CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 30 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la meditación de monseñor Charles Scicluna, promotor de Justicia de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pronunciada durante la solemne adoración de reparación y de oración de intercesión por la santificación de los sacerdotes, que se convocó este sábado por la mañana en la Basílica de San Pedro. ZENIT mantiene en negrita las notas originales del autor.
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[Pasaje del Evangelio: Marcos 9, 33-37, 41-50; 10, 13-16]
La lectura del pasaje evangélico nos ofrece una descripción sintética pero estupenda de la relación dulce y tierna de Jesús con los niños. Esta escena, central y emblemática para quien está llamado a ser discípulo de Cristo, marca los versículos 36-37 del capítulo 9 de Marcos y se repite en el capítulo 10 en los versículos 13-16: «Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos» (Marcos 9, 36).
«Le presentaban unos niños para que los tocara […] Abrazaba a los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos» (Marcos 10, 13.16).
Nuestra presencia aquí, hoy; vuestra presencia ante el Altar de la Cátedra en la presencia de Jesús Eucaristía, quiere hacerse eco del amor, del cuidado y de la solicitud que la Iglesia, Esposa de Jesús, ha tenido siempre por los niños y por los débiles.
Siguiendo las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, atesorando la obra de Santo Tomás de Aquino en la Catena Aurea, podemos observar que, para Teofilacto, el niño es la imagen elocuente de la inocencia. Juan Crisóstomo comenta que el Señor aprecia en él la humildad y la sencillez «porque este pequeño estaba limpio de envidia, de vanagloria y de todo deseo de primacía» (Hom. in Matt. 58). Beda el Venerable exalta en el niño la ausencia de malicia, la sencillez sin arrogancia, la caridad sin envidia, la devoción sin ira (Comm. in Marc. 3,39).
El niño se convierte en imagen del discípulo que quiere ser «grande» en el Reino de los Cielos. El Señor Jesús amonesta a los suyos porque, nada más advertirles por segunda vez sobre la exigencia de la cruz (Marcos 9, 30.32), se perdieron a lo largo del camino en discusiones entre ellos sobre quién era el más grande. «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos«. ¡Cuántos pecados se cometen en la Iglesia por la arrogancia, por la ambición insaciable, por el abuso y la injusticia de quien se aprovecha del ministerio para hacer carrera, para aparecer, por fútiles y miserables motivos de vanagloria!
««El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado« (Marcos 9, 37).
Recibir al niño, abrir el corazón a la humildad del niño, recibirlo en el nombre de Jesús, significa asumir el corazón de Jesús, los ojos del Maestro; implica una apertura al Padre y al Espíritu Santo. Exclama Teofilacto: «¡Ved qué grande es la humildad! Permite recibir al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo».
«Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él« (Marcos 10, 15).
Recibir el Reino de Dios como un niño significa recibirlo con corazón puro, con docilidad, abandono, confianza, entusiasmo, esperanza. Todo esto nos lo recuerda el niño. Todo esto hace al niño precioso a los ojos de Dios y a los ojos del verdadero discípulo de Jesús.
Por el contrario, ¡qué árida se vuelve la tierra y qué triste el mundo cuando esta imagen tan hermosa, este icono tan santo, es pisoteado, roto, ensuciado, abusado, destruido! Sale del corazón de Jesús un grito cuyo eco resuena profundamente: «¡Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis!» (Marcos 10, 14). No seáis tropiezo en su camino hacia mí, no obstaculicéis su progreso espiritual, no dejéis que queden seducidos por el maligno, no hagáis de los niños el objeto de vuestra impura codicia.
«Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen, mejor le es que le pongan al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y que le echen al mar« (Marcos 9, 42). Gregorio Magno comenta de este modo estas terribles palabras de Jesús: «En sentido místico, en la piedra de moler se representan las vueltas y trabajos de la vida del mundo, así como lo profundo del mar significa la condenación más terrible. Por eso, quien después de haber emitido profesión de santidad destruye a los demás con la palabra o el ejemplo, hubiera sido realmente mejor para él que sus actos le provocaran la muerte cuando era seglar en vez de que su ministerio sagrado le presentara como ejemplo para los demás en sus culpas, pues si hubiera caído solo su tormento en el infierno hubiera sido más tolerable».
Pero el Señor, que no goza con la pérdida de sus siervos y no quiere la muerte eterna de sus criaturas, enseguida añade remedio a la condena, medicina a la enfermedad, alivio al peligro de la eterna condenación. Utiliza las palabras fuertes del Cirujano Divino que corta para curar, amputa para sanar, poda para que la vid produzca mucho fruto:
«Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela» (Marcos 9, 43).
«Si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo» (Marcos 9, 45).
«Si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo» (Marcos 9, 47).
