Cardenal Bertone: De la vida como posesión a la vida como don

Homilía del secretario de Estado en la misa de la vigilia de la solemnidad de la Virgen de Fátima

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 21 mayo 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció el cardenal secretario de Estado, Tarcisio Bertone, durante la misa que presidió, en nombre del Papa, la víspera de la solemnidad de la Virgen de Fátima en el atrio de la basílica mariana. Instantes antes, Benedicto XVI había dirigido, desde la capilla de las apariciones, la oración del rosario acompañado de medio millón de peregrinos.

* * *  

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

amados hermanos y hermanas en el Señor,
queridos peregrinos de Fátima

Dice Jesús: «Si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 18, 3). Para entrar en el Reino, hemos de hacernos humildes, cada vez más humildes y pequeños, lo más pequeños posible: éste es el secreto de la vida mística. La verdadera vida espiritual comienza con un auténtico acto de humildad, renunciando a la difícil posición de sentirse siempre el centro del universo y abandonándose en los brazos del misterio de Dios, con alma de niño.

En los brazos del misterio de Dios. En Él no hay sólo potencia, ciencia, majestad; hay también infancia, inocencia, ternura infinita, porque Él es Padre, infinitamente Padre. No lo sabíamos antes, ni podíamos saberlo; ha sido necesario que enviase a su Hijo para que lo descubriésemos. El Hijo se ha hecho niño y, de esta manera, ha podido decirnos que nos hiciéramos niños para entrar en su Reino. Siendo Dios de infinita grandeza, se ha hecho tan pequeño y humilde ante nosotros, que solamente los ojos de la fe y de los sencillos lo pueden reconocer (cf. Mt 11, 25). Así, ha puesto en cuestión el instinto natural de protagonismo que reina en nosotros: «Ser como Dios» (cf. Gn 3, 5). Pues bien, Dios ha aparecido en la tierra como niño. Ahora sabemos cómo es Dios: es un niño. Teníamos que verlo para creerlo. Ha aprovechado nuestra imperiosa necesidad de sobresalir, pero ha cambiado su objetivo, proponiéndonos ponerla al servicio del amor; sobresalir sí, pero como el más pacífico, indulgente, generoso y servicial de todos: el siervo y el último de todos.

Hermanos y hermanas, ésta es «la sabiduría que viene de arriba» (cf. St 3, 17). En cambio, la «sabiduría» del mundo alaba el éxito personal y lo busca a toda costa, quitando de en medio sin miramientos a quien obstaculiza la propia superioridad. A esto llaman vida, pero el rastro de muerte que deja, lo contradice. «El que odia a su hermano -lo hemos oído en la segunda lectura- es un homicida. Y sabéis que ningún homicida lleva en sí la vida eterna» (1 Jn 3, 15). Solamente quien ama al hermano posee en sí la vida eterna, es decir, la presencia de Dios, el cual, por medio del Espíritu, comunica al creyente su amor y lo hace partícipe del misterio de la vida trinitaria. En efecto, así como un emigrante en un país extranjero, aunque se adapte a la nueva situación, conserva -al menos en el corazón- las leyes y las costumbres de su pueblo, así también, cuando Jesús vino a la tierra, trajo consigo, como peregrino de la Trinidad, el modo de vivir de su patria celeste, que «expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 470). En el Bautismo, cada uno de nosotros ha renunciado a la «sabiduría» del mundo y se ha convertido a la «sabiduría de arriba», manifestada en Cristo Jesús, Maestro incomparable en el arte de amar (cf. 1 Jn 3, 16). Jesús ha dicho que dar la vida por el hermano es el culmen del amor (cf. Jn 15, 13); lo ha dicho y lo ha hecho, mandándonos amar como Él (cf. Jn 15, 12). El gran desafío es pasar de considerar la vida como posesión a verla como don, y aquí se nos revela -a nosotros mismos y a los demás- quiénes somos y quiénes queremos ser.

El amor fraterno y gratuito es el mandamiento y la misión que el divino Maestro nos ha dejado, capaz de convencer a nuestros hermanos y hermanas en humanidad: «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros» (Jn 13, 35). A veces, nos quejamos de la marginación del cristianismo en la sociedad actual, de la dificultad para trasmitir la fe a los jóvenes, de la disminución de las vocaciones sacerdotales y religiosas… y se podrían añadir otros motivos de preocupación; de hecho, no es extraño que nos sintamos perdedores a los ojos del mundo. Sin embargo, la aventura de la esperanza va más allá. Nos dice que el mundo es de quien más lo ama y mejor se lo demuestra. En el corazón de toda persona hay una sed infinita de amor; y nosotros, con el amor que Dios derrama en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5), podemos saciarla. Naturalmente, nuestro amor debe expresarse no «de palabra y de boca, sino de verdad y con obras», respondiendo con alegría y generosidad con nuestros bienes a las necesidades de los necesitados (cf. 1 Jn 3, 16-18).

