LA HABANA, sábado, 25 de junio de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito Orlando Márquez, director de Palabra Nueva, revista de la arquidiócesis de La Habana,
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Hace unos años, de visita en York, Reino Unido, me interesé por conocer sobre personas que veía deambulando por la ciudad, los homeless o “sin-casa” que tanto se oye mencionar. Hablé con algunos de ellos y con responsables de instituciones públicas y privadas encargadas de atenderlos. Contrario a lo que yo pensaba, hay muchas circunstancias que determinan en ese país, o en otros, la condición de homeless. De hecho, en aquel país una persona puede oficialmente ser declarada homeless aunque tenga una casa, si se prueba que no puede permanecer en ella, lo cual le permite recibir ayuda del gobierno local. De modo que quienes yo veía en la calle deambulando no eran homeless , sino rough sleepers según la ley, personas que dormían a la intemperie. Algunas de estas personas ocasionalmente iban a dormir a centros de atención, pero la mayor parte iba solo a comer algo o cambiar su ropa y preferían dormir en la calle. Cuando pregunté por qué no los recogían a todos y los mantenían internos, y así se garantizaba alimentos, cuidados y atención médica de conjunto, además de evitar ese feo espectáculo en las calles de tan hermosa ciudad, me dijeron: “Aquí no se hace eso. Este es un país libre. Si ellos quieren dormir en un refugio o debajo de un puente nadie se los puede prohibir, siempre que no molesten o agredan a otros”.
Aprendí que yo estaba equivocado, que había digerido o asumido ese concepto erróneo muy difundido en mi país: el pretendido ordenamiento social riguroso, ese excesivo control uniformador. A pesar de que, desde hace tiempo, tengo mis propios criterios en muchas cosas, había hecho mía una idea que no me permitía ver que la libertad de cada hombre es suya y no depende ni siquiera de mis conceptos de salud pública u orden social. La ley y las instituciones en York, tanto públicas como privadas, tienen planes concretos para reducir el número de personas en estas condiciones (en realidad eran unas 15) y prepararlas para integrarse plenamente en la sociedad, pero entre esos planes no está retirarlas del espacio público por decreto o el uso de la fuerza. Quizás la idea de libertad de aquellos rough sleepers no fuera muy académica, les bastaba saber que un día podían dormir en el hostal Arc Light y al siguiente alimentarse en el comedor del Ejército de Salvación, o pedir algo por la puerta trasera de la pizzería más importante de la ciudad. Esa era su libertad.
El problema de la libertad es tan antiguo como la misma vida humana, creada en y para la libertad. El deseo de dominar o hacer valer nuestros intereses o criterios sobre las personas que nos rodean forma parte de nuestra naturaleza, quizás esto tenga su origen en un instinto primario de sobrevivencia, de percibir que nuestra existencia peligra si prevalece el criterio de otros. Durante siglos de progreso humano existieron esclavos y esclavistas, vasallos y señores que podían disponer de la vida y los bienes de los súbditos; pero el verdadero salto al desarrollo llegó cuando el concepto de libertad se entendió de modo universal. Es cierto que continuaron los viejos vicios de dominación, adaptados ahora a las nuevas tecnologías, pero el bien inmenso del reconocimiento de la libertad como un derecho de todas las personas ha sido decisivo para el desarrollo humano y el progreso social.
Creados a imagen y semejanza de Dios implica que hayamos sido, forzosamente, creados libres. La libertad no se construye, ni se enseña ni se concede. La libertad es un derecho y, por tanto, se ejerce. Un derecho individual que plantea un reto colectivo: todos necesitamos ejercer ese derecho personal, pero debemos hacerlo respetando el mismo derecho en los demás. Si así no fuera, habría caos, y para evitar el caos se aplican las leyes, que deben ser justas para ser acatadas con respeto.
En su encíclica sobre la esperanza Spe salvi , el Papa Benedicto XVI afirma que el error fundamental de Marx al concebir su atractiva y revolucionaria propuesta social, estuvo en considerar que al solucionar el problema económico con la eliminación de los abusos de los capitalistas, se solucionarían para siempre todos los problemas sociales. Era una concepción materialista que ignoraba la naturaleza humana, resistente siempre a los moldes uniformantes, los planes igualitaristas y las restricciones antinaturales. Marx olvidó al hombre y su libertad, dice el Papa, olvidó “que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal” (ojo, el Papa no justifica el mal). Hay que aprender sobre ella cada día, y conquistarla cada día, porque cada día nos la pueden escamotear y también, cada día, se la podemos escamotear a otros.
Se comprende que libertad no es sinónimo de libertinaje, o hacer lo que me dé la gana, donde me dé la gana, a quien o con quien me dé la gana, según la distorsionada concepción de la tolerancia. Este último argumento llegó a constituirse en lo que algunos llaman ideología tolerante, aquella que pretende desconocer toda referencia a las buenas tradiciones, valores e incluso a cualquier forma de autoridad, en defensa de una supuesta emancipación, autonomía y elección personal que “no hace mal a nadie”. Es cierto que la libertad se expresa también como el ejercicio de elegir entre dos o más opciones, pero es mucho más que eso, pues toda opción implica elegir entre un bien y un mal o, cuando menos, entre un mal mayor y un mal menor. Mi elección, aunque yo lo ignore, siempre es considerada éticamente, tanto si aquello que elijo tiene que ver exclusivamente conmigo o afecta la libertad de otros.
