La teología del cuerpo (III)

Profundizando en el legado de Juan Pablo II

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ROMA, domingo, 23 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la tercera parte de la Lectio magistralis pronunciada por el obispo Jean Laffitte, secretario del Consejo Pontificio para la Familia, en la Facultad de Bioética del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma, el pasado 22 de abril.

La primera parte fue publicada por ZENIT el 20 de mayo y la segunda parte el 21 de mayo. Si prefiere leer el documento de manera conjunta puede hacer en http://www.zenit.org/article-35472?l=spanish 

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e) El lenguaje del cuerpo

Sabemos que el joven perito, en el Concilio Vaticano II, Karol Wojtyla, había participado en la reflexión y en los debates sobre lo que se convertiría en el contenido de la encíclica Humanae Vitae en 1968. La encíclica de Pablo VI dio pie a una contestación contra la enseñanza y la argumentación de la moral conyugal enseñada en ese texto. El arzobispo de Cracovia había comprendido que el corazón de la argumentación debía fundamentarse sobre la afirmación del carácter inseparable de las dos dimensiones del acto conyugal: unitiva y procreadora. Ya la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II había desarrollado este análisis de la naturaleza del acto sexual, que debía reflejar el sentido completo de la entrega mutua y de la procreación humana. El acto conyugal posee una íntima estructura que debe ser respetada: es al mismo tiempo un acto de profunda unión entre los esposos y un acto que, en la medida en que está abierto a la vida, puede tener como consecuencia la venida a la existencia de una nueva persona humana. Este posible efecto no sólo depende de la voluntad de los esposos, como lo demuestra el hecho de que no todos los actos sexuales dan origen a la concepción. Esta observación nos ayuda a recordar que el verdadero artífice de la vida es Dios creador. Sin embargo, los esposos tienen el poder de hacerse disponibles a la eventual acogida de esta nueva vida, actuando de este modo como colaboradores del Creador. Por este motivo, se les llama procreadores. La transmisión de la vida es, por tanto, una forma de servicio. Las dos dimensiones del acto que une profundamente a los esposos no pueden separarse de un acto deliberado de los cónyuges. En su teología del cuerpo, Juan Pablo II recuerda que la Humanae Vitae hacía referencia a las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. La íntima estructura del acto sexual es llamada por el Papa la verdad ontológica del acto. Ahora bien, los actos de los esposos deben expresar esta verdad. Los cónyuges la asumen al quedar abiertos a la transmisión de la vida; es una actitud interior que se hace posible gracias a la virtud de la castidad conyugal. El cuerpo humano es el medio de expresión de todo el hombre, de la persona que se revela a sí misma a través del lenguaje del cuerpo. Este lenguaje, dice Juan Pablo II, tiene un importante significado interpersonal, especialmente cuando se trata de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer. El Papa añade, sin embargo, que en un determinado nivel el lenguaje del cuerpo debe expresar la verdad del sacramento. La participación en el designio eterno de amor de Dios le permite convertirse en una especie de profecía del cuerpo. Juan Pablo II trata de unir de este modo la dimensión sacramental del don de los esposos con la dimensión personalista. De este modo, nos encontramos ante una auténtica revelación del cuerpo que, en el acto conyugal, no sólo significa el amor sino también la posible fecundidad. No es lícito separar el significado unitivo del significado procreador porque tanto uno como otro pertenecen a la verdad del otro: uno se vive junto al otro y, en cierto sentido, el uno a través del otro. No puedo desarrollar aquí toda la fuerza de argumentos de la encíclica Humanae Vitae releída e interpretada por Juan Pablo II, ni las implicaciones éticas que afectan a la paternidad y a la maternidad responsables y al recurso a los métodos naturales para limitar los nacimientos, cuando hay motivos serios (iustae causae). Para Juan Pablo II, la malicia esencial del acto anticonceptivo, es decir, cuando es deliberadamente infértil, se debe al hecho de que viola el orden interior de la comunión conyugal.