Queridos peregrinos y cuantos me escucháis, «compartid con alegría, como Jacinta». Así reza el lema que este Santuario ha querido recalcar en el centenario del nacimiento de la vidente privilegiada de Fátima. En este mismo lugar, hace diez años, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II la elevó a la gloria de los altares junto con su hermano Francisco; han recorrido, en poco tiempo, la larga marcha hacia la santidad, guiados y sostenidos por las manos de la Virgen María. Son dos frutos maduros del árbol de la Cruz del Salvador. Al verlos, nos damos cuenta de que ésta es la estación de los frutos… frutos de santidad. Viejo tronco lusitano de savia cristiana, con las ramas extendidas hacia otros mundos y allí enterradas como brotes de nuevos pueblos cristianos, la Reina del Cielo ha plantado en ti su pie -pie victorioso que aplasta la cabeza de la serpiente embaucadora (cf. Gn 3, 15)- para buscar a los pequeños del Reino de los cielos. Fortalecidos con la vigilia de esta noche y con los ojos atentos a la gloria de los beatos Francisco y Jacinta, aceptad el reto de Jesús: «Si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 18, 3). Para personas carcomidas por el orgullo como nosotros, no es fácil hacerse niños. Por eso, Jesús nos advierte duramente: «No entraréis». No hay alternativa. Portugal, no te resignes a formas de pensar y de vivir que no tengan futuro, porque no se apoyen sobre la certeza firme de la Palabra de Dios, del Evangelio. «¡No temas! El Evangelio no está contra ti, sino en tu favor… En el Evangelio, que es Jesús, encontrarás la esperanza firme y duradera a la que aspiras. Es una esperanza fundada en la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. Él ha querido que esta victoria sea para tu salvación y tu gozo» (Juan Pablo II, Exhort. Ap. Ecclesia in Europa, 121).

La primera lectura nos muestra cómo Samuel ha encontrado un guía en el Sacerdote Elí. Éste demuestra, en su relación con el muchacho, toda la prudencia que se requiere para la tarea del verdadero educador, pues es capaz de intuir el tipo de experiencia profunda que Samuel está viviendo. Nadie puede decidir sobre la vocación de otro; por eso, Elí orienta a Samuel a la escucha dócil de la palabra de Dios: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3, 10). En cierto modo, podemos leer desde esta misma perspectiva la Visita del Santo Padre, que se desar
rolla bajo el lema: «¡Papa Benedicto XVI, contigo caminamos en la Esperanza!». Son palabras que expresan tanto una común confesión de fe y manifestación de adhesión a la Iglesia a través de su fundamento visible que es Pedro, como un aprendizaje personal de confianza y de lealtad con relación a la guía paterna y sabia de aquel que el Cielo ha elegido para indicar a la humanidad de este tiempo el camino seguro para alcanzarlo.

Santo Padre, «contigo caminamos en la Esperanza». Contigo aprendemos a distinguir entre la gran Esperanza y las esperanzas pequeñas y siempre limitadas como nosotros. Cuando, rodeados de la decepción general de quienes se quedan en las pequeñas esperanzas, sintamos la alternativa de Jesús, la gran Esperanza: «¿También vosotros queréis marcharos?», fortalécenos tú, Pedro, con tu palabra de siempre: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios» (Jn 6, 68-69). Verdaderamente -nos recuerda el Pedro de hoy, el Papa Benedicto XVI-, «quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando ‘hasta el extremo’, ‘hasta el total cumplimiento’ (cf. Jn 13,1; 19,30)» (Enc. Spe salvi, 27).

Queridos peregrinos de Fátima, que el Cielo sea siempre el horizonte de vuestra vida. Si os dicen que el Cielo puede esperar, os engañan… La voz que viene del cielo no es como estas voces, semejantes a la legendaria sirena embaucadora, que dormía a sus víctimas antes de echarlas al abismo. Desde hace dos mil años, comenzando por Galilea y hasta los confines de la tierra, resuena la voz del Hijo de Dios que dice: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios» (Mc 1, 15). Fátima nos recuerda que el cielo no puede esperar. Por eso, pidamos con confianza filial a Nuestra Señora que nos enseñe a traer el Cielo a la tierra: ¡Oh, Virgen María, enséñanos a creer, adorar, esperar y amar contigo! Indícanos el camino hacia el Reino de Jesús, la vía de la infancia espiritual. Tú, Estrella de la Esperanza, que anhelante nos esperas en la Luz sin ocaso de la Patria celeste, brilla sobre nosotros y guíanos en las vicisitudes de cada día, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

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ZENIT Staff

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