cuando se invoca el respeto por la dignidad de la persona es fundamental que éste sea pleno, total y sin condicionantes, excepto los de reconocer encontrarse siempre ante una vida humana. Ciertamente, la vida humana conoce un desarrollo propio y el horizonte de investigación de la ciencia y la bioética es abierto, pero es necesario reafirmar que cuando se trata de ámbitos relativos al ser humano, los científicos no pueden pensar nunca que tienen en mano sólo materia inanimada y manipulable. De hecho, desde el primer instante, la vida del hombre se caracteriza por ser vida humana y por esto portadora siempre, en todas partes y a pesar de todo, de dignidad propia (cfr Congr. Para la Doctrina de la fe, Instrucción Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética, n. 5). Contrariamente, estaremos siempre en presencia del peligro de un uso instrumental de la ciencia, con la inevitable consecuencia de caer fácilmente en el libre arbitrio, en la discriminación y en el interés económico del más fuerte.
Conjugar bioética y ley moral natural permite verificar lo mejor posible la necesaria e ineliminable referencia a la dignidad que la vida humana posee intrínsecamente desde su primer instante hasta su fin natural. En cambio, en el contexto actual, aun surgiendo con cada vez mayor insistencia la justa reclamación a los derechos que garantizan la dignidad de la persona, se nota que no siempre estos derechos son reconocidos a la vida humana en su desarrollo natural y en los estadios de mayor debilidad. Una semejante contradicción hace evidente el compromiso que hay que asumir en los diversos ámbitos de la sociedad y de la cultura, para que la vida humana sea reconocida siempre como sujeto inalienable del derecho y nunca como objeto sometido al arbitrio del más fuerte. La historia ha mostrado cuán peligroso y deletéreo puede llegar a ser un Estado que procede a legislar sobre cuestiones que tocan a la persona y a la sociedad, pretendiendo ser él mismo fuente y principio de la ética. Sin principios universales que permitan constatar un denominador común para toda la humanidad, el riesgo de una deriva relativista a nivel legislativo no debe ser minusvalorado (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1959). La ley moral natural, fuente de su propio carácter universal, permite conjurar este peligro y sobre todo ofrece al legislador la garantía para un auténtico respeto, tanto de la persona como del entero orden de la creación. Ésta se pone como fuente catalizadora de consenso entre personas de culturas y religiones distintas y permite ir más allá de las diferencias, porque afirma la existencia de un orden impreso en la naturaleza por el Creador y reconocido como instancia de verdadero juicio ético racional para perseguir el bien y evitar el mal. La ley moral natural “pertenece al gran patrimonio de la sabiduría humana, que la Revelación, con su luz, ha contribuido a purificar y a desarrollar ulteriormente» (cfr Juan Pablo II, Discurso a la Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 6 de febrero de 2004).
Ilustres Miembros de la Pontificia Academia para la Vida, en el contexto actual vuestro compromiso parece cada vez más delicado y difícil, pero la creciente sensibilidad de cara a la vida humana anima a proseguir con cada vez mayor empuje y con valor en este importante servicio a la vida y a la educación en los valores evangélicos de las futuras generaciones. Auguro a todos vosotros que continuéis el estudio y la investigación, para que la obra de promoción y de defensa de la vida sea cada vez más eficaz y fecunda. Os acompaño con la Bendición Apostólica, que de buen grado extiendo a cuantos comparten con vosotros este empeño cotidiano.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]