MADRID, sábado, 12 de febrero de 2011 (ZENIT.org). Publicamos la conferencia que pronunció el cardenal Peter Kowdo Appiah Turkson, presidente del Consejo Pontificio «Justicia y Paz», el 9 de febrero, durante la clausura del Congreso «La Sagrada Escritura en la Iglesia», promovido por la Conferencia Episcopal Española.
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INTRODUCCIÓN:
Saludo cordialmente a Su Eminencia, a los Excelentísimos señores Arzobispos y Obispos, a los muy apreciados Sacerdotes, y a todos ustedes: mis Hermanos y Hermanas en la llamada única a seguir a Jesús como discípulos.
Porto conmigo los saludos y los mejores deseos en la oración del Pontificio Consejo «Justicia y Paz». Confío en que vuestras jornadas aquí, reflexionando sobre la Sagrada Escritura como Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, hayan sido muy fructíferas. Aunque ya existen muchas versiones de la Biblia en castellano[1], esta ha sido una ocasión para la presentación de la espléndida nueva Biblia de la Conferencia Episcopal Española[2]. Esperamos que el gran trabajo realizado en la elaboración de esta versión, mejorando su fidelidad a los textos originales, la haga más «comunicativa con la cultura moderna», y contribuya a que los cristianos vivan adecuadamente sus compromisos en el mundo.
Esta mañana, desearíamos dirigir, para clausurar este congreso, la consideración de la Palabra de Dios en la Escritura, no sólo como fuente de vida y alimento de la Iglesia, sino también como fuente y contenido de la misión misma de la Iglesia y de su actividad en el mundo.
PRIMERA PARTE
La Palabra de Dios como Revelación del Compromiso de Dios en el mundo
Queremos advertir en primer lugar que la Palabra de Dios es fuente y contenido del compromiso de la Iglesia en el mundo, porque es, primeramente y ante todo, revelación del propio compromiso de Dios en el mundo. Y así, a grandes rasgos, podemos inmediatamente contemplar, cómo la Palabra de Dios revela su compromiso con el mundo:
como palabra de la creación en los primeros capítulos de la Biblia.
como palabra de la llamada y de la alianza en la historia de la vocación de la salvación de Abrahán y de Israel
como palabra de la llamada, de la presencia y de la salvación en la encarnación, ministerio, pasión y resurrección de Jesús, y
como palabra de la llamada misionera (evangelización) y del ministerio en Pentecostés y en la vida de la Iglesia a través de los siglos. Este último punto coincide explícitamente con el tema que me ha sido asignado para esta mañana: el compromiso de la Iglesia en el mundo
1. La Palabra de la Creación:
La primera instancia de la revelación de la Palabra de Dios al mundo, fue en realidad, en la creación. La serie de expresiones «Dios dijo» (ר מ א י ו) realizaron «la irrupción en el silencio de la nada»[3] para producir la realidad creada. La Palabra de Dios («y Dios dijo: hágase…») transformó el «caos» en los albores de la creación en un «cosmos», un ordenado sistema mundial, capaz de sustentar la vida humana.
El prólogo del Evangelio de Juan expresa bellamente este primer compromiso de la palabra de Dios con el mundo como «creación»: «Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe» (Jn 1, 3; cfr. Is 45, 12. ss; Job 38,4; Neh 9,6 etc.). Lo que ha sido llamado a la existencia por la Palabra de Dios era «vida». La Creación nace de la Palabra de Dios que supera la nada y crea vida.
La Creación, sin embargo, no es un encuentro fugaz de la Palabra de Dios con el mundo. Creación denota más específicamente un sostenido encuentro de su Palabra con el mundo, que continúa en la existencia, porque Dios continúa a sostenerlo con su Palabra. Dios está siempre comprometido con la creación, obra de sus manos; y es éste el sentido de la creación como cosmos, el que mejor ilustra el poder sustentador de su palabra en la creación. «Cosmos» (κοσμέω — cfr. cosméticos) describe el mundo creado como un ordenado y adornado sistema. Ello connota belleza y bondad, porque hay orden; y esto es en lo que la Palabra de Dios ha transformado el caos (el tohu wabohu) en la creación. Así, el caos ante la presencia de y con la Palabra de Dios se convierte en un cosmos. Por el contrario, el cosmos privado de, y sin la Palabra de Dios se revertirá en caos. La continuada existencia y evolución del cosmos, por lo tanto, se debe al poder creador y transformador de la Palabra de Dios siempre presente en el mundo. Así fue dicho por el profeta: «(Dios) no la creó caótica, sino que para ser habitada la plasmó» (Is 45, 18).
