Seguimos ofreciendos los artículos del padre Antonio Rivero LC, dirigidos a la formación continuada de los sacerdotes, con una serie de sugerencias sobre las homilías.
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Hablemos ahora de las condiciones esenciales del predicador.
El ser del predicador se compone de dos elementos, uno objetivo y otro subjetivo. Expliquemos ambos.
Primero, el elemento objetivo se basa en la misión. El ministerio de la predicación no se basa en último término ni en la ciencia teológica ni en la comunidad y su aprobación, ni tampoco en la fe personal del predicador ni en su capacidad de predicar. La predicación está fundada primariamente en la misión y vocación por parte de la Iglesia. Pero se basa secundariamente en el carisma del predicador.
Y segundo, el elemento subjetivo: la competencia del predicador. El predicador es un mediador. Entendemos por competencia el conjunto de capacidades que son de desear en aquel que a va a desempeñar hoy el menester de la predicación1.
¿Cuáles son esas capacidades o competencias?
Primero, la competencia jurídica: el uso más antiguo procede del terreno jurídico. En el trasfondo de este concepto está la organización social, el sistema social de reparto del trabajo en el que hay diferentes roles y correspondientes incumbencias a respetar. El predicador sagrado tiene la competencia jurídica, un encargo pastoral, una misión canónica, un nombramiento como representante de la Iglesia.
Segundo, la competencia profesional: competencia significa aquí el conocedor de cierta ciencia o materia o experto o apto en la cosa que se expresa o a la que se refiere el nombre afectado por competente. El predicador sagrado debe tener esta competencia profesional, debe conocer la tradición cristiana y desde una interpretación de la Sagrada Escritura sabe iluminar las situaciones humanas.
Y tercero, la competencia comunicativa: presupone una competencia personal. Significa que el predicador tiene que estar bastante lleno de Dios para darlo al pueblo cristiano. Quien más lleno está de Dios más lo comunicará.
Después de haber visto las condiciones del predicador veamos ahora las dimensiones de la formación homilética en el predicador
Primera, la dimensión intelectual. “El fundamento de la elocuencia –afirma Cicerón- como de cualquier otra cosa, es la sabiduría”. Lo que el orador latino llama sabiduría es lo que en castellano expresamos como sentido común. El estudio proporciona al predicador los conocimientos necesarios y le familiariza con el estado actual de la investigación teológica. Es lo que llamamos competencia profesional: conocimiento de la tradición de la Iglesia, de la Sagrada Escritura, de la teología, del mundo de hoy, etc.
Segunda, la dimensión pastoral. Se trata de adquirir seguridad en los objetivos con las personas que me fueron encomendadas.
Tercera, la dimensión humana. La predicación es predicación a personas. Por tanto, el predicador tiene que prepararse para esta comunicación con las personas. Le ayudará mucho el estar cercano con la gente con sencillez y humildad, y dialogar con ellos con franqueza y respeto.
Y cuarta, la dimensión espiritual. Esta dimensión es la que da hondura a las otras. La dimensión espiritual es tratar de ver todo con los ojos de Dios y dar respuesta desde Dios a todos las situaciones y problemas personales y comunitarios.
1 Santo Tomás recoge en un texto las diferentes imágenes con que la Escritura designa al predicador: “El apóstol denomina con diversos nombres el oficio del predicador, puesto que lo llama, en primer lugar, soldado, pues defiende a la Iglesia contra los enemigos; en segundo lugar, viñador, ya que poda los sarmientos superfluos o dañados; también pastor, pues apacienta a los súbditos con el buen ejemplo; buey, porque en todo debe proceder con gravedad; arador, puesto que tiene que abrir los corazones a la fe y a la penitencia; en sexto lugar, trillador, pues tiene que predicar frecuentemente y con fruto; arquitecto del templo, dado que ha de construir y reparar el edificio de la Iglesia; y, finalmente, ministro del altar, pues ha de enfrascarse en un oficio grato a Dios” (In I ad Cor., c. 9, lect. 1).