Varios Santos Padres interpretan «la mano», «el pie», «el ojo», como el amigo querido, con el que compartimos nuestra vida, al que estamos ligados con vínculos de afecto, concordia y solidaridad. Hay un límite a este vínculo. La amistad cristiana se somete a la ley de Dios. Si mi amigo, mi compañero, la persona a la que quiero es ocasión de pecado para mí, es un obstáculo en mi peregrinar, no tengo otra opción, según el criterio del Señor, que cortar este vínculo. ¿Quién negaría el tormento de tal opción? ¿No se trata de una cruel amputación? Y sin embargo, el Señor es claro: es mejor para mí entrar solo en el Reino (sin una mano, sin un ojo, sin un pie), que con mi amigo ir «a la gehena, al fuego que no se apaga» (Marcos 9,43; Cf. también Marcos 9, 45.47).
Pero diría que esta imagen tan fuerte de los miembros de mi cuerpo me pone sin demasiada confusión frente al espejo de mi conciencia. La referencia a la mano, al pie, al ojo, me recuerdan las palabras dolidas del Apóstol Pablo en la carta a los Romanos:
«Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Romanos 7, 21-25).
El apóstol de los gentiles, que se hizo testigo del Evangelio de la Gracia (Cf. Romanos 1, 16), no se rinde ante nuestra propensión al pecado. Exhorta a los Romanos con palabras de fuego que invitan a la conversión y a la fidelidad: «Si en otros tiempos ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y al desorden hasta desordenaros, ofrecedlos igualmente ahora a la justicia para la santidad» (Romanos 6, 19).
El Señor nos enseña, por lo tanto, otra exigencia sublime del discipulado, una medicina preventiva que Jesús Eucaristía, Fuego de Amor, propone hoy también a vosotros, jóvenes comprometidos en la formación al ministerio sagrado y eclesial: «todos han de ser salados con fuego« (Marcos 9, 49).
El fuego arde, inflama, purifica. Es sign
o elocuente del Espíritu Santo. Según las bellísimas palabras del Santo Padre, pronunciadas en esta Basílica de San Pedro el domingo pasado, solemnidad de Pentecostés:
«El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin consumirse (Cf. Éxodo 3,2). Es una llama que arde, pero no destruye; que, así, inflamando hace emerger la parte mejor y más verdadera del hombre, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor. Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús, que las Sagradas Escrituras no recogen, pero que quizá sea auténtico; reza así: ‘Quien está cerca de mí está cerca del fuego’ (Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En efecto, en Cristo habita la plenitud de Dios, que en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado hace poco que la llama del Espíritu Santo arde pero no se quema. Y, sin embargo, realiza una transformación y, por eso, debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo. Pero este efecto del fuego divino nos asusta, tenemos miedo de que nos «queme», preferiríamos permanecer tal como somos. Esto depende del hecho de que muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por un lado, queremos estar con Jesús, seguirlo de cerca; y, por otro, tenemos miedo de las consecuencias que eso conlleva».
«Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos que el Señor Jesús nos diga lo que repetía a menudo a sus amigos: ‘No tengáis miedo’. Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a las debilidades humanas. Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo. El dolor que nos produce es necesario para nuestra transformación. Es la realidad de la cruz: no por nada en el lenguaje de Jesús el ‘fuego’ es sobre todo una representación del misterio de la cruz, sin el cual no existe cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas palabras de vida, elevamos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor! Sabemos que esta es una oración audaz, con la cual pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre todo que esta llama -y sólo ella- tiene el poder de salvarnos. Para defender nuestra vida, no queremos perder la eterna que Dios nos quiere dar. Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime».
«Todos han de ser salados con fuego« (Marcos 9, 49).
La sal preserva de la corrupción, da sabor. Los Santos Padres ven en ella la imagen de la continencia y de la sabiduría. El apóstol Pablo exhortaba a los Colosenses (4, 6): «Que vuestra conversación sea siempre amena, sazonada con sal, sabiendo responder a cada cual como conviene». La sal, por lo tanto, es el Señor Jesucristo que ha preservado a todo el mundo de la corrupción y ha dado la gracia a los suyos, a nosotros, de ser sal y luz de la tierra (Mateo 5, 13).
«Buena es la sal; mas si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis? Tened sal en vosotros y tened paz unos con otros« (Marcos 9, 50).
Esta es la invitación que Jesús, el Maestro, nos dirige a todos hoy, en esta solemne adoración de reparación y de oración de intercesión en sintonía con el Santo Padre Benedicto XVI. Oímos la llamada del Señor. No queremos disipar el entusiasmo de nuestra respuesta. No queremos que nuestra sal pierda su sabor. A los pies de la Eucaristía, hacemos nuestra la oración que la Iglesia dirige a Jesús, presente en el Altar, durante la Santa Misa:
«Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles ‘La paz os dejo, mi paz os doy’, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén» (Misal Romano).
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]