En esta semana, 21ª del Tiempo Ordinario, se nos recuerda la necesidad que tenemos todos de la salvación eterna y cómo podemos entenderla o vivirla mejor.
Hemos sido hechos para gozar de la vida con salud y para siempre; no para el dolor, ni la enfermedad ni la muerte. La causa de dichos impedimentos es el pecado y para reconocer nuestra limitación y dependencia de Dios, pues no podemos liberarnos con nuestras propias fuerzas. Nuestro destino es la gloria en el Cielo junto a todos nuestros seres queridos, pero nada de todo esto es posible sin la elección, gracia y amor de Dios. No podemos darnos a nosotros mismos la salvación ni la felicidad eternas.
En el evangelio del domingo nos dice Jesús que el camino para esa bienaventuranza, que Él ha inaugurado, tiene una puerta estrecha que es preciso cruzar con esfuerzo (Lc 13, 22-30). San Agustín de Hipona (354-430), obispo y doctor de la Iglesia, patrón de los que buscan a Dios, cuya memoria celebramos el día 28, nos acompaña esta semana dándonos sobre este tema de la salvación unas enseñanzas muy valiosas, que quiero compartir a continuación. Él se dice a sí mismo, con San Pablo, en Rom 7, 24: “Miserable de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”.
Dios es el Sumo Bien, eligió a los que quiso salvar y les proveyó con el don de la perseverancia. Fuera de Él está la nada, el pecado, la muerte. Nosotros no fuimos nunca inocentes pues fuimos concebidos en pecado, además pudimos iniciarnos viviendo bien pero elegimos el mal, dice San Agustín, y sólo es libre aquel que no es esclavo del pecado, el que no puede hacer el mal. Para ello nos hacen falta unas mediaciones para la salvación: internas (a la voluntad y a la conciencia del hombre con la gracia y amor de Dios) y externas (predicaciones, hermenéutica bíblica, sacramentos y la Iglesia visible).
Por efecto de la gracia de Dios, que Él da a quien quiere, el hombre empieza a encaminarse hacia el bien, va recobrando su ser y se aleja de la nada. Si la persona tiene el amor de Dios, si es un salvado, realiza buenas obras, que consisten en una vida de oración, de ayuno, que es negación de uno mismo y la abstención de las cosas del mundo, da de lo que tiene y muestra el amor a sus hermanos. Una vez que el hombre es salvado llegará a formar parte de la Ciudad de Dios, ya que en el infierno terminará la ciudad terrena. Entonces el ser humano, liberado de la ciudad terrena, llegará a la felicidad eterna y a gozar de las cosas bienaventuradas y del descanso eterno.
Procuremos durante esta semana ser más conscientes de lo mucho que nos perdemos al separarnos de Dios. Permanezcamos unidos a Él, obedeciendo Su Voluntad y realizando buenas obras fundamentadas en Su Amor y no en nuestro interés. Pidamos la intercesión de San Agustín y de Santa Mónica, su madre, cuya memoria celebramos el día 27. También el día siguiente, 28, San Juan Bautista -en su martirio- nos recuerda que es preciso dar la vida por la verdad de la salvación que nos trae Nuestro Señor.