El compromiso de Dios para el mundo, como un sistema creado, es revelado no sólo por el sustento de la Palabra y la permanencia de la creación en el ser; es también dado a conocer por el cumplimiento del designio de Dios en el mundo por medio de su Palabra (Is 55, 10ss). En este sentido, para el mundo sería una situación crítica y arriesgada el hecho de estar sin la Palabra de Dios, ya sea a causa de sus propios pecados (Amós 8, 11) ya sea por la falta de profetas y sacerdotes (Sal 74, 9).
Por tanto, los relatos de la creación, nos muestran a Dios que actúa en el mundo como fuente de vida y amante de la vida, estableciendo, de este modo, orden y belleza, y disipando el caos y la confusión; la confusión de roles e identidades conduce al caos. Dios es, pues, promotor y amante de la vida.
2. La palabra de la Llamada y de la Alianza
La segunda instancia de la revelación de la Palabra de Dios en el mundo, como una expresión del compromiso de Dios con lo que ha creado, es la historia de la salvación del ser humano, la cual también tomó la forma de una «llamada» (la palabra de la llamada). Ésta inicia con la vocación de Abrahán, que luego condujo a la llamada de Israel como pueblo de Dios. En Abrahán y en su descendencia, el pueblo de Israel, la Palabra de Dios, de llamada se tradujo en promesa y bendición, por la cual Dios se compromete con Abrahán y su descendencia por medio de una serie de alianzas, gratuitas iniciativas de Dios, que les ofrece su amistad y los invita a la comunión y a la fraternidad.
Así, Dios llamó a Abrahán en Ur de los Caldeos, le prometió hacer de él una gran nación, un gran nombre, y que sería una bendición para todas las familias de la tierra (Gn 12, 1-3). La vida de los patriarcas Isaac y Jacob supuso el inicio de la realización de los contenidos de las promesas incluidas en la primera palabra de la llamada dirigida a Abrahán
Esta primera palabra de la llamada condujo a una segunda palabra de la llamada, la que sacaría de Egipto a los hijos de Israel. «De Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1; Ex 3,6 ss). Nuevamente, Dios, de acuerdo con esta llamada, se comprometió con los hijos de Israel en un pacto sobre el Monte Sinaí (Ex 19-20; 24; Dt 5, 2; 29; Jr 11, etc.): «Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo». Esta fue la idea-clave de aquella alianza; y Dios se estableció con Israel en «la tierra prometida».
El surgimiento de los Jueces y de los Reyes -sobre todo la elección de David (2 Sam 7), a quien Dios prometió «mantener siempre una lámpara encendida delante de él en Jerusalén»-, la unción real y la vocación profética pertenecen al ámbito del compromiso de Dios con Israel como su pueblo y heredad.
A través de su palabra, como palabra de la llamada y como palabra de la alianza, Dios se comprometió con la descendencia de Abrahán, el pueblo de Israel, con una serie de alianzas que fueron introduciéndolo en la comunión con Dios, aun cuando Israel daba muestras de ser indigno de ello. La iniciativa era siempre de Dios. Su amor y su misericordia, y no los méritos de Israel, sostenían su llamada y su alianza con él.
En esta fase de la historia de Israel, el compromiso de Dios toma la forma de la revelación
de la absoluta gratuidad de su condescendiente iniciativa de comprometerse a sí mismo con la humanidad en alianzas, proyectándola en la amistad y la comunión. En la consiguiente relación, Dios revela el amor, la misericordia, la compasión y la fidelidad con la cual se compromete con el mundo y la humanidad, mientras que mantiene ante el mundo las virtudes de la paz, la justicia, la seguridad, la fraterna preocupación, la honestidad y la fidelidad, enseñando a cultivarlas. La historia de las «alianzas» (conduciendo a la «nueva y eterna alianza en la sangre de Cristo») es la historia del incansable compromiso y vinculación de Dios con el hombre y con su mundo. Como en la proverbial «madre» de la profecía de Isaías (Is 49, 15), Dios no puede olvidar a «su hijo pequeño», el mundo y el hombre que Él ha creado.
