Bien en nuestro cuerpo, bien fuera de él, afanémonos por agradar al Señor (Tiempo ordinario 11, ciclo B)

Comentarios a la segunda lectura dominical

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ROMA, viernes 15 junio 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el 11 domingo del Tiempo ordinario.

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Pedro Mendoza LC

«Así pues, siempre llenos de buen ánimo, sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión… Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Por eso, bien en nuestro cuerpo, bien fuera de él, nos afanamos por agradarle. Porque es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal». 2Cor 5,6-10

Comentario

En el pasaje de la 2ª carta a los Corintios precedente al de este domingo, san Pablo habla del morir cotidiano, testificando al mismo tiempo la certidumbre de la vida imperecedera (4,14.18). Al mismo tema se refiere 5,1-10, en donde el Apóstol expone detalladamente la espera de los últimos tiempos. Pero aunque el tema es idéntico, se trata de muy diversa forma en cada uno de estos pasajes. Mientras en el primero (4,7-18) habla de la vida y la muerte tal como las experimenta íntima y personalmente la fe y la piedad; en el segundo (5,1-10), en cambio, describe las realidades últimas mediante afirmaciones doctrinales y de fe, como una historia futura. Si san Pablo había dicho antes que en el actual morir cotidiano se hace cada vez más íntima y más fuerte la unión con el Señor (4,11.16), ahora dice que la vida del cuerpo significa separación del Señor (5,6-10). Esta y otras afirmaciones de ese género entre ambos pasajes parecerían contradictorias entre sí. Sin embargo, ellas sirven más bien al Apóstol para presentar diversas consideraciones y aspectos doctrinales sobre una misma cosa.

Ante la realidad de la muerte el hombre experimenta, por una parte, miedo y, por otra, la esperanza de vencerla. San Pablo refuerza esta última convicción con la certeza de la fe. Dios ha creado al hombre para ser sobrevestido. La creación divina es siempre razonable y Dios lo que comienza lo lleva hasta su fin. También consumará este deseo. Garantía de ello es la donación, ya realizada, del Espíritu que se designa aquí como fianza de la plenitud de los dones. Esta certeza de fe ilumina y llena de confianza al hombre en su peregrinar por este mundo. El Apóstol, recurriendo a nuevas imágenes, indica que el vivir significa estar lejos del Señor, en el exilio; y el morir, ir a la patria, junto al Señor (v.6). Sobre la tierra el cristiano está en el exilio y espera su partida hacia el Señor.

A continuación, si bien san Pablo reconoce que nuestra condición de cristianos significa, ya en este tiempo, estar en Cristo o con Cristo (2,14; 14,4), afirma que el estar actual con Cristo es sólo un caminar en la fe (v.7). Un pleno «estar en Cristo» sólo será posible cuando contemplemos la realidad. Por ello el Apóstol –y junto con él el cristiano– desea salir del cuerpo para estar junto al Señor, en casa (v.8). San Pablo tiene la profunda convicción de que morir es ir a «vivir junto al Señor». La comunión con el Señor se prolongará también en la muerte y así queda vencido todo temor ante la muerte.

Estas convicciones que brotan de la fe y de la esperanza cristianas no son vanas ilusiones. Informan la vida cristiana, los afanes cristianos de cada día. La vida del cristiano debe estar siempre marcada por el impulso de ser grato al Señor (v.9). Sólo cuando el cristiano consiga ser grato al Señor, puede esperar para sí, un día, la estancia en el cielo junto a Él. Sólo cuando haya conquistado esta complacencia, será para él la salida del cuerpo a la casa del Señor. En caso contrario, como afirma a continuación el Apóstol, será caer bajo el juicio: «todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (v.10).

