Precocidad en su entrega a Dios e incomprensiones ante sus numerosas experiencias místicas y favores celestiales, fueron, entre otros, los signos que marcaron el acontecer de esta abadesa benedictina. Vino al mundo en Asiago, Italia, el 15 de agosto de 1606, en una familia acomodada y socialmente reconocida. Su padre Giovanni era un terrateniente dedicado al comercio, y su madre Virginia pertenecía a la rama de los Ceschi di Borgo Valsugana. En 1612, cuando tenía alrededor de 6 años, quedó huérfana de madre, y su padre consideró oportuno encomendar su educación a las Hermanas Pobres de santa Clara en Trento, donde ingresó en 1615. Con las religiosas obtuvo una interesante formación que le permitió adquirir destrezas en tareas propias de la época que eran de gran utilidad, como las labores de punto. Además, tenía una sensibilidad artística que cultivó por medio de la literatura, la música y la danza, todo ello complementario a lo esencial para su vida: la educación religiosa. Tenía auténtica pasión por Cristo. Y llevada por ella obtuvo una gracia insólita en la época: tomar la primera comunión a sus 9 años. Como han hecho otras insignes discípulas de Jesús, con esa edad ya le consagró su virginidad. Y en aras de esta promesa efectuada libremente, a los 12 años intentó que su padre le permitiera ingresar en la vida religiosa.
Había elegido ser clarisa y pasar el resto de la existencia en la clausura de Trento donde estaba siendo formada. Sin embargo, su deseo contravenía los planes de su progenitor que había previsto que contrajera matrimonio, y con tal finalidad se la llevó consigo a Asiago, a la espera de que llegase el momento. En un principio se vio obligada a seguirle, pero fue tan insistente que logró torcer su voluntad. Lo que no pudo impedir es que recayese en él la elección del convento y de la orden en la que consumaría su ofrenda. Así pues, con 15 años, como su padre autorizó su ingresó en el monasterio benedictino de san Jerónimo de Bassano, inició su vida religiosa. Es de suponer que Giovanni no fue consciente del trasfondo espiritual que conllevaba la presión a la que había sometido a su hija. Pero Dios se valía de su terquedad y actitud impositiva para conducir a la beata por el sendero previsto por Él.
Al profesar el 8 de septiembre de 1622 tomó el nombre de Giovanna Maria. Su primer éxtasis se produjo precisamente ese día. Con posterioridad, durante siete años continuaría siendo acreedora de numerosas y frecuentes gracias, que en su mayor parte venían unidas a la Eucaristía. Además, forma parte del selecto elenco de místicos que recibieron en su cuerpo los estigmas de la Pasión que eran manifiestos desde el jueves por la tarde hasta el sábado por la mañana. Oró fervorosamente para que desaparecieran, y en un momento dado obtuvo lo que pedía, pudiendo llevar vida normal como el resto de las religiosas. De todos modos, la presencia sobrenatural de Dios era particularmente manifiesta para ella en el instante de recibir la Sagrada Comunión. Como los signos extraordinarios con los que era agraciada no pudieron permanecer ocultos, atrajeron la atención de muchas personas que comenzaron a difundirlos juzgándolos una prueba de su santidad, lo cual le apenaba sobremanera. También suscitaron numerosos resquemores. El signo de la contradicción acompaña siempre a los hijos de Dios; es una garantía de su autenticidad. A veces las controversias no vienen de fuera; tienen su origen en los más cercanos. Es la experiencia que ella tuvo que afrontar. Entre sus hermanas de comunidad hubo gran disparidad de opiniones. Algunas se negaban a aceptar la legitimidad de los favores, y se inclinaban a juzgarlos como fruto de sus debilidades. Vanidad, superchería, herejía…, a Giovanna le perseguían las tribulaciones, y las consecuencias de la acepción divina hacia su persona fueron muy dolorosas humana y espiritualmente. Era la cruz a la que debía abrazarse, los momentos de prueba que han de afrontar los discípulos de Cristo, cada uno con las características particulares. En su caso vinieron acompañados de amargura, soledad, incomprensión, dudas y hasta aceradas críticas que iban más lejos. Su propio confesor la tildó como demente y le prohibió tomar la comunión. Además, tenía vedado comparecer en el locutorio y le impidieron escribir cartas.
Siete años duraron estas penalidades, que no vinieron solas. A ellas se unieron males físicos: ciática y fiebres, entre otros. Tenía en contra a todo el clero de Vicenza. Lo que se dice una corona de sufrimientos. Aislada en el convento, Cristo se hizo notar dándole consuelo. Extraía de su divino costado la Sagrada Forma y se la ofrecía con estas palabras: «Toma, esposa mía». Otras veces era un ángel el que tomaba de la patena la Hostia que el sacerdote distribuía y se la llevaba a ella. Cuando se aceptó la veracidad de sus experiencias místicas, revocaron las prohibiciones. Y en 1652 fue elegida abadesa. Tres años más tarde fue priora, y nuevamente reelegida abadesa en 1664. Durante veinte años formó a sus hermanas en lo que ella conocía por experiencia: sobrenaturalizar lo ordinario, enseñándoles que no buscasen grandes gestas, sino la fidelidad evangélica a las pequeñas cosas de cada día. Sus sabios consejos eran demandados por muchas personas, incluso las pertenecientes a altos estamentos sociales. En todos dejó la huella de su paciencia, humildad y caridad. Socorrió a los pobres y a los marginados. Tuvo el don de bilocación y el de milagros. Murió en Bassano el 1 de marzo de 1670 con fama de santidad. Fue beatificada por Pío VI el 9 de junio de 1783.