YAMBIO, Sudán, domingo, 13 de junio de 2010 (ZENIT.org).- Ser pastor de una grey sudanesa es tanto un privilegio como una carga, afirma el obispo de la diócesis de Tombura-Yambio; quien en su vida también ha conocido lo que significa ser refugiado.
El obispo más joven de la Iglesia católica en Sudán, monseñor Edward Hiiboro, está al frente de una diócesis muy grande aunque materialmente muy pobre, situada en el sur de Sudán.
Según el último censo, hay cerca de 2 millones de personas en esa región, y 900.000 de ellas son católicas. Es una diócesis antigua: en 2011, celebrará los 100 años de cristianismo.
Esta región está aislada de los principales pueblos y ciudades de Sudán. La comunicación es muy difícil, lo que contribuye al atraso de la zona, y se enfrenta a un problema importante: la construcción y reconstrucción de estos lugares.
Sudán, el país más grande del continente africano, ha sido azotado desgraciadamente por una larga guerra civil por motivos de desigualdad racial y cultural.
En esta entrevista, el obispo cuenta su experiencia de trabajar y vivir en los campos de refugiados, sus razones para la esperanza, y sus metas para la gente de su diócesis.
–¿Usted también nació en el sur de Sudán?
—Monseñor Hiiboro: Sí, nací en el sur de Sudán. Nada más nacer, dos meses más tarde, hubo un ataque a mi aldea y mataron a mi madre, y fui criado por mi abuela que huyó de la guerra a la República del Congo.
Permanecí allí nueve años. Crecí en un campo de refugiados. Volví a Sudán en 1972 tras el acuerdo de paz de Addis Abeba, y continué mis estudios que fueron de nuevo interrumpidos por la guerra de 1983. Huimos a Jartum donde acabé mi seminario.
Así que soy un refugiado por los cuatro costados, una persona desplazada, y sé lo que significa salir del propio país o abandonar mi país sin nada de qué disponer; así que cuando esta gente vuelve a casa, veo de verdad las dificultades y sé en qué situación se encuentran.
–¿Y cómo ha sido capaz de conservar su fe hasta el final a lo largo de este difícil camino?
—Monseñor Hiiboro: Bien, tengo que estar agradecido a mi abuela. La criaron como católica.
Cuando era pequeño me enseñó a rezar. Ahora para mí es un hábito.
Ella me despertaba siempre y me decía: «¿Has rezado?». Así que antes de irme a la cama rezábamos. Cuando me levantaba por la mañana me decía: «Ahora tienes que rezar. Tienes que dar gracias a Dios de que estemos vivos».
Y he aprendido a lo largo de mi vida a ver a Cristo en cada situación. Y eso se ha convertido en mi lema ahora como obispo.
–¿Cuál es su lema?
—Monseñor Hiiboro: «Cristo ha resucitado realmente». Cristo en todo su sufrimiento y tras ser clavado en la cruz, no se quedó en ella. Ni tampoco en la tumba.
Él despertó, se levantó, resucitó; así que detrás de toda cruz está la vida. Cristo está allí, detrás, y bajo la tumba y sobre ella, está la vida. Por eso sé que nuestras dificultades en Sudán, nuestros problemas en la diócesis de Tombura-Yambio no terminarán, pero seremos resucitados.
Llegaremos a la vida, y veo la vida al final y esa es mi esperanza y así lo creo.
–¿Ha sido un gran cambio para usted que hasta ahora ha sido un académico convertirse de repente en obispo?
—Monseñor Hiiboro: Así es. Mi nombramiento como obispo lo acogí como sentimientos encontrados porque quise sobresalir en el campo académico. Me gusta leer y escribir y acababa de publicar mi último libro: «Human Rights: The Church in Post-war Sudan».
Quise avanzar más escribiendo y ahora la posibilidad de ser obispo en una diócesis grande y difícil se enfrenta a mis planes y mis esfuerzos por llevar adelante la clase de diócesis que debería ser. Pero sé que es Dios quien me llama a este trabajo, y es su obra. Es su proyecto y estoy seguro que no me dejará solo. Estará conmigo. Me cuidará, y me dará gente maravillosa, gente que crea en Dios. Y voy a trabajar con ellos, y ellos me han asegurado desde el momento de mi ordenación la gran cantidad de alegría que iba a ver y la clase de acogida que tendría, por lo que confortado con esto no estaré solo a la hora de sobrellevar la responsabilidad de esta diócesis.
–En su ordenación usted ya dijo que es una carga y un privilegio. ¿Cuál es la carga que h a tomado sobre sí?
—Monseñor Hiiboro: La carga misma es la cruz de la gente; trabajar con la gente bajo las situaciones difíciles en las que viven, la vida, la realidad de la vida que mi gente experimenta, la posibilidad de construir la paz entre ellos, la posibilidad de tener una vida conveniente con plena dignidad, la posibilidad de llevar a la realidad sus derechos humanos y ser hijos libres de Dios.
Sé que no es fácil; no es un camino fácil. Sé que las cosas son difíciles. Lo puedo ver. Lo puedo sentir. Para mí esto es una carga, y sobre todo, lograr la paz en el país, duradera en mi zona, pero es un privilegio porque son sacerdote. Soy católico. Soy cristiano.
–¿Por qué es un privilegio en una situación como esta?
—Monseñor Hiiboro: Es un privilegio porque soy capaz de realizar el proyecto de Dios. Es un privilegio hablar en nombre de Dios.
Es un privilegio traer la Buena Nueva de la salvación a la gente que más lo necesita.
–¿Están abiertos a esta lección de salvación?
—Monseñor Hiiboro: Sí, lo que resulta interesante de mi diócesis es que al principio fue una comunidad aristocrática. La gente tenía sus reyes y escuchaba a sus reyes.