El exilio de Babilonia concluye esta fase de la existencia de Israel en la «tierra prometida»; pero esto fue para conducir a otra palabra de la llamada a través de la cual Dios restauraría a su pueblo en la «tierra prometida». En efecto, cuando Dios «tomó de la mano derecha, a Ciro, lo ungió y lo llamó por su nombre» (Is 45, 4; 48, 15), lo cual era para el bien de Israel, su elegido; era «para erigir la ciudad de Dios y realizar el propósito de Dios sobre Babilonia» (Is 48, 14b).
En el período del post-exilio y en cumplimiento de la completa liberación de su pueblo para servirle sólo a él y en santidad, Dios llamó a su siervo y abrió su oído para que escuchara el mensaje dirigido a su pueblo y posteriormente también para las naciones (Is 50, 4-5). «Yo, el Señor, te llamé en la justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, la luz de las naciones» (Is 42, 6). En la unción y el poder del Espíritu de Dios, el siervo de Dios fue enviado no sólo para portar buenas nuevas y anunciar el año de gracia de Dios (Is 61, 1-2), sino para identificarse con los pecados de su pueblo. En solidaridad con ellos, él sufrió vicariamente por sus pecados para hacerlos justos (Is 53, 11-12). Esta fue otra llamada; y fue la llamada del Mesías.
Ya en el contexto de las relaciones de la alianza, Dios realizó ciertos signos de su bendición para con el mundo referidos a personas individuales. Abrahán fue como un signo de bendición para Abimelec; y José lo fue de igual modo para la tierra de Egipto. De modo semejante, Dios instituyó a Moisés como representante corporativo del pueblo, asumiendo en él mismo la suerte y el destino del pueblo (Ex 17, 10 ss.; 32, 32). Dios elegiría ciertos individuos y pueblos para ejercer roles través de los cuales Él mostrará su compromiso con el mundo y realizará sus propósitos en la vida de su pueblo, aun cuando esos roles fueran de meros intermediarios y representantes.
En la llamada y la misión del Siervo de Yahvé, en la profecía de Isaías, esta ulterior forma de compromiso de Dios con el mundo, en concreto, a través de figuras representativas y corporativas llegó a ser prominente. En la figura del Siervo de Yahvé, Dios preparó y dispuso a su Siervo, que no solo actuó en nombre de Dios, sino que también actuó vicariamente en nombre del pueblo de Dios para justificarlo (Is 52, 13-53,12): «Mi servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos» (Is 53, 11).
La actividad vicaria del Siervo de Yahvé forma parte del compromiso y vinculación de Dios con el mundo, pues muestra cómo un individuo puede, en nombre de Dios, llevar a cabo el plan de Éste para con el mundo, lo cual ha servido de preparación para la venida y la misión de Jesucristo, el Mesías: Él es la definitiva y plena revelación del compromiso de Dios para con el mundo.
3. La «Palabra» se hace carne: la presencia de Dios que salva
En la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios descendió a la tierra, tomó carne y habitó entre los hombres. Como palabra-hecha-carne, la Palabra de Dios continua llamando a la humanidad a la vida y a la verdad que conduce a la vida; y llega a ser además presencia de Dios entre los hombres. Así, en Jesús, la palabra encarnada, la revelación del compromiso de Dios en el mundo y para el hombre fue expresada como una presencia: la presencia de Dios que sana, consuela, enseña, palpa y es palpada; la presencia que expulsa los demonios, perdona los pecados, y redime o salva; es la presencia que revela el infinito amor paternal de Dios. Pues «Dios ha amado tanto al mundo que envió a su hijo», palabra de vida eterna (Jn 6, 68), para que sus hijos tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10, 10).
Jesús, la palabra-hecha-carne, continúa su llamada, que fue inicialmente dirigida a sus discípulos, sus primeros seguidores. Aquellos que vinieron para estar con Jesús y a quienes Él envió a predicar en su nombre. Para su bien, Jesús se santificó a sí mismo, para que también ellos pudieran ser santificados. (Jn 17, 19). Él los protegió en el nombre del Padre y veló por ellos (Jn 17, 12): «Padre Santo, protégelos en tu nombre, [el nombre] que tú me has dado» (Jn 17, 11). El aseguró a sus seguidores que estaría con ellos hasta el fin, y oró para que «aquelosa a quienes él ha revelado el nombre del Padre» (Jn 17, 6) puedan estar con Él donde él está, para ver su gloria (Jn 17, 24). Así, el amor del Padre por el Hijo y el Hijo mismo estarían con ellos.