f) El sacramento del cuerpo

La relación nupcial entre los cónyuges es el lugar de la presencia de Cristo. La reflexión de Juan Pablo II sobre la sexualidad siempre ha tenido una perspectiva cristológica. Cristo es fuente y modelo de las relaciones entre los cónyuges. El misterio nupcial de amor entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa fundamenta el misterio del matrimonio cristiano. En una visión de fe, la comunión de amor y de vida entre los cónyuges tiene como misión propia, por su naturaleza profética, expresar y hacer actual la unión entre Cristo y su Iglesia. Deberíamos reflexionar sobre la manera en que la Iglesia es verdaderamente una comunión de vida y de amor. Por una parte, en la Iglesia se transmite la vida eterna, pues está fecundada por el don del Espíritu Santo. Por otra parte, la Iglesia es esencialmente una comunión de amor, en la medida en la que el amor infinito la ha hecho nacer del costado traspasado del Redentor. Es interesante observar que en los escritores sagrados y en la gran tradición de los Padres, la unión entre Dios y la Iglesia siempre ha sido descrita en términos inspirados por el amor nupcial. Por ejemplo, en el contexto de una enseñanza conyugal, Pablo hace referencia al modelo de Cristo que cuida de su Iglesia. La Iglesia se alimenta de la espera escatológica de estar eternamente unida a su Señor. De este modo, la unión entre Cristo y la Iglesia se presenta como la celebración de las bodas eternas del Cordero. La analogía entre el amor del Señor por la Iglesia y el amor del esposo por su esposa es una piedra angular de la teología cristiana del matrimonio en san Pablo. Sin embargo, también en este campo de los sacramentos la aportación de la teología del cuerpo de Juan Pablo II es muy original. Comienza con el lazo que une al cuerpo con el sacramento. Como es sabido, todo sacramento presupone una realidad corporal: el sacramento es signo de algo, es una realidad visible que hace referencia a otra realidad escondida. El Papa medita en la Carta a los Efesios. Observa que la realidad invisible que tiene que significar el sacramento es la caridad de Cristo, su amor infinito. Ahora bien, ¿acaso el signo visible del amor de Cristo no es su cuerpo muerto y resucitado? El cuerpo muerto en la Cruz puede ser interpretado sin dificultad como la consecuencia del amor de quien ha entregado la propia vida por la salvación del mundo. Sin embargo, el hecho de que el mismo cuerpo haya resucitado muestra que es también sacramento del amor del Padre, pues el Hijo se ha ofrecido como sacrificio al Padre. La resurrección de Jesús testimonia que su oración al Padre ha sido escuchada. 

El misterio eclesial del amor de los esposos puede ser ampliado, como hace Juan Pablo II, hacia una dirección eucarística. San Pablo recuerda el deber de los maridos de amar a las mujeres como a su propio cuerpo. De este modo, el esposo que ama a su mujer se ama a sí mismo, alimenta su propia carne y, como dice el apóstol, «la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Efesios, 5 29-32).

En su sentido propio, la palabra cuerpo indica el cuerpo sexuado del hombre y de la mujer, que les permite, al unirse, conformar una sola carne. En sentido metafórico la Iglesia es llamada Cuerpo de Cristo. Esto sugiere el lazo profundo que une a todos l
os hombres con el Hijo de Dios. Ya hemos evocado cómo la unión sexual entre el hombre y la mujer debe ser entendida como el don recíproco que cada uno de los dos hace al otro. Sin embargo, la frase de Pablo, según la cual, «nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño», hace referencia implícitamente a la Eucaristía: con su cuerpo Cristo alimenta a la Iglesia. El Papa observa que la analogía entre la relación hombre-mujer y la relación Cristo-Iglesia contribuye a iluminar el misterio divino, en el sentido de que nos enseña algo sobre el amor recíproco que une a Cristo con la Iglesia. Al mismo tiempo, sin embargo, nos enseña también la verdad esencial del matrimonio, cuya vocación consiste en reflejar el don de Cristo a la Iglesia junto al amor de la Iglesia por Cristo. Si el sacramento tiene como fin expresar este misterio divino, tenemos que admitir que no podrá hacerlo nunca completamente. El misterio, de hecho, siempre sobrepasa al sacramento. Pero Juan Pablo II completa su análisis con la observación de que el sacramento, en realidad, va más allá de su significado. No se contenta con proclamar el misterio de manera significativa; está destinado a realizarlo en el hombre.  Y de este modo, en virtud del bautismo de los esposos, su íntima comunión de vida y de amor fundada por el Creador, como ha mostrado Juan Pablo II, es elevada y asumida por la caridad nupcial de Cristo que la apoya con su fuerza de redención. La luz de la Redención consiente al Papa dar a la teología del cuerpo su dimensión más profunda. El centro de la atención se concentra aquí en la Última Cena. En el momento de la comunión más intensa con los discípulos, Jesús anticipa la entrega libre que hace de sí mismo. No sólo afirma que el pan y el vino que les da de comer y de beber son su cuerpo y su sangre, sino que expresa el valor de sacrificio, haciéndolo sacramentalmente presente. El cuerpo entregado y la sangre derramada ya no sólo tienen el significado de un símbolo: se ofrecen como comida y bebida para los discípulos que, unidos a Jesús y entre sí, se unen corporalmente con él. Quedar unido corporalmente con Cristo quiere decir estar asociado a su propio sacrificio redentor. La unidad en la caridad es exigida para recibir digna y eficazmente el cuerpo y la sangre de Cristo. Este don se hace a toda la Iglesia, Esposa de Cristo. El Papa muestra de este modo que la esencia de la Eucaristía es nupcial, pues es el don que el esposo hace a  su esposa y que la esposa acoge en la fe. 

Sin esfuerzo podéis imaginar el interés de esta reflexión para una auténtica espiritualidad conyugal. Sólo presento algunas sendas de exploración: la Eucaristía refuerza y regenera la comunión entre los esposos; revela a los esposos cristianos la verdadera identidad eucarística del matrimonio; es en cierto sentido memoria del don que los esposos se han hecho uno al otro; la luz eucarística permite concebir la unión de los esposos en su dimensión adecuada de entrega total, abierta a una fecundidad que la trasciende.  

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]


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ZENIT Staff

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