CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 16 de junio de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis realizada hoy por el Papa Benedicto XVI durante la Audiencia General celebrada en la Plaza de San Pedro.
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Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera continuar la presentación de santo Tomás de Aquino, un teólogo de tal valor que el estudio de su pensamiento fue explícitamente recomendado por el Concilio Vaticano II en dos documentos, el decreto Optatam totius, sobre la formación al sacerdocio, y la declaración Gravissimum educationis, que trata sobre la educación cristiana. Por lo demás, ya en 1880 el Papa León XIII, gran estimador suyo y promotor de estudios tomistas, quiso declarar a santo Tomás Patrón de las escuelas y de las universidades católicas.
El motivo principal de este aprecio reside no solo en el contenido de su enseñanza, sino también en el método adoptado por él, sobre todo la nueva síntesis y distinción entre filosofía y teología. Los Padres de la Iglesia se encontraban enfrentados con diversas filosofías de tipo platónico, en las que se presentaba una visión completa del mundo y de la vida, incluyendo la cuestión de Dios y de la religión. En la confrontación con estas ideologías, ellos mismos habían elaborado una visión completa de la realidad, partiendo de la fe y usando elementos del platonismo, para responder a las cuestiones esenciales de los hombres. Esta visión, basada en la revelación bíblica y elaborada con un platonismo corregido a la luz de la fe, ellos la llamaban “nuestra filosofía”. La palabra «filosofía» no era por tanto expresión de un sistema puramente racional y, como tal, distinto de la fe, sino que indicaba una visión completa de la realidad, construida a la luz de la fe, pero hecha y pensada por la razón; una visión que, ciertamente, iba más allá de las capacidades propias de la razón, pero que, como tal, era también satisfactoria para ella. Para santo Tomás el encuentro con la filosofía pre-cristiana de Aristóteles (muerto hacia el 322 a.C.) abría una perspectiva nueva. La filosofía aristotélica era, obviamente, una filosofía elaborada sin conocimiento del Antiguo y del Nuevo Testamento, una explicación del mundo sin revelación, por la sola razón. Y esta racionalidad consiguiente era convincente. Así la vieja forma de «nuestra filosofía» de los Padres ya no funcionaba. La relación entre filosofía y teología, entre fe y razón, había que volver a pensarla. Existía una «filosofía» completa y convincente en sí misma, una racionalidad que precedía a la fe, y luego la «teología», un pensar con la fe y en la fe. La cuestión urgente era esta: el mundo de la racionalidad, la filosofía pensada sin Cristo, y el mundo de la fe, ¿son compatibles? ¿O se excluyen? No faltaban elementos que afirmaban la incompatibilidad entre los dos mundos, pero santo Tomás estaba firmemente convencido de su compatibilidad – es más, que la filosofía elaborada sin conocimiento de Cristo casi esperaba la luz de Jesús para ser completa. Esta fue la gran “sorpresa” de santo Tomás, que determinó su camino de pensador. Mostrar esta independencia entre filosofía y teología y, al mismo tiempo, su recíproca racionalidad, fue la misión histórica del gran maestro. Y así se entiende que, en el siglo XIX siglo, cuando se declaraba fuertemente la incompatibilidad entre razón moderna y fe, el papa León XIII indicara a santo Tomás como guía en el diálogo entre una y otra. En su trabajo teológico, santo Tomás supone y concreta esta racionalidad. La fe consolida, integra e ilumina el patrimonio de verdad que la razón humana adquiere. La confianza que santo Tomás otorga a estos dos instrumentos del conocimiento – la fe y la razón – puede ser reconducida a la convicción de que ambas proceden de una única fuente de verdad, el Logos divino, que opera tanto en el ámbito de la creación como en el de la redención.