De hecho, «Jesús amó siempre a los suyos que estaban en el mundo, y los amó hasta el final» (Jn 13, 1)[4]; y Él mostró la profundidad de su amor por sus discípulos cuando se reclinó con ellos en la mesa de la última cena. Ahí, Jesús actuó su compromiso con sus seguidores en dos sentidos: Él se mostró a sí mismo como servidor de todos, lavando sus pies («Yo estoy entre vosotros como uno que sirve»); y a través de los signos sacramentales del pan partido y el vino ofrecido. Él se entregó a sí mismo como oblación por sus seguidores, y les ofreció esta oblación como comida (alimento). Pero esto no acabó ahí. Jesús hizo que este acto de total oblación fuera presencia permanente suya por medio de la institución de la Eucaristía en la última cena. «Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre -aquello por lo que el hombre vive- era el Logos, la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho para nosotros verdadera comida como amor».[5]
Con el nacimiento de Jesucristo, la Palabra de Dios asumió la carne, se hizo un hombre y una presencia en el mundo. Al hacerse hombre, Jesús fue reconocido como quien ha «tomado la condición de un esclavo» (Flp 2, 7), se ha hecho «cordero de Dios» (Jn 1, 36) además de «sacerdote y víctima de sacrificio» (Hb 9-10); se identificó con los pecadores, aceptando su bautismo (Mt 3, 13); asumió sus pecados y murió por el pueblo (Jn 18, 12); se hizo como uno «sin hogar» para estar junto los que no tienen hogar (Mt 8, 20; Lc 9, 58). El compromiso de Dios en el mundo asumió – en la «Palabra de Dios hecha carne»- una característica y significativa forma de solidaridad con la humanidad. Como presencia en la carne, Jesús se abrazó a los pequeños en una muestra de afecto. Él tocó a los enfermos, los sanó y los consoló, y ellos se acercaron a Él y lo tocaron. Él visitó a los enfermos y a los compungidos. Mostró su compasión, hacia las necesidades físicas de los hambrientos, hacia los ignorantes y hacia los entendidos, atendiendo las necesidades espirituales del perdón de los pecados, de la reconciliación y de la liberación de los espíritus inmundos. En síntesis, la vida y la misión de Jesús, la Palabra encarnada de Dios, revela el compromiso de Dios en el mundo en la múltiple forma de gestos, acciones y servicios que, estando centrados en Dios, van dirigidos a procurar el bienestar del hombre y su mundo.
Y lo más importante, Jesús percibió la exigencia de su misión, por ello eligió a sus seguidores (discípulos), preparándolos y dándoles poder para dicha misión. Con ellos, celebró la primera Eucaristía y la confió a ellos como un signo efectivo de su perman
ente e indefectible presencia, la máxima revelación del permanente compromiso de Dios con el mundo.
4. La palabra de la llamada misionera a evangelizar
A través del encargo misionero que Jesús confió a sus seguidores, como apóstoles, el Logos, palabra de la llamada de Dios, continúa su obra, pero ahora como «palabra de la llamada misionera», y difundiéndose entre «todos aquellos que a través de su [apóstoles] palabra llegarán a creer en Él [Jesús]» (Jn 17, 20). Estos podrían ser «las otras ovejas que nos son de este redil; también a ésas debo conducir; escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, bajo un solo pastor» (Jn 10, 16).
En Pentecostés, esto comienza a suceder. La Palabra de Dios que acompañó la predicación de Pedro hasta reunir tres mil personas de distintas procedencias en torno a los discípulos de Jesús, da origen a la Iglesia. Ahí, a través de la Palabra de Dios, la oración, la fracción del pan y la fraternidad, la presencia de Dios con su pueblo fue celebrada y continúa celebrándose hasta nuestros días. «Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos» (Mt 18, 20). La presencia del Señor que actúa entre sus seguidores los hace testigos suyos, extensión de su ministerio en el mundo hasta el final de los tiempos, y por tanto, extensión de la revelación en Jesús del compromiso del Padre para con el mundo, su creadora y convocadora palabra de salvación. El compromiso de la Iglesia en el mundo debe ser una continuación y un signo del propio compromiso de Dios revelado en Jesús. Se deriva de Cristo, su cabeza, y es predicación suya. Así, la Palabra de Dios en su forma preeminente e inspirada, que es la Escritura, y en sus formas derivadas en las enseñanzas de la Iglesia, constituye la fuente de todas las formas de compromiso de la Iglesia en el mundo.