En nuestro país se oye con más frecuencia la invitación, por parte de ciertos dirigentes políticos, a responder con ideas a las críticas al modelo social que impera entre nosotros, a convencer con argumentos a los que no comprenden el proceso, etc. También proponen esto científicos sociales, periodistas y hasta algunos que envían sus cartas para ser publicadas los viernes en el diario Granma . Es un modo civilizado de actuar, totalmente distinto a la violencia revolucionaria defendida y practicada por otros. La violencia es siempre una expresión primaria, una condición latente y connatural también a nosotros, pero que es preferible y posible dejar de lado. Incluso entre ella y la moderación, somos libres de elegir. Ahora bien, en esta invitación a convencer con argumentos, que es práctica de civismo y de razón, ¿hay una aceptación implícita a la libertad ajena a pensar diferente, y por tanto una aceptación de intereses distintos dentro de una misma sociedad, o es solo la invitación a convencer o disuadir? En otras palabras, ¿es una invitación al diálogo o al monólogo?
Porque si efectivamente se da un gran salto al intentar persuadir a quien piensa diferente, apelando a la razón y no a la fuerza, es inevitable que afloren otras preguntas que también merecen respuestas en el orden práctico: ¿qué pasa si las razones y argumentos no convencen?, ¿qué pasa si el otro me quiere convencer a mí?, ¿voy a convencer convencido de que la verdad la tengo yo, o voy a convencer sabiendo que tal vez pueda modificar ligeramente mi criterio? Plantado en mis propias ideas, ¿espero como soldado en trinchera para lanzar mi contraofensiva, o considero que tanto mi argumento como el ajeno pueden ser inciertos? ¿No es posible la convivencia de las diferencias? Sería terrible asumir tal fatalismo social. Tenemos un desafío en la puesta en claro de las diferencias, sean de tipo económico, ético, filosófico o político. Nuestra riqueza está en la nueva esencia que podamos obtener de esas diferencias compartidas.
No creo que el argumento que propuso algui
en en la Europa del siglo XIX deba seguir siendo dogma que no admite cuestionamiento. A estas alturas ni siquiera considero que lo haya propuesto como dogma. Tampoco creo que estemos condenados a la lucha constante, ya no de clases como sugería Marx, sino solo de los intereses personales y aspiraciones diferentes. ¿Puede alguien demostrar que es malo que una persona tenga iniciativa empresarial y que otra prefiera ser asalariada?, y si no es posible demostrarlo, ¿quién puede tener interés en frenar el “cuentapropismo” que oxigena los pulmones del Estado y la economía doméstica? ¿Cómo llamar “propiedad” a una casa o un auto que no pueden ser vendidos o regalados por su dueño legítimo? ¿Cómo hacer razonar a un atleta que no puede ser contratado en el exterior después, digamos, de cumplir ciertos compromisos nacionales, pero su entrenador sí tiene ese derecho? ¿Cómo aceptar que un extranjero pueda invertir en mi país y yo no? ¿Se puede justificar este tratamiento infantil que algunas de nuestras leyes dan a los ciudadanos? Es esta otra manifestación dolorosa del Estado paternalista.
No hay razones capaces de explicar las limitaciones al ejercicio de la libertad humana, ni argumentos que den razón del exceso de enfermizos controles burocráticos; del mismo modo que no hay discurso ni ideología que pueda defender o justificar formulas económicas y sociales cuya ineficacia ha sido largamente demostrada e innecesariamente padecida.
La cuestión tampoco es reducir el dilema a “capitalismo” y “socialismo”, trampa preferida de inmovilistas y fariseos de la política. Esos términos, y los contenidos que expresan, seguirán existiendo por mucho tiempo más y continuaremos aplicándolos, pero la realidad humana, y por ende social, es superior a todo intento por encasillarla, más aún en una época tan singular como la nuestra, donde los capitalistas chinos son bienvenidos al Partido comunista de su país, mientras al Gobierno de Estados Unidos se le llama comunista por aplicar fórmulas de mayor control estatal.
Pienso que debemos poner el foco de atención en lo que funciona y lo que no funciona, preservar los beneficios logrados en estos años y eliminar las políticas contraproducentes, trabajar en lo que dignifica al ciudadano, en lo que posibilita el desarrollo, al tiempo que protege al que esté en desventaja. Debemos atrevernos a andar nuestro propio sendero. Quizás baste con dar el primer paso para descubrir que no es tan espinoso el camino, que los controles excesivos crean más problemas de los que pretenden evitar. Es verdad que el primer paso suele ser el más difícil, pero parados en la encrucijada ya no es válido volver atrás, o detenerse, en plena globalización, a ver el flujo de vida que corre vertiginosamente ante nosotros.
Los cubanos aspiramos a más desarrollo y más oportunidades, y para un desarrollo integral se necesitan menos restricciones a las libertades individuales y colectivas. El beneficio es amplio: los ciudadanos quedamos liberados de controles excesivos para poder así adelantar proyectos personales que, a la postre, pueden ser beneficiosos para la sociedad; el Estado se liberaría de cargas económicas, burocráticas e ideológicas innecesarias que le drenan la yugular, los almacenes y hasta ciertos argumentos; y el país sería un espacio más agradable y armonioso para todos. Esa es la importancia de la libertad y las liberalizaciones.