Junto con el acuerdo entre razón y fe, se debe reconocer, por otra parte, que éstas se valen de procedimientos cognoscitivos diferentes. La razón acoge una verdad en virtud de su evidencia intrínseca, mediata o inmediata; la fe, en cambio, acepta una verdad en base a la autoridad de la Palabra de Dios que se revela. Escribe santo Tomás al principio de su Summa Theologiae: «El orden de las ciencias es doble: algunas proceden de principios conocidos mediante la luz natural de la razón, como las matemáticas, la geometría y similares; otras proceden de principios conocidos mediante una ciencia superior: como la perspectiva procede de principios conocidos mediante la geometría, y la música desde principios conocidos mediante las matemáticas. Y de esta forma la sagrada doctrina (es decir, la teología) es ciencia que procede de los principios conocidos a través de la lumbre de una ciencia superior, es decir, la ciencia de Dios y de los santos”(I, q. 1, a. 2).
Esta distinción asegura la autonomía tanto de las ciencias humanas, como de las ciencias teológicas. Ésta sin embargo no equivale a separación, sino que implica más bien una colaboración recíproca y ventajosa. La fe, de hecho, protege a la razón de toda tentación de desconfianza en sus propias capacidades, la estimula a abrirse a horizontes cada vez más amplios, tiene viva en ella la búsqueda de los fundamentos y, cuando la propia razón se aplica a la esfera sobrenatural de la relación entre Dios y el hombre, enriquece su trabajo. Según santo Tomás, por ejemplo, la razón humana puede por supuesto llegar a la afirmación de la existencia de un solo Dios, pero solo la fe, que acoge la Revelación divina, es capaz de llegar al misterio del Amor de Dios Uno y Trino.
Por otra parte, no es solo la fe la que ayuda a la razón. También la razón, con sus medios, puede hacer algo importante por la fe, haciéndole un triple servicio que santo Tomás resume en el prólogo de su comentario al De Trinitate de Boecio: «Demostrar los fundamentos de la fe: explicar mediante similitudes las verdades de la fe; rechazar las objeciones que se levantan contra la fe” (q. 2, a. 2). Toda la historia de la teología es, en el fondo, el ejercicio de este empeño de la inteligencia, que muestra la inteligibilidad de la fe, su articulación y armonía internas, su racionabilidad y su capacidad de promover el bien del hombre. La corrección de los razonamientos teológicos y su significado cognoscitivo real se basan en el valor del lenguaje teológico, que es, según santo Tomás, principalmente un lenguaje analógico. La distancia entre Dios, el Creador, el ser de sus criaturas es infinita; la disimilitud es siempre más grande que la similitud (cfr DS 806). A pesar de ello, en toda la diferencia entre Creador y criatura, existe una analogía entre el ser de lo creado y el ser del Creador, que nos permite hablar con palabras humanas sobre Dios.
Santo Tomás fundó la doctrina de la analogía, además de sus argumentaciones exquisitamente filosóficas, también en el hecho de que con la Revelación Dios mismo nos ha hablado y nos ha, por tanto, autorizado a hablar de Él. Considero importante recordar esta doctrina. Esta, de hecho, ns ayuda a superar algunas objeciones del ateísmo contemporáneo, que niega que el lenguaje religioso esté provisto de un significado objetivo, y sostiene en cambio que tenga sólo un valor subjetivo o simplemente emotivo. Esta objeción resulta del hecho de que el pensamiento positivista está convencido de que el hombre no conoce el ser, sino sólo las funciones experimentales de la realidad. Con santo Tomás y con la gran tradición filosófica nosotros estamos convencidos de que, en realidad, el hombre no conoce solo las funciones, objeto de las ciencias naturales, sino que conoce algo del ser mismo – por ejemplo, conoce a la persona, al Tu del otro, y no sólo el aspecto físico y biológico de su ser.
A la luz de esta enseñanza de santo Tomás, la teolog
ía afirma que, aun siendo limitado, el lenguaje religioso está dotado de sentido – porque tocamos el ser –, como una flecha que se dirige hacia la realidad que significa. Este acuerdo fundamental entre razón humana y fe cristiana es visto en otro principio fundamental del pensamiento del Aquinate: la Gracia divina no anula, sino que supone y perfecciona la naturaleza humana. Esta última, de hecho, incluso después del pecado, no está completamente corrompida, sino herida y debilitada. La Gracia, dada por Dios y comunicada a través del Misterio del Verbo encarnado, es un don absolutamente gratuito con el que la naturaleza es curada, potenciada y ayudada a perseguir el deseo innato en el corazón de cada hombre y de cada mujer: la felicidad. Todas las facultades del ser humano son purificadas, transformadas y elevadas por la Gracia divina.