El compromiso de la Iglesia en el mundo, por lo tanto, puede ser solo de un tipo – de hecho un sacramento – el del compromiso de Dios revelado en la Palabra.
SEGUNDA PARTE: PALABRA DE DIOS Y COMPROMISO EN EL MUNDO
La consideración de nuestro compromiso en el mundo, inspirado por la Palabra de Dios, como Iglesia y como cristianos, puede asumir diversos enfoques. En Jesús, la palabra encarnada, Pablo ha identificado la «manifestación de la gracia de Dios», la cual nos «enseña a rechazar la impiedad y las concupiscencias del mundo, para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad, mientras aguardamos la feliz esperanza y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús» (Tito 2, 11-13). Relatando esta visión de Pablo respecto la función que él atribuye a la Escritura, a saber: «Toda la Escritura está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la justicia» (2 Tim 3,16), se podría aquí identificar la promoción de la conversión personal y el crecimiento en la espiritualidad como nuestra tarea en el mundo.
La Exhortación Apostólica Postsinodal «Verbum Domini», por su parte, dedica nueve números (99-108) a discurrir sobre varios servicios o actividades que constituyen el ministerio social de la Iglesia: «Así pues, la misma Palabra de Dios reclama la necesidad de nuestro compromiso en el mundo y de nuestra responsabilidad ante Cristo, Señor de la Historia»[6]. A la vez que, «el Sínodo ha recordado que el compromiso por la justicia y la transformación del mundo forma parte de la evangelización.»[7]
Tan cierto como esto es que la misma Palabra de Dios (la palabra de la evangelización) insta a la Iglesia y a sus hijos a construir una ciudad terrena a través de las diversas formas de su compromiso y de sus ministerios sociales que son una anticipación y una prefiguración de la ciudad de Dios[8] En efecto, «las comunidades cristianas, con su patrimonio de valores y principios [deben contribuir] mucho a que las personas y los pueblos hayan tomado conciencia de su propia identidad y dignidad, así como a la conquista de instituciones democráticas y a la afirmación de los derechos del hombre con sus respectivas obligaciones.»[9] Los «ministerios sociales» no esperaron hasta que la Iglesia estuvo propiamente establecida hacia el año 300 después de Cristo; no, los ministerios – y sus repercusiones – tuvieron su origen casi inmediatamente (véanse los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles) después de Pentecostés y muy pronto fueron causa de persecuciones, al igual que hoy en día. Por tanto ahora, en todas las diferentes culturas y circunstancias, ¿cómo pueden la Iglesia y los cristianos contribuir del modo más apropiado a edificar sociedades más justas, más reconciliadas, más pacíficas, más conscientes de los derechos humanos, más conscientes de la dignidad de las personas y más conscientes del bien común?
La más autorizada y completa respuesta disponible en la actualidad puede descubrirse en la encíclica Caritas in veritate, la cual reúne muchos recursos de la Escritura y de nuestra tradición social católica y los coloca a la base de las cruciales cuestiones sociales de nuestros días: los inicios del siglo veintiuno. La encíclica reformula – y adecuadamente sitúa- nuestra preocupación por el compromiso en el mundo de la siguiente manera: ¿Cómo estamos nosotros «dando forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios?[10]
¿Cómo actúa, por tanto, el ser humano, como ciudadano del aquí y del ahora, así como también de la ciudad celeste, en razón de su nuevo nacimiento por medio de la imperecedera semilla de la Palabra de Dios (1 Pe 1, 23), cómo realiza su compromiso y lleva a cabo su contribución a favor de la edificación de una ciudad humana que refleje con fidelidad la ciudad de Dios? A esta gran interrogante, la Escritura responde: es por la gracia y el poder de la Palabra de Dios por medio de los cuales Él lleva a cumplimiento todos sus designios; y es a través de la Palabra de Dios como se convierte en principio de nuestra vida, tal como señala San Pablo: «Que la Palabra de Dios viva en vuestros corazones». A esta misma cuestión, la Caritas in veritate ofrece una respuesta sintética: «La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión» (CiV 6). Es cuestión de restablecer las relaciones rotas por la violencia y de promover unas relaciones más constructivas. En el pasado, la Iglesia se proyectó a sí misma en las estructuras del Estado – cuius regio, eius religio-, pero nosotros comprendemos ahora la sana y real separación (!aunque compleja!) en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pero cuando nosotros hablamos de «edificación», por favor notemos que los arquitectos, los constructores, los habitantes, son TODOS seculares, nosotros NO edificamos ciudades cristianas del hombre![11]
En un breve párrafo de sólo ciento trece palabras, el Santo Padre detalla las cualidades y virtudes necesarias para que construyamos una Ciudad del Hombre de una manera que sea más conforme con nuestra dignidad, con nosotros, sus amadas Criaturas renacidas mediante Su Palabra, y que refleja y prefigura la Ciudad de Dios:
Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad de la situación económica actual, pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada[12].
