Durante la Última Cena, Jesús instituye la Eucaristía y junto con ella el sacerdocio cristiano. Así, entonces, como nos enseña la Sagrada Escritura, celebramos el memorial de la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. De allí que cada vez que celebramos la eucaristía hacemos presente de manera sacramental a Jesús, con su cuerpo y su sangre, con su presencia real y sacramental, con su sacrificio redentor y con su pascua liberadora. Hoy la Iglesia, en todo el mundo, conmemora ese evento tan importante y tan central para la vida de los creyentes.

Se trata del “sacramento de nuestra fe”, como lo decimos en cada celebración. Esta expresión encierra una enorme riqueza que, ojalá, pudiéramos siempre tener en cuenta. Es sacramento porque es una expresión clara de Dios que salva y que quiere darnos su gracia para que podaos seguir las sendas hacia la plenitud del encuentro con Él en la eternidad. Es un sacramento y misterio, ya que a medida que lo conocemos y celebramos se va descubriendo la fuerza transformadora que hay en él. Esa fuerza es la del mismo Señor con su muerte y su resurrección.

Como sacramento, mediante los ritos que se van realizando en la celebración, va produciendo en cada uno de los creyentes un efecto bien concreto: la comunión. Muchas veces hablamos de la comunión sólo porque comemos el pan eucarístico. Ciertamente que es un momento culminante. Pero no podemos reducir a esto la comunión. Al referirnos a la celebración, sencillamente toda ella apunta a la comunión con Dios: el encuentro con los hermanos, la Palabra, la plegaria eucarística, la comunión con el cuerpo de Jesús, el dar gracias por la presencia amorosa de Dios… Es sacramento de comunión porque en él no sólo se favorece, sino que se da el encuentro vivo con Jesús. Ese encuentro que hemos de tener permanentemente con Él, se hace realidad de manera sacramental en la eucaristía.

Por eso, hablamos de sacramento de nuestra fe. Por la fe, todos los creyentes en Cristo alcanzamos la real posibilidad de un encuentro vivo con Él. Es un objetivo claro de nuestro acto de creer, que, a la vez, nos va preparando para lo que sucederá luego de la muerte: el encuentro definitivo con Dios. Y si esto lo hemos de vivir en nuestra cotidianidad, entonces en la eucaristía se alcanza de una manera muy intensa y sacramental: por su presencia con la Palabra y con la Eucaristía, el Señor sale a nuestro encuentro y nosotros vamos hacia Él. Además, todos los ritos van apuntando hacia una expresión bien intensa de ese encuentro, cuando oímos su Palabra y, sobre todo, cuando comemos el alimento eucarístico.

Se trata de un sacramento de fe, ante el cual profesamos que creemos en el que anunciamos la muerte del Señor, su resurrección, su redención y su pascua, cada vez que comemos de su pan y bebemos de su sangre, hasta que Él vuelva. Así, además celebramos de manera anticipada el banquete del Reino de Dios. Se trata, pues, de un sacramento que involucra la fe en todos los sentidos.

Podemos considerar ahora dos elementos de esa fe que profesa y vive el misterio eucarístico. En primer lugar es sacramento que nos permite creer. Mejor dicho, requiere la fe para poder aceptarlo. Esa fue la experiencia de los dos discípulos de Emaús: reconocieron al Señor en la fracción del Pan. Lo habían sentido cercano, les había encendido el corazón y los ojos de la fe lo reconocieron en el partir el pan. Para poder proclamar que anunciamos su Pascua, los creyentes tenemos que profesar la fe en la presencia real de Jesucristo y asumir que por la Eucaristía estamos inmersos en la nueva y eterna alianza. Esa que fue sellada con la sangre de Cristo y de la cual podemos participar en cada celebración.

La eucaristía nos permite, entonces, hacer un ejercicio de lo que debe ser nuestra vida de cristianos: hacer que la fe reconozca la presencia de Dios y así fortalezca nuestra existencia cristiana. Entonces, será posible el encuentro vivo con Jesús. Una de las consecuencias de nuestra fe es, precisamente, ese encuentro con Jesús. Esto se debe dar en la vida de todos los días; en la eucaristía se da de manera sacramental e intensa. Nuestra fe no se queda sólo en decir que creemos sino que da un paso más allá: esto es en abrir nuestro corazón para que la Palabra y la misma Eucaristía se hagan sentir en él. Así, el encuentro con Cristo nos introduce en Él y Él se sigue haciendo uno de nosotros en cada uno de nosotros mismos. Es el significado del término comunión.