Una importante aplicación de esta relación entre la naturaleza y la Gracia se descubre en la teología moral de santo Tomás de Aquino, que resulta de gran actualidad. En el centro de su enseñanza en este campo, él pone la ley nueva, que es la ley del Espíritu Santo. Con una mirada profundamente evangélica, insiste en el hecho de que esta ley es la Gracia del Espíritu Santo dada a aquellos que creen en Cristo. A esta Gracia se une la enseñanza escrita y oral de las verdades doctrinales y morales, transmitidas por la Iglesia. Santo tomás, subrayando el papel fundamental, en la vida moral, de la acción del Espíritu Santo, de la Gracia, de la que brotan las virtudes teologales y morales, hace comprender que todo cristiano puede alcanzar las altas perspectivas del “Sermón de la Montaña” si vive una relación auténtica de fe en Cristo, si se abre a la acción de su Santo Espíritu. Pero – añade el Aquinate – «aunque la gracia es más eficaz que la naturaleza, con todo la naturaleza es más esencial para el hombre” (Summa Theologiae, Ia, q. 29, a. 3), por lo que, en la perspectiva moral cristiana, hay un lugar para la razón, la cual es capaz de discernir la ley moral natural. La razón puede reconocerla considerando lo que es bueno hacer y lo que es bueno evitar para conseguir esa felicidad que está en el corazón de cada uno, y que impone también una responsabilidad hacia los demás, y por tanto, la búsqueda del bien común. En otras palabras, las virtudes del hombre, teologales y morales, están arraigadas en la naturaleza humana. La Gracia divina acompaña, sostiene y empuja el compromiso ético, pero, de por sí, según santo Tomás, todos los hombres, creyentes y no creyentes, están llamados a reconocer las exigencias de la naturaleza humana expresadas en la ley natural y a inspirase en ella en la formulación de las leyes positivas, es decir, las que emanan las autoridades civiles y políticas para regular la convivencia humana.
Cuando la ley natural y la responsabilidad que esta implica se niegan, se abre dramáticamente el camino al relativismo ético en el plano individual y al totalitarismo del Estado en el plano político. La defensa de los derechos universales del hombre y la afirmación del valor absoluto de la dignidad de la persona postulan un fundamento. ¿No es precisamente la ley natural este fundamento, con los valores no negociables que ésta indica? El Venerable Juan Pablo II escribía en su Encíclica Evangelium vitae palabras que siguen siendo de gran actualidad: «Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover. » (n. 71).
En conclusión, Tomás nos propone un concepto de la razón humana amplio y confiado: amplio porque no está limitado a los espacios de la llamada razón empírico-científica, sino abierto a todo el ser y por tanto también a las cuestiones fundamentales e irrenunciables del vivir humano; y confiado porque la razón humana, sobre todo si acoge las inspiraciones de la fe cristiana, promueve una civilización que reconoce la dignidad de la persona, la intangibilidad de sus derechos y a fuerza de sus deberes. No sorprende que la doctrina sobre la dignidad de la persona, fundamental para el reconocimiento de la inviolabilidad de los derechos del hombre, haya madurado en ambientes de pensamiento que recogieron la herencia de santo Tomás de Aquino, el cual tenía un concepto altísimo de la criatura humana. La definió, con su lenguaje rigurosamente filosófico, como «lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, es decir, un sujeto subsistente en una naturaleza racional” (Summa Theologiae, Ia, q. 29, a. 3).
La profundidad del pensamiento de santo Tomás de Aquino brota – no lo olvidemos nunca – de su fe viva y de su piedad fervorosa, que expresaba en oraciones inspiradas, como esta en la que pide a Dios: “Concédeme, te ruego, una voluntad que te busque, una sabiduría que te encuentre, una vita que te agrade, una perseverancia que te espere con confianza y una confianza que al final llegue a poseerte».
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
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