VALENCIA, sábado, 22 mayo 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor Carlos Osoro, arzobispo de Valencia, con el título «Pentecostés o la hora y era de la Iglesia».
* * *
Nuestro tiempo necesita, más que nunca, la comunicación abierta de la buena noticia, con la misma frescura evangélica que se hizo después de Pentecostés ¡Qué día tan especial Pentecostés! En el mismo inicio de la historia de la Iglesia descubrimos que quienes el día de Pentecostés reciben el Espíritu Santo, están viviendo con toda hondura la experiencia de fidelidad de Dios que cumple su promesa, cuyo contenido se expresa con diversas palabras: koinonía, herencia, vida, justificación, Espíritu, Salvador, filiación bendición, libertad.
Para comprender la grandeza de Pentecostés me referiré brevemente a los profetas y al Concilio Vaticano II que nos iluminan. Y es que el Espíritu va unido al cumplimiento de una promesa para los tiempos finales. Algunos profetas ya habían hablado del Espíritu que Dios derramaría sobre toda carne, de cómo todo el pueblo sería lleno del conocimiento de Dios, que nadie necesitará enseñar a nadie y que todos serían profetas, porque el saber y el amor de Dios llenaría la tierra.
¡Con qué viveza suenan las palabras con las que el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés! Nos dice así: «Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés, a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que, de este modo, los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en su mismo Espíritu. Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna, por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo» (LG 4).
¡Qué maravilla ver la hora y la era de la Iglesia! Todo empezó con la venida del Espíritu Santo o, mejor, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María la madre del Señor. «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 14).
En este inicio del tercer milenio, en el que la humanidad está abierta a tantas cuestiones y sobre ella recaen tantas responsabilidades y tareas, en esta «hora y era de la Iglesia» quiero manifestar la vigencia y actualidad de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, pues a través de él ha habido unas manifestaciones claras del Espíritu Santo que han marcado direcciones y tareas fundamentales. Es verdad que ha sido un Concilio especialmente eclesiológico, y en el que el tema de la Iglesia ha ocupado el centro, pero su enseñanza es esencialmente pneumatológica, está impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo como alma de la Iglesia.
¡Cuántas cosas vienen a mi mente que expresan y manifiestan esta realidad! El Concilio, en sí mismo, ha sido una ratificación de la presencia del Espíritu Paráclito en la Iglesia. Esto nos hace comprender la gran importancia de todas las iniciativas que miran a la realización de su Magisterio, de su orientación pastoral y ecuménica. Desde aquí tenemos que valorar y considerar todas las Asambleas del Sínodo de los Obispos que han tratado de hacer que los frutos de la verdad y del amor sean un bien duradero del pueblo de Dios en su peregrinación, y también de todas las orientaciones a través de las Exhortaciones Apostólicas que nos marcan direcciones y tareas.
A poco que nos fijemos, desde luego que vemos cómo es el Espíritu el que guía a la Iglesia. Y también cómo tienen vigencia las palabras del Concilio: «La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (GS 1).
Urge comunicar a la humanidad la buena noticia de la salvación con el enérgico vigor del Espíritu Santo, tal y como el Señor ha querido. Y todo ello, porque es con esta fuerza con la que se elimina de la vida humana lo más horrible que le puede acontecer al hombre, aquello que decía San Agustín con tanta claridad: «amor de sí mismo hasta desprecio de Dios» (De Civitate Dei XIV, 28: CCL 48, p. 451).
Con la explosión de alegría del Espíritu Santo, todos los cristianos, sacerdotes, religiosos o laicos hemos de comunicar la buena noticia, para que el hombre vea en Dios la fuente de su liberación y la plenitud del bien, eliminando de raíz la propensión a ver en Dios ante todo una propia limitación.
Cuando hay intentos de desarraigar la experiencia de Dios, cuando la ideología de la muerte de Dios o del olvido de Dios amenaza al hombre, es necesario hacer memoria de lo que el Espíritu Santo nos recordaba en el Concilio Vaticano II: «La criatura sin el Creador se esfuma… Más aún, por el olvido de Dios, la propia criatura queda oscurecida» (GS 36). Y es que la ideología de la muerte de Dios o del olvido de Dios o de la marginación de Dios de toda relación con el hombre, en sus efectos demuestra que es a nivel teórico y práctico la ideología de la muerte del hombre.