Por lo tanto, conseguir agradar al Señor tiene una importancia decisiva, pues de esto dependerá la sentencia del juicio. El juicio consistirá en comparecer ante el tribunal de Cristo. En el juicio, el hombre recibirá la recompensa o el castigo de acuerdo con lo que haya hecho, bueno o malo. Juntamente con la realidad del juicio que versará sobre nuestras obras, san Pablo sostiene otra afirmación de vital importancia: el hombre nunca puede merecer la justificación con sus obras, sino que ésta es, para él, siempre un don de Dios. «Por gracia suya quedan gratuitamente justificados» (Rom 3,24). El Apóstol reconoce, de este de modo, que la obra de Dios y la del hombre caminan juntas. De ahí que, si bien Dios hace la gran obra de la redención, esto no significa que el hombre pueda permanecer inactivo. El don de Dios es para el hombre tarea y obligación, como el Apóstol dice enérgicamente: «Trabajad con temor y temblor en la obra de vuestra salvación. Pues Dios es el que obra en vosotros» (Fil 2,12s). El hombre no puede olvidar nunca que en la obra de la salvación Dios es su socio. Será abrasado por este socio, si llega a olvidarlo. La proclamación de la gracia no libera, pues, de la obligación de una conducta moral, sino que, por el contrario, exhorta a ello.

Aplicación

Bien en nuestro cuerpo, bien fuera de él, afanémonos por agradar al Señor.

La liturgia de la palabra de este domingo 11 del Tiempo ordinario nos ofrece enseñanzas sobre la confianza y el entusiasmo. Las tres lecturas están orientadas hacia ello. El Evangelio nos infunde esta confianza haciéndonos ver cómo el Reino de Dios es una fuerza irrefrenable que se abre paso a través de toda dificultad y circunstancia que se le presenta en su camino. La lectura tomada del profeta Ezequiel presenta un mensaje parecido a través de la pequeña planta de cedro que alcanza un crecimiento extraordinario. San Pablo, por su parte, lleno de confianza en Dios, se entrega con entusiasmo a Él y a su misión en el compromiso de agradarle plenamente.

La confianza en Dios es algo esencial en la vida de todo creyente. De una manera especial esta necesidad se hace imperiosa en los momentos de prueba, como la que padeció el pueblo de Israel en el exilio, y de la cual nos habla la lectura del profeta Ezequiel (17,22-24). Él fue enviado por Dios para fortalecer la esperanza de sus compatriotas en esos duros momentos. Para ello se sirve de la imagen de una planta muy pequeña, que Dios plata y que se convierte en un cedro magnífico: «Debajo de él habitarán toda clase de pájaros, toda clase de aves morarán a la sombra de sus ramas» (v.23b). De esta manera el profeta quiere infundir en el corazón de los exiliados una confianza inquebrantable en el amor de Dios para con ellos, el cual es capaz de transformar las situaciones más adversas en favorables, las más negativas en positivas, la muerte en vida.

A través de las parábolas que Jesús nos comunica en el Evangelio resplandece la misma enseñanza (Mc 4,26-34). Así lo vemos, por ejemplo, en la pequeña semilla arrojada en tierra que vence todo tipo de obstáculos que se le presentan, abriéndose paso en el terreno y fuera de él hasta llegar a convertirse en un árbol frondoso, bajo cuyas ramas todos encuentran reparo. Existe, por tanto, un gran contraste entre el inicio modesto y el resultado grandioso que Dios es capaz de obrar. Esta es una de las características del Reino de Dios, de la Iglesia y de toda obra de Dios: ese dinamismo interior que Dios infunde en ellos para llevarlos a plenitud. Ese dinamismo que no es otra cosa que su amor salvífico y potente que está presente y operante en ellos.

San Pablo, en el pasaje de la 2ª carta a los Corintios, nos muestra su gran confianza en el poder de Dios de frente a la realidad trágica de la muerte (5,6-10). Para él la muerte ya no es algo negativo, motivo de desesperación y angustia, sino que la mira con
el optimismo de quien descubre en ella un paso necesario para alcanzar la unión plena y definitiva con Cristo. En efecto, «mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor» (v.6). Consciente de ello, el Apóstol es capaz de preferir morir, para habitar junto al Señor; pero al mismo tiempo es consciente de sus tareas apostólicas y por lo mismo se compromete a llevar adelante su misión de la mejor manera posible para que, al presentarse ante el tribunal de Dios, reciba la recompensa merecida por sus buenas obras, sostenidas siempre por la gracia y el amor de Dios. Y por lo mismo nos exhorta a que bien en nuestro cuerpo, bien fuera de él, nos afanemos por agradar al Señor.

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ZENIT Staff

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