Cuando llegaron los cristianos hace 97 años, el cristianismo reemplazó esta tipo de tendencia a aliarse con los reyes, y la gente abrazó el cristianismo. No se podía encontrar a una persona entre cinco que no mencionase el nombre de Dios.
Así que se puede ver que la gente ama a su Dios. Están en relación con su Dios. Pude ver en mi propia consagración la gran alegría que se veía en la gente.
Y al viajar por las parroquias he podido ver la gran alegría que tienen por mí, la acogida ha sido grande, y también veo la presencia de la Sagrada Eucaristía, la frecuencia en el acudir a los sacramentos y su estilo de vida me animan porque están abiertos a la Buena Nueva de Dios y me estimula mucho.
–¿Le queda mucho por hacer para construir una paz duradera?
—Monseñor Hiiboro: Es verdad que me queda mucho trabajo por hacer, pero lo veo de esta forma: la mejor y primera cosa que tengo que hacer es profundizar el proceso de evangelización de mi pueblo.
Han conocido a Dios. Tienen que estar en casa con él. Tienen que experimentarlo y que se vuelva la basa para construir una paz que dure.
He hablado y he insistido a la gente a que pongan a Cristo como centro, y el fundamento de lo que hagan, y esto porque sólo si nos convertimos a él que es el autor de la paz podremos ser capaces de construir la paz.
–¿Qué desafíos hay?
—Monseñor Hiiboro: La gente se ha traumatizado durante años.
No han experimentado la paz. El único modo de lograr algo que conocen es a través de la violencia y tienen que lograr que se vaya.
Por eso para traer la cultura de la paz es necesario un proceso gradual. Tengo que ir lentamente. Tengo que estudiar y encontrar por qué todavía tenemos dificultades para construir la paz.
Sabe, debido a la guerra, mucha gente huyó como refugiados a países diferentes, y todos han vuelto con mentalidades diferentes. Tenemos muchos que se han desplazado como refugiados internos a otras zonas del país; todos han vuelto con mentalidades diferentes, y tenemos gente que nunca se fue durante los tiempos de guerra; esta gente también tiene visiones diferentes.
Ahora al
poner a toda esta gente junta, el proceso de integración no es fácil; es muy difícil. Pero tenemos que ir y movernos al paso de cada uno de estos grupos y decirles que tenemos una meta común.
Tenemos que lograr el equilibrio correcto en la construcción de la paz entre nosotros aceptando a todos y a cada uno de nosotros.
–¿Puede hablarnos un poco de su propia situación? ¿Ha trabajado también con desplazados?
—Monseñor Hiiboro: Sí, cuando era estudiante en Jartum antes de mi ordenación y también cuando acababa de ordenarme, trabajé con personas desplazadas en Jartum. El arzobispo me envió a uno de los campos de refugiados llamado Jebel Aulia, en la parte norte de la ciudad.
Fuimos el primer grupo de gente que llegó al campo de desplazados, y la vida era muy dura. Era un desierto. Y pude ver a las madres cavando hoyos en la tierra para mantener calientes a sus hijos. Era invierno. Hacía mucho frío. No había mucho que comer.
La vida era dura y fue en aquel momento cuando empezamos a perder niños. La gente secuestraba a los niños. Venían a hacer gachas de vanea y secuestraban a los niños. Tuvimos que ponernos alerta e informar de los niños perdidos.
Después de un año me llevaron a la República Centroafricana para ser rector de un seminario menor en un campo de refugiados. Estuve allí siete años, y pude ver qué difícil es para la gente vivir lejos de su tierra, y la vida era dura, y cuidaba mucho de los seminaristas en el campo. Teníamos que cambiar la parcela en la que estábamos y teníamos que cultivar nuestra propia comida para alimentar a estos jóvenes y lo mismo para la gente de esta zona. He experimentado, por tanto, la vida de los refugiados así como la de las personas desplazadas.
–¿Cuál sería su petición?
—Monseñor Hiiboro: Mis peticiones son tres: pido amistad. Me gustaría que visitaran mi diócesis, y quiero voluntarios. Necesito a gente que venga a unirse a nosotros. Vengan a visitarnos, y todos aquellos que puedan quédense a trabajar con nosotros, sería algo grande.
La segunda petición es: quisiera que ustedes escogieran un proyecto que afrontara las emergencias, que permitiera independencia y autosuficiencia para que la gente fuera capaz de cuidarse a sí misma. Estos desafíos son muchos: la sanidad, la educación y los servicios sociales.
La tercera petición que me gustaría hacer es que siguiese consolidándose la paz en el país. No es un proyecto fácil. Es difícil. Es delicado y puede deshacerse en cualquier momento. Estamos haciendo lo que nos corresponde, pero necesitamos los esfuerzos de muchos de nuestros amigos que han estado con nosotros durante los tiempos de guerra y durante la época de enfrentamiento para que de nuevo se asegure esta paz y no se acabe, que se consolide.
Por eso les estoy muy agradecido, y sé que mi invitación para que vengan y mi petición para que elijan algún proyecto, puede llevar a la independencia y a la autosuficiencia. Y lo que aporten al proceso de consolidación de la paz en el país será bien recibido. Por eso les agradezco mucho la importante ayuda que nos han dado en el pasado. Nos han mantenido vivos.
Dios, diría, llora en Sudán, pero quisiéramos que riera en Sudán.
Esta entrevista fue realizada por Marie-Pauline Meyer para «Dios llora en la Tierra», un programa semana radiotelevisivo producido por la Catholic Radio and Television Network en colaboración con la organización católica Ayuda a la Iglesia Necesitada.
Más información en www.ain-es.org, www.aischile.cl