En segundo lugar, la Eucaristía alimente nuestra fe. Profesar nuestra fe en la Eucaristía tiene como resultado, el ser enriquecida con el alimento de la salvación. Por eso también es sacramento de nuestra fe. Cada creyente es alimentado y sostenido por la fuerza de la Eucaristía y como nos dice el mismo Señor puede ya tener un anticipo del encuentro definitivo con Dios, ya que es el Pan de la Vida eterna… y junto con él, tenemos la Palabra de vida eterna. Por eso, quien cree tiene la vida eterna.

Esta segunda dinámica de la fe nos permite seguir entendiendo que nos conduce al encuentro vivo con Jesús. Este no es un eufemismo o una manera de decir algo bonito. Es la realidad que marca nuestra existencia, para la cual fuimos bautizados. Con el bautismo recibimos la fe y también la vocación a vivir en la familia de los hijos de Dios.

Ahora bien, lo que conmemoramos hoy Jueves Santo, es la institución de este sacramento de nuestra fe. Esta ceremonia, con toda su intensidad y belleza, nos impulsa a centrar nuestra mirada en el misterio eucarístico. Como bien lo ha subrayado el Beato Juan ¨Pablo II, hemos de hacerlo con “asombro”. El asombro no es una especie de admiración o una manifestación de desconcierto. El asombro eucarístico es la actitud de reconocimiento del milagro que allí se da: el memorial de la nueva alianza, de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, en el cual podemos participar como discípulos de Jesús. Este asombro nos lleva a proclamar, con palabras y cánticos, pero ante todo con nuestra vida, que Cristo está allí presente y lo proclamamos por siempre.

Para que se dé el asombro eucarístico de nuestra fe, tenemos que sentir la fuerza del amor. También en la Última Cena se instituyó el mandamiento del amor. La fe va acompañada del amor. Pero lo interesante es la novedosa e inédita manera que lo plantea el Maestro: para reconocer a Dios presente, para amar de verdad a Dios, hay que amar a los hermanos. En este seremos reconocidos por los demás como discípulos de Jesús. Y no hay excusa, porque el mismo Jesús nos lo dice: “Ámense… como Yo los he amado”. La mejor manera de reconocer que Dios nos ama, es amándonos los unos a los otros, con todo lo que ello requiere y exige en cada uno de nosotros.

Esta realidad del amor fraterno constituye un nuevo rostro de ese misterio de la fe. El encuentro vivo con Jesús que se hace intenso y sacramental en la eucaristía requiere que nos encontremos con los demás como hermanos. Si no podemos cojear en la práctica del amor… y el encuentro con el Señor será incompleto. En la eucaristía sucede igual. No podremos decir que celebramos la eucaristía de manera completa si existe entre nosotros divisiones, discriminaciones, separaciones, odios, envidias… El encuentro vivo con Jesús es también encuentro vivo con los hermanos. La celebración de la eucaristía es también, entonces, sacramento del amor.

Sacramento del amor de un Dios que se entrega por nuestra salvación; y de un amor de hermanos que comparten la pascua de Jesús que nos libera de todo pecado y sus consecuencias. Así el encuentro con los hermanos, no sólo en la celebración litúrgica sino en todo momento, debe ser un encuentro de amor eucarístico. Al serlo, imitaremos al mismo Señor que se rebajó de su condición para convertirse y mostrarse en un siervo de los suyos: por eso les lavó los pies a sus discípulos. Y nos pidió que hiciéramos lo mismo con nuestros hermanos.

Al ha cer realidad esto, cada uno de nosotros debe estar dispuesto a lavar los pies de los otros y a dejarse lavar los suyos propios. Es la expresión del amor más fraterno que debe existir y que ha de distinguir a todo aquel que profese su fe en el Señor. Es así como el encuentro vivo con el Señor adquirirá su justa y total dimensión.

Es esto lo que hoy conmemoramos en esta hermosa tarde. Hacemos memoria del sacramento de la fe y del amor. Nos invitamos mutuamente a lavarnos los pies, es decir a servirnos los unos a los otros con total y decisivo amor. Así podremos encontrarnos con el Maestro que supo dar su vida por nosotros y establecer la nueva alianza que cada día rememoramos en toda eucaristía. Dejemos que el Espíritu del Señor nos conduzca y abramos nuestra mente y nuestro corazón para dejémonos llenar de la fuerza del amor de Cristo a quien reconocemos presente en el sacramento de nuestra fe. Amén