OVIEDO, jueves 25 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la meditación que ha escrito monseñor Jesús Sanz Montes, OFM, arzobispo de Oviedo, administrador apostólico de Huesca y Jaca, sobre el Evangelio de este domingo, 28 de febrero (Lucas 9,28b-36), segundo de Cuaresma.
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No sólo es la voz del tentador la que se nos precipita. Hay también otras voces que Dios mismo nos susurra a la hora de la brisa. Es la escena entrañable del Evangelio de este domingo.
En un atardecer cualquiera, Jesús llevará a Pedro, Juan y Santiago a orar al monte Tabor. Acaso fuera la oración de la tarde, como era costumbre entre los judíos. Y entonces ocurre lo inesperado. La triple actitud ante lo sucedido, es tremendamente humana, y en la que fácilmente nos podemos reconocer: el cansancio, el delirio, y el temor. También nosotros, como aquellos tres discípulos, experimentamos un sopor cansino ante la desproporción entre la grandeza de Dios y nuestro permanecer como ajenos [«se caían de sueño»]. Incluso, ebrios de nuestra desproporción, llegamos a delirar, y decimos cosas que tienen poco que ver con la verdad de Dios y nuestra propia verdad [«no sabían lo que decían»]. Y cuando a pesar de todo vemos que su presencia nos envuelve y abraza, dándonos lo que no esperamos ni merecemos, entonces sentimos confusión, miedo [«se asustaron al entrar en la nube»].
El Tabor, donde los tres discípulos se asomarían a la gloria del Mesías, es contrapunto de Getsemaní en donde los mismos se abrumarán ante al dolor agónico del Redentor. Como ámbito exterior: la nube y la voz de Dios. Como mensaje, escuchar al Hijo amado. Como testigos, Elías y Moisés, preparación de la plena teofanía de Dios en la humanidad de Jesucristo.
Escuchar la palabra del Hijo amado, postrero porta-voz de los hablares del Padre, fue también el mensaje en el Bautismo de Jesús: escuchadle. Un imperativo salvador que brilla con luz propia en la actitud de María: hágase en mí su Palabra; que guardará en su corazón aunque no entienda; e invitará a los sirvientes de Caná a hacer lo que Jesús diga; y por ello Él la llamará bienaventurada: por escuchar la Palabra de Dios cada día y vivirla; incluso al pie de la cruz donde la muerte pendía, María siguió fiel presintiendo los latidos resucitados de la vida.
El delirio de Pedro, deudor de su temor y de su cansancio, propondrá hacer del Tabor un oasis, donde descansar sus sueños, entrar en corduras, y sacudirse sus miedos. Pero Jesús invitará a bajar al valle de lo cotidiano, donde en el cada día se nos reconcilia con lo extraordinario con implacable realismo. La fidelidad de Dios seguirá rodeándonos, con nubes o con soles, dirigiéndonos su Palabra que seguirá resonando en la Iglesia, en el corazón y en la vida.