El Santo Padre no prescribe plan
o receta alguna, ni tampoco políticas o soluciones. En cambio, recomienda la Palabra de Dios como nuestra herramienta de discernimiento. El Santo Padre parece establecer un enfoque conjunto que invita – de hecho insta – a continuar la labor de la Palabra en el mundo, un proceso o dinámica que en sí misma incorpora y refleja en el tiempo la propia Palabra de Dios de compromiso: creativa, convocante, vinculante, presente y salvadora, misionera y evangelizadora, continuadora de la historia de la salvación, «hasta el final de los tiempos», mientras edifica la ciudad del hombre con cualidades más cercanas a la Ciudad de Dios. El enfoque se puede resumir en estas cinco competencias o cualidades inter-relacionadas:
Las cinco competencias para nuestro compromiso:
1. Comenzar con una actitud realista.
2. Basar el trabajo en valores fundamentales
3. Con confianza, asumir las nuevas responsabilidades
4. Estar abierto a una profunda renovación cultural
5. Comprometerse a trabajar con coherencia y consistencia
Estos son cinco aspectos o dimensiones para cada cristiano, para la pastoral social y para realizar nuestro compromiso en el mundo. Permítannos brevemente explorar cada una de ellas:
1. El primer paso es comenzar con una actitud realista, haciendo frente a las dificultades del tiempo presente, no con respuestas prefabricadas o ideologías simplistas, sino con la Palabra de Dios como nuestra clave de discernimiento.
««Al atardecer, decís: «Va a hacer buen tiempo, porque el cielo está rojo como el fuego». Y de madrugada, decís: «Hoy habrá tormenta, porque el cielo está rojo oscuro». ¡De manera que sabéis interpretar el aspecto del cielo, pero no los signos de los tiempos!» (Mt 16, 2-3). Interpretar los signos de los tiempos es asumir la responsabilidad de «leer». Muchos prefieren permanecer pasivos a la espera de que las cosas tomen un nuevo curso para luego poder lamentarse libremente. Pues en efecto, se necesita un verdadero esfuerzo para mantenerse en la lectura de los signos de los tiempos, es nuestra responsabilidad cristiana el hacerlo con equilibrio e inteligencia.
Entonces Jesús dijo, «¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: ‘Este comenzó a edificar y no pudo terminar.'» (Lc 14, 28-30). Parece sencillo, ser ingenuo y dejar las cosas al azar, pero eso no es suficiente para edificar una ciudad digna del hombre.
«Por eso, a la luz de las palabras del Señor, reconocemos los «signos de los tiempos» que hay en la historia y no rehuimos el compromiso en favor de los que sufren y son víctimas del egoísmo.»[13] «La Palabra de Dios nos hace estar atentos a la historia y a todo lo nuevo que brota en ella.»[14]
2. Nuestro siguiente paso es basar el trabajo en valores fundamentales, una nueva visión del futuro, lo cual solo puede dar comienzo con uno mismo, y por ello esta segunda competencia puede correctamente ser llamada conversión, metanoia.[15] Conocerse y aceptarse a sí mismo es el principio de la sabiduría. Y esta actitud debe estar acompañada por la disposición a cambiar, a trabajar en sí mismo.
Cuando Jesús pronuncia la parábola del sembrador (Mt 13, 8 -9), concluye diciendo que algunas semillas cayeron en «tierra buena», pero la tierra buena no es un resultado accidental, requiere de duro trabajo para ser preparada, además de paciencia. Cuando el propietario de la viña pierde la paciencia con la higuera, que durante tres años no ha producido frutos, el viñador solicita otra oportunidad: «Pero él respondió: «Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré». ¿Mostramos realmente una disposición a mantenernos trabajando en nuestra propia tierra? ¡Recordemos que Jesús es el jardinero, Él es el sembrador!
