“Matrimonio no hay más que uno”

Entrevista a José Pedro Manglano

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ROMA, domingo, 2 de mayo de 2010 (ZENIT.org).-Existe un sólo matrimonio: no hay un matrimonio civil y otro religioso. Lo aclara en esta entrevista concedida a ZENIT un escritor y sacerdote, autor de «El libro del matrimonio» (Planeta, 2010), donde repasa esta institución y ofrece claves para comprender lo que él llama «esa misteriosa unión».

Profesor de Antropología en el Centro Universitario Villanueva (Universidad Complutense de Madrid) y capellán, José Pedro Manglano (www.manglano.org) es doctor en Filosofía y combina su trabajo sacerdotal con cursos, conferencias y con la dirección del sello Planeta Testimonio.

Manglano es miembro del Consejo Asesor del Observatorio para la Libertad Religiosa y de Conciencias (www.libertadreligiosa.es).

–Oiga… ¿cuántos matrimonios hay?

–Manglano: Matrimonios no hay más que uno.

No podemos olvidar que solo se casan quienes se casan. ¡Nadie les casa! Cuando hacen el acto libre de entrega total en su ser masculino y femenino, generan una relación particular que llamamos ‘matrimonio’. Consiste en una unión orgánica, de modo que dos forman ‘una sola carne’. Esto -insisto- sólo pueden hacerlo los que se casan. Sólo ellos fundan o crean un nuevo matrimonio.

Por lo tanto, no hay un matrimonio civil y otro religioso. No. Eso son instancias que reconocen o no el matrimonio, el único matrimonio. El Estado dice: ‘Si queréis que yo os reconozca como matrimonio, si queréis que mi legislación sobre el matrimonio se os aplique, yo-Estado os exijo que el consentimiento os lo deis delante de un funcionario, con tantos testigos, que rellenéis estos impresos… y lo que sea’. La pareja que quiere ser reconocida por el Estado hace su matrimonio -¡el único!- del modo establecido por la autoridad civil. Hablamos, entonces
de que esa pareja ha realizado un matrimonio civil.

También la Iglesia, para reconocer a los cristianos su matrimonio, puede exigir unas formalidades en el modo de contraerlo. Entonces hablamos de matrimonio religioso, pero es el único matrimonio.

–La alianza, el arroz, las arras… cuénteme de dónde surge todo esto…

–Manglano: ¡Todo esto! Imposible. Cada una de estas tradiciones se forma en un lugar y momento casi siempre indeterminado, se configura poco a poco, arraiga también en otros lugares…

Se trata de expresiones en lenguaje simbólico. Esto es, las realidades abstractas o espirituales -como puede ser el deseo de prosperidad, el deseo de descendencia, la pertenencia de uno al otro…- se pueden expresar y manifestar de manera física, corporal, material. Los hombres necesitamos hacerlo. Estos símbolos y rituales son profundamente humanos. Conviene conocer su sentido y realizarlos con autenticidad. De lo contrario, se convierten en formalismos o en elementos ornamentales, que terminan por ahogar con liturgias llenas de vacío. 

El arroz, por ejemplo, es una tradición muy joven, importada de Asia. En Oriente el arroz es símbolo de fertilidad y riqueza. Quienes provocan una lluvia de arroz a los nuevos esposos les desean una gran familia y abundancia en todos los sentidos. En las bodas griegas ortodoxas, sin embargo, se arrojaban almendras cubiertas de azúcar o pintadas de rojo. Su significado es el mismo, y proviene de que el almendro es el primer árbol que florece en la primavera.

–El matrimonio es un sacramento de dos, mientras los otros sacramentos son «individuales». ¿Por qué es así?

–Manglano: Efectivamente, son dos quienes ‘sufren’ la acción del Espíritu de Dios, acción que hace de ambos una sola carne. Podríamos hablar que la acción transformadora que opera este sacramento es la de realizar una unidualidad, una comunión total de vida y amor.

A partir de su acto libre por el que deciden unirse, el Espíritu constituye una comunión que la libertad de ambos deberá realizar progresivamente en sus vidas.

Es un sacramento de dos en el sentido de que antes son dos y es un sacramento de uno en el sentido de que después son uno.

–El matrimonio… ¿se descubre o se fabrica?

–Manglano: Me parece que esa es la cuestión moderna más interesante. En un siglo XX marcado por la filosofía de la sospecha –sospecha ante todo lo que parece impuesto al hombre-, decidimos reinventar el matrimonio. Llevamos cincuenta años experimentando, afirmando: ‘el matrimonio es cuestión de que mi pareja nos queremos, y nadie tiene que decirnos cómo vivir, ni darnos reglas que rompan la espontaneidad libre de nuestra relación’.

