"Dijo Jesús a sus discípulos: «Vendan sus bienes y den limosna; háganse bolsas que no se echen a perder y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Tengan ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Pórtense como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas llegue y llame. Felices los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; les aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y les servirá la cena. Estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, viene el Hijo del hombre»" (Lc. 12, 32-48).

Jesús no vino para solucionar problemas económicos, sino para enseñarnos a vivir de manera que logremos la salvación eterna con todos los medios a nuestro alance, pues la vida eterna es la máxima riqueza, la máxima herencia.

El rico necio de la parábola cree que la felicidad está en lo que tiene. Pero no se da cuenta de que esa felicidad es tan pasajera. La pierde toda de golpe y para siempre.

No es malo tener bienes; lo malo está en adquirirlos mal y acumularlos por egoísmo, haciéndose esclavo de ellos, en lugar de invertirlos en valores más altos, en producir frutos de salvación a favor de los demás, y así asegurarlos en la cuenta bancaria del paraíso.

Es una triste fatalidad que las riquezas posean a quienes las convierten en ídolos, a los cuales inmolan la familia, la amistad, y la misma vida temporal y eterna. Convierten los medios en fin, juntando una economía próspera con una vida en ruinas. ¡Qué fatal necedad!

El afán de riquezas las convierte en ídolos que suplantan a Dios y al prójimo.

Todos los bienes del mundo no salvan de la muerte ni con ellos se puede comprar la vida eterna. Pero las riquezas se pueden y se deben invertir en obras de misericordia, entre las cuales descuella la evangelización que da acceso a los bienes eternos.

Gran sabiduría es acumular obras buenas en el banco del paraíso, donde nadie puede robar y donde producen inmensos intereses eternos. De lo contrario, se llega a lo más temible: la muerte segunda y la infelicidad eterna.

Necesitamos descubrir y vivir el verdadero sentido de todo lo que Dios pone a nuestra disposición, a fin de que nos sirva para nuestro verdadero destino: el glorioso reino eterno en la casa de nuestro Padre Dios, donde la riqueza es infinita, pues Él mismo, Autor y Dueño de toda riqueza, se hace nuestra herencia para siempre.

“Ni ojo vio, ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman” (1 Cor. 2,9).