«La Palabra divina ilumina la existencia humana y mueve a la conciencia a revisar en profundidad la propia vida, pues toda la historia de la humanidad está bajo el juicio de Dios.»[16]
3. Con confianza, más que con resignación, hemos de afrontar las nuevas responsabilidades, asumiéndolas con una nueva vocación y misión. Para un cristiano el punto de partida y la meta de todo compromiso es Cristo, Alfa y Omega. Nuestra visión está completamente informada por el plan salvífico de Dios para el mundo – como se establece en las Escrituras y se ha expresado definitivamente en la vida y misión de Cristo, prolongada a través de la historia en la Iglesia – y que tiene su centro en la persona humana. Es ese el fundamento de nuestra vida y misión.
«El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo. En realidad, esta es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es la más grande de las hortalizas y se convierte en un arbusto» (Mt 13, 31-32). Y escuchando la parábola de los talentos, Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27 – ¿asumiremos lo que hemos recibido, más allá de nuestro temor o inseguridad, o cavaremos en el suelo y lo ocultaremos? ¿O correremos el riesgo de invertir y desarrollar los talentos sin saber lo que recibiremos a cambio?
«Así pues, la misma Palabra de Dios reclama la necesidad de nuestro compromiso en el mundo y de nuestra responsabilidad ante Cristo, Señor de la Historia. Al anunciar el Evangelio, démonos ánimo mutuamente para hacer el bien y comprometernos por la justicia, la reconciliación y la paz.»[17]
4. Para la cuarta competencia, el cuarto «cómo», el Santo Padre nos anima a estar abiertos hacia una profunda renovación cultural y a mostrar confianza y esperanza. Sí, está muy difundido el ser negativo, nihilista, pesimista – lo que no sólo nos deja fuera de alcance, sino que también nos ausenta de ambas historias, la humana y la divina. Rápidamente identificados culturalmente, por tanto, nosotros cristianos creemos firmemente que un mundo más justo y pacífico es posible, y por tanto «nosotros mismos hemos de ser instrumentos de reconciliación y de paz.»[18]
Cuando Jesús envió a los «setenta y dos discípulos» para que lo antecedieran en los lugares que Él planeó visitar, Él mismo dijo «Yo os envío como a ovejas en medio de lobos» (Lc 10, 1-20). No ocultó las difíciles circunstancias; La confianza en Jesús hizo que «los setenta y dos volvieran llenos de gozo». Sin embargo habrá menos éxito en Atenas, centro cultural de la civilización mediterránea y «ciudad llena de ídolos», a la que Pablo llegó, para después, mediante un astuto uso de la ley romana, alcanzar el centro del imperio romano[19].
En palabras del Papa Pablo VI, debemos «alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación.»[20]
5. Finalmente, recapitulando la sabiduría de las cuatro previas, la quinta competencia nos permitirá comprometernos con nuevas reglas, nuevas formas de compromiso, con coherencia y consistencia. Apreciando el plan de Dios y nuestra función en él, «de ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no creyentes, para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto divino: vivir como una familia, bajo la mirada del Creador». [21]
Jesús dispensó las nuevas formas y normas del compromiso, principalmente a través de acciones, pero también con sus palabras. Su crítica a la antigua ley, puede ser sintetizada en aquella frase. «El Sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el Sábado» (Mc 2, 27). Su enseñanza sobre la nueva ley se puntualiza en Jesús lavando los pies de los Doce (Jn 13, 3-11). Explícitamente establece la nueva ley del servicio a los semejantes con su propia coher
encia y consistencia … que poco después sellará con su muerte sacrificial en la cruz.
La dignidad humana es una «característica impresa por Dios Creador en su criatura, asumida y redimida por Jesucristo por su encarnación, muerte y resurrección. Por eso, la difusión de la Palabra de Dios refuerza la afirmación y el respeto de estos derechos».[22]
Subrayando la cooperación, por tanto, que subyace en las cinco maneras de realizar nuestro compromiso, las cuales pone a la persona humana en el centro de nuestra atención, éste debe ser nuestro foco, como el Papa Benedicto XVI incasablemente enseña, si hemos de construir una ciudad del hombre digna de nosotros mismos y de nuestros descendientes en las generaciones venideras. En efecto, la Palabra humano-divina es el centro de nuestra fe, y la vocación humano-divina del hombre es el centro de nuestro compromiso.
