Mujeres y niños de Sudán del Sur huyen de la guerra

El éxodo es hacia Etiopía

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Por Eva-Maria Kolmann

GAMBELLA, Miércoles 16 mayo 2012 (ZENIT.org).- «¡Cuidado! Retirad las cámaras». Inmerso en una inmensa nube de polvo rojo, el jeep de una patrulla de las fuerzas de seguridad pasa a nuestro lado. Hemos tenido suerte de nuevo. Los soldados pueden volverse muy bruscos cuando descubren que alguien intenta acercarse a los refugiados de Sudán del Sur quienes, extenuados, aparecen sentados a lo largo de la carretera que conduce al aeropuerto de Gambella, ciudad del oeste de Etiopía. «Very terrible»; así califica el sacerdote que nos acompaña a las fuerzas de seguridad, «realmente terribles». Las cámaras no están bien vistas; no podemos descender tampoco del vehículo. A escondidas, hacemos fotos desde la ventana del automóvil.

Bajo un árbol, cerca de la carretera, pueden verse a unas mujeres demacradas, acompañadas por niños semidesnudos. De las ramas han colgado bolsas de plástico de vivos colores: allí tienen todo lo que pueden llevar consigo en esta larga marcha.
El termómetro sigue marcando casi 40 grados, pero durante las últimas semanas el calor fue mucho más sofocante. Muchos de los refugiados han recorrido más de 200 kilómetros bajo este sol abrasador, hasta encontrar por fin un lugar donde pueden permanecer provisionalmente.

Una mujer escuálida ve nuestro automóvil; se levanta y extiende las manos con un gesto suplicante. Casi un motivo bíblico: espontáneamente me viene a la cabeza la frase «Raquel llora por sus hijos». Reúne consigo a los ocho niños que saltan alrededor del árbol. Con sus gestos parece rogar que el mundo vea su desgracia: hace gestos dirigiéndose a sus hijos y alza las manos al cielo. Su aspecto es el de una mujer mayor; sin embargo, a juzgar por la edad de sus hijos no puede tener más de treinta años. ¿Cómo habrá conseguido superar esa marcha con ocho niños?

Por donde alcanza la vista se aprecian manchas de color diseminadas en el parco paisaje: por todos los lugares donde hay arbustos han encontrado un mísero refugio tras abandonar sus hogares. La mayoría son mujeres y niños; los hombres están en la guerra. Un niño pequeño juega con una rueda vieja de bicicleta; otros trepan por los matorrales, se balancean en la rama de un arbusto y se columpian. Las madres están en cuclillas sobre telas o sobre la tierra desnuda. En los matojos hay ropa secándose. De algunos fuegos se levanta humo; en unos pocos cacharros se cocina una comida que ha de ser suficiente para muchos.

Solo en la Vicaría Apostólica de Gambella, limítrofe con Sudán del Sur, han buscado refugio hasta ahora entre 20.000 y 30.000 personas; y cada día son más. El Obispo Angelo Moreschi hace todo lo que está en sus manos para ayudarles. Siempre que lo permiten las autoridades, envía un camión-cisterna con agua para estas personas sedientas. Aquí, el agua es un bien de inmenso valor. Pero tanto valor tienen también las palabras y los gestos de esperanza. Allí donde los refugiados permanecen más tiempo y se les permite, los sacerdotes también dan consuelo a las almas. La mayoría de los sudaneses del sur son cristianos. Ya hay tres capillas para refugiados, en diversos lugares del territorio de la Vicaría. En el futuro precisarán más ayuda, pues también en este mismo momento siguen haciendo su hatillo mujeres en Sudán del Sur; reúnen a sus hijos y se ponen en marcha en este dificultoso y largo camino.

El futuro no tiene buen aspecto. Omar Hassan al-Baschir, el Presidente de Sudán, con sede en Jartum, quiere la guerra con Sudán del Sur, independiente desde el pasado julio. Según los expertos, una nueva guerra tendría peores consecuencias que la guerra civil de 1983 a 2005, que costó la vida a más de 2 millones de personas y dejó sin hogar a muchos millones. El miedo es especialmente grande sobre todo en la región fronteriza entre el norte y el sur de Sudán. Los niños huyen gritando a cuevas y agujeros en la tierra cuando oyen el ruido de los aviones. Numerosas personas han muerto o han resultado gravemente heridas en los bombardeos.

Hace tiempo que se olvidaron los fuegos artificiales y los tambores con los que los habitantes de Sudán del Sur expresaron su alegría, hace menos de un año, para celebrar el nacimiento de su propio Estado. Hoy, un sinnúmero de niños semidesnudos y de mujeres llorosas y escuálidas huye. Si no hay paz entre el norte y el sur de Sudán, una nueva generación de niños no conocerán otra cosa que el miedo, la muerte y la violencia, o la miseria de un campo de refugiados. «El mal existe. A quien no lo crea, me gustaría traerle aquí y enseñarle todo lo que está sucediendo», dice el padre Dr. Andrzej Halemba, responsable de proyectos de «Ayuda a la Iglesia Necesitada». Toda ayuda, todo signo de esperanza, todo gesto de caridad les asegura también la supervivencia del alma. ¿Se limitará el mundo a ser mero espectador, sin hacer nada?

Nosotros tenemos que continuar; no podemos pararnos mucho tiempo. Los niños nos dicen adiós con las manos y nosotros respondemos a ese gesto. Más no podemos hacer en este momento, pues las patrullas de la fuerzas de seguridad siguen pasando a lo largo de la carretera que conduce al aeropuerto de Gambella, donde Raquel llora por sus hijos. ¿A quién protegen de quién?

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ZENIT Staff

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