MADRID, jueves 14 de julio de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a nuestros lectores una nueva entrega de la serie La otra memoria con la que ZENIT está sacando a la luz actos de bondad en la guerra civil española que ayuden verdaderamente a la reconciliación y la paz.
El historiador José Andrés Gallego recoge uno de los testimonios que han llegado a su blog: el de un niño que aprendió a perdonar a quienes mataron a su padre, gracias a un sacerdote que iba, familia por familia, invitando a la reconciliación.
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Recordarán, sin duda, la película «La vida es bella», en la que Benigni relataba la historia de un niño judío y su padre, llevados a un campo de concentración. Contaba cómo el padre no sólo evitó que mataran al hijo, sino que le mantuvo en la ilusión de que todo aquello era un juego realmente gigantesco, y eso hasta el final de los finales: cuando lo llevaban a matar y pasó delante de su hijo –que estaba escondido-, le hizo un guiño de complicidad, que hizo sonreír al pequeño en su escondite.
También recordarán que la película termina cuando el niño se reencontró con su madre, que caminaba en fila con las demás mujeres liberadas del campo, y que, en «off» (creo que se dice así), se escuchaba la voz de ese hijo, ya mayor, que comprendía la heroicidad magistral de su padre.
Pues bien, esa última parte (la voz en “off” sobre el reencuentro entre madre e hijo) implica sobreponer dos momentos distintos y muy distantes, entre los cuales tuvo que pasar mucho tiempo -años- y, en ese tiempo, fue cuando el niño no sólo se hizo mayor, sino que comprendió el alcance de lo que su padre había hecho por él. Algo le diría la madre, supongo.
Ahora sepan que una de las visitantes del blog (ya saben: http://joseandresgallego.worldpress.com) me ha brindado una historia que permitiría a Benigni continuar la película y -quizá- quebrar la idea de que nunca segundas partes fueron buenas. De lo que me habla mi visitante –Valvanera- es de un hombre que ya ha pasado los ochenta años de edad, tiene la mente lúcida, un recuerdo muy positivo de la vida, y se llama Julián. Vive en un barrio de Madrid -el del Pilar- que se citaba, hace años, como uno de los de mayor hacinamiento de España. Julián ha consagrado a él -y a su gente- gran parte de la vida; contribuyó a crear y mantener con su presencia y actividad, primero, un lugar donde esa gente pudiera reunirse, hablar, oír y sentirse a gusto y, cuando el barrio lo exigió -porque crecía más y más-, pasó a crear otro lugar semejante, y así hasta ahora.
No hablo de ningún lugar misterioso (aunque debo reconocer que es el albergue del misterio por excelencia). Hablo de un tipo de lugar muy conocido, y eso hasta el punto de que se ha olvidado su verdadero origen, que está en la Roma clásica y, en la Roma imperial, no tenía nada de misterioso. En el mundo de habla hispana, lo llamamos «parroquia».
A don Julián, hoy sacerdote, le ha mantenido en esas lides el recuerdo de la fortaleza y la generosidad de su madre. Tampoco olvida la fortaleza y la generosidad de su hermana, dos años mayor que él. Además, hace acaso setenta años (o más), cuando volvieron los del pueblo que se salvaron de la persecución del bando contrario, contaron que su padre, en la prisión, repetía frecuentemente “Mis hijos. Mis hijos…” Así que también tiene motivos para recordarle con cariño, aunque desapareciese de su vida cuando él tenía seis años, en octubre de 1936. Se lo llevaron unos hombres armados que venían de la Puebla de Don Fadrique, otro lugar cercano.
Pero lo que indujo a Julián, de niño, a vivir del modo en que ha vivido fue –según Valvanera, mi visitante- algo que vio después de la guerra: al cura de su pueblo (Quero, en La Mancha), lo mantuvieron escondido diversas familias y, cuando todo terminó y volvió a salir a la calle, se dio cuenta de que había mucha gente que había sufrido enormemente y que deseaba el mal a los del bando contrario, o así lo parecía. Así que su tarea –además de la misa y otras- consistió en dedicarse a visitar a esas familias las veces que hiciera falta para animarles a olvidar. Debía decir “olvidar”; porque sabemos de una mujer, al menos, que le replicó alguna vez que perdonaba, pero que también pedía justicia.
El caso es que, a Julián, le encantaba asistir a esas conversaciones de su familia con el cura. Habían perdido al padre y marido y también iba a verlos y animarles. En realidad, a Julián le gustaba enterarse de qué hablaban los mayores, fuera cual fuese el asunto del que trataban. Pero lo cierto fue que, de aquellas visitas, en él nació la idea de ser como aquel sacerdote e ir difundiendo el bien. Así que con nueve años le dijo a su madre que él también quería ser cura. Su madre dejó pasar un tiempo; al cabo de los días, le preguntó si seguía con esa idea y, como le dijo que sí, pusieron manos a la obra. No les cuento cómo se arregló la cosa económica porque no tengo espacio. Sí se deduce, del relato, que la madre no hizo ascos a la posibilidad de irse de portera de una casa de Madrid; aunque se resolvió por la vía de una beca.
Y se ordenó sacerdote, etcétera.
¿Es esa la continuación que pudo tener la historia de la película de Benigni? Hombre, por poder… Es probable que no; la vida es un carnaval de posibilidades y aquel niño italiano, vaya usted a saber por dónde salió. Pero es que la historia de don Julián -que he contado hacia atrás- no empieza ahí y, por tanto, tampoco acaba en eso. Al padre de don Julián lo mataron también en Paracuellos del Jarama. En su caso, aquel anarquista salvador –alias “El Ángel Rojo”, lo llamaban- no llegó a tiempo. Y, sin embargo, lo que ocurrió fue una buena continuación de la película de Benigni. Déjenme un poco de respiro y se lo cuento.
De momento debo añadir que, no hace mucho, en un Boletín diocesano de aquellos mismos días, noviembre de 1936, encontré un escrito que dirigió el obispo Olaechea, un guipuzcoano, a todos sus curas para agradecerles por lo mucho que hacían para ayudar a las familias de las víctimas de la represión (como hacían también con las de quienes morían en el frente). Y les recordaba, de paso, que el código de derecho canónico –el que entonces estaba en vigor, que era el de 1917- prohibía a los sacerdotes intervenir como testigos en los juicios a no ser que fuese un caso de verdadera necesidad. Y añadía que estaba seguro de que eran conscientes de que, en aquellos días, esa necesidad no se daba bajo ningún concepto. Era una manera, digamos, constructiva de recordarles que no se les pasara por la cabeza acusar a nadie de ser contrario a los católicos o de pensar políticamente contra la situación que había vencido. Aparte, él mismo -el obispo- se subió a un púlpito y mandó –a gritos- perdonar a diestro y siniestro. El de Quero, además, iba de casa en casa y familia a familia.
[La historia sigue el próximo 28 de julio, en ZENIT]
José Andrés-Gallego