El Time publicaba recientemente que el último informe del Pew Research Center concluía que los jóvenes del milenio -quienes tienen 18 años- resultan algo convencionales: el 52% de ellos se marcan como primer objetivo ser un padre ejemplar y lograr un matrimonio estable y fiel. Se ve que los inventos han generado más dolor que felicidad. Podríamos decir que el matrimonio institucional -por contraponerlo al matrimonio a la carta fabricado por la pareja- sigue siendo el ideal.

Me ha resultado interesante estudiar esta cuestión en diálogo con las letras de las canciones de Joaquín Sabina. Él afirma que creía que se trataba de estrellas y resultaron ser tubos de neon; esto es, que no se trata de un misterio sino de algo de fabricación cultural. Sin embargo, estoy convencido de que el matrimonio, lejos de inventarlo, nos inventa. El matrimonio tiene su ADN particular, no estipulado por nadie sino por la misma verdad del amor esponsal.

–Históricamente había bodas entre recién nacidos… Hemos mejorado, ¿no?

-P. Manglano: Hemos mejorado mucho, y también hemos empeorado mucho. El matrimonio, en sí mismo, es un modo de vida que hace bueno y feliz al hombre. El matrimonio resulta intensamente atractivo tal y como es, pero está siempre amenazado por la mezquindad de la que es capaz el hombre. El hombre suele atacar -sin mala intención, pero ataca- la verdad del matrimonio para manipularlo según su interés.

En el siglo VIII el resultado de esta manipulación fue éste: cuando los misioneros cristianos llevan el Evangelio a los pueblos bárbaros, en Bulgaria y en otros pueblos germánicos encuentran la tradición de casar a los niños apenas recién nacidos. Era una forma de lograr las alianzas familiares y sus beneficios económicos o políticos, adelantando los tiempos. El protagonismo del casamiento, entonces, no lo tenía el amor. Esto solo llegó en torno al siglo XI, precisamente cuando la teología cristiana estudia la Trinidad y redescubre que Dios es un moviendo eterno de Amor; por lo tanto, el amor es importante, y en los matrimonios deberá respetarse su papel, su insustituible protagonismo.

Sí, en esta percepción hemos mejorado. Pero al mismo tiempo hemos perdido otras percepciones, como el valor liberador de la institución, o la necesidad de la paciencia y el ‘dominio de sí’ para realizar con fidelidad y en plenitud el proyecto creado, o el poder destructor de la anticoncepción…

–Sin vínculos no hay libertad, afirma usted. ¿Es una provocación?

–Manglano: ¡Me gusta! Mientras no se provoca a la razón, el racionalismo nos limita de tal forma el conocimiento que nos alejamos de la belleza de la vida real. Sí, no podemos reducir los misterios de la existencia del hombre a fórmulas matemáticas y silogismos del todo planos. La verdad de los misterios humanos, como lo es el hecho de su libertad, resultan siempre paradójicos para la razón.

Por este motivo he afrontado el tema, de acuerdo con el método de el caso, en diálogo con Antoine de Saint-Exupery y su mujer Consuelo. Son dos personas ‘libertinas’ que esperan en la felicidad que les proporcionará la independencia y autonomía. Saint-Exupery, como
el Principito creado por él, viaja por distintos planetas deseoso de una vida nada encorsetada; conoce otras tantas rosas iguales a la suya… Consuelo, también de planteamientos libertinos, sufre por las ausencias de su marido y las relaciones que mantiene con sus amantes.

Al final Saint-Exupery descubre una gran verdad: su rosa es única, ninguna tiene valor sino aquella a la que se ha entregado; solo quien está domesticado encuentra sentido a su existencia; es entonces cuando el zorro le enseña que domesticar es establecer lazos, crear vínculos. Muchos no saben que el Principito es una carta de amor de Antoine a su mujer, movida por un profundo arrepentimiento.

Así es: si queremos independencia, el matrimonio es mal camino. Si pretendemos ser felices, este vínculo que nos hace a nosotros mismos nos permite ser libres realizando el proyecto concreto que somos. Siendo más intensamente esposo soy más libre, siendo más entera y elegantemente esposa soy más libre. La vida dice que es así, y la razón solo logra vislumbrarlo… y comprobarlo. Así son los misterios humanos.

Por Miriam Díez i Bosch

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ZENIT Staff

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