CONCLUSIÓN
«La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana…»[23] Hemos comenzado con la Palabra de Dios. Hemos considerado la Palabra creadora, que convoca, comprometida, presente y salvadora, que se hace efectiva en el envío de los Discípulos. Nos hemos dirigido luego a la exhortación Apostólica Verbum Domini, en la que encontramos que la Tercera Parte (nn. 90-120) se titula «Verbum Mundo», la Palabra para el mundo – y por tanto la Iglesia para el mundo. Es lo que se dice, con otras palabras en Gaudium et Spes, y específicamente en Verbum Domini (99-108). Con lo que aquí se afirma, es preciso sintetizar las cinco competencias y conectarlas con nuestra vocación de seguidores de Cristo en el espacio público o el ámbito social – el mundo de la historia humana: aquí es en donde establecemos la conexión con nuestros conciudadanos, tan diferentes en sus creencias y convicciones y con quienes, sin embargo, nos mantenemos firmes en nuestra común humanidad – en la edificación de esa ciudad del hombre que ha de prefigurar con mayor dignidad la Ciudad de Dios. El propio compromiso de Dios con el mundo por la Palabra, ha de ser llevado a cabo del mejor modo posible por nuestro competente y generoso compromiso, con los pobres de las tantas pobrezas que hemos de combatir, nuestro compromiso en favor de la reconciliación, la justicia y la paz.
En la dinámica y recuerdo de la historia de la salvación, la Palabra de Dios llama al cosmos para que surja del caos, llama a Abrahán a salir de su tierra y luego al pueblo a salir de Egipto; nos ha llamado «mientras aun éramos pecadores» (Rm 5,8) para «vivir, la vida plena» (Jn 10, 10). Ahora nos llama a ser su Cuerpo en el mundo, «alimentando al hambriento, dando de beber al sediento, hospedando al extranjero, vistiendo al desnudo, cuidando a los enfermos y visitando a los encarcelados» (Mt 25, 31-46).
«Ante el ingente trabajo que queda por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto con los que se unen en su nombre y trabajan por la justicia» y la paz (CiV 78).
«Se cumple aquí la profecía de Isaías sobre la eficacia de la Palabra del Dios: como la lluvia y la nieve bajan desde el cielo para empapar la tierra y hacerla germinar, así la Palabra de Dios «no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,10s). Jesucristo es esta Palabra definitiva y eficaz que ha salido del Padre y ha vuelto a Él, cumpliendo perfectamente en el mundo su voluntad.»[24] [1] V. gr. La Reina-Valera, Biblia Traducción Interconfesional, Biblia Pastoral, Biblia Católica para Jóvenes, Biblia del Peregrino, La Biblia de las Américas, Biblia de América, Biblia Latinoamericana, etc.
[2] Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, Madrid: Biblioteca de Autores cristianos, 2010. [3] Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Verbum Domini, n. 1. [4] Cfr. También Plegaria Eucarística IV. [5] Deus Caritas est, n. 13. [6] Verbum Domini, n. 99. [7] Verbum Domini, n. 100. [8] Cfr. Caritas in veritate, n. 7. [9] Benedicto XVI, Mensaje, XLIV Jornada Mundial de la Paz 2011, §7 [10] Caritas in veritate, n. 7. [11] «Ciertamente, no es una tarea directa de la Iglesia el crear una sociedad más justa» (Verbum Domini, n. 100). [12] Caritas in veritate, n. 21. [13] Verbum Domini, n. 100. [14] Verbum Domini, n. 105. [15] Juan Pablo II habla de la necesidad de vivir las Bienaventuranzas y de poseer la espiritualidad de misioneros en el mundo actual. Cfr. Redemptoris Missio nn. 87-91. [16] Verbum Domini, n. 99. [17] Verbum Domini, n. 99. [18] «Nunca olvidemos que «donde las palabras humanas son impotentes, porque prevalece el trágico estrépito de la violencia y de las armas, la fuerza profética de la Palabra de Dios actúa y nos repite que la paz es posible y que debemos ser instrumentos de reconciliación y de paz»». Verbum Domini n. 102 citando Benedicto XVI, Homilía (25 enero 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 enero 2009), 6. [19] Cf Verbum Domini, n. 92. [20] Verbum Domini, n. 100 citando Evangelii Nuntiandi n. 18. [21] Caritas in veritate, n. 57. [22] Verbum Domini, n. 101. [23] Caritas in veritate, n. 7. [24] Verbum Domini, n. 99 refierendo Is 55, 10s.