El título de esta catequesis semanal está tomado del evangelio del próximo viernes, 1 de noviembre, solemnidad de todos los santos, porque también las lecturas del domingo 30º del Tiempo Ordinario, con las que abrimos la semana van referidas al tema de la justicia, que es la historia, el sentido de los acontecimientos, de Dios en el mundo.
Dios no solo es justo, es la misma justicia, porque da a todo ser lo que su naturaleza exige, como señala santo Tomás de Aquino. Al ser no solo justo sino también misericordioso, explica el Doctor Angélico porque Su misericordia consiste en que da a cada ser más de lo que exige su naturaleza, y también en que recompensa a los justos más allá de sus méritos, y castiga a los malos con pena inferior a la que merecen.
En el número 1807 del Catecismo de la Iglesia Católica se nos dice que la justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. Estamos viendo cada día cómo nuestra justicia (que pensamos sagrada y tomamos por nuestra mano tantas veces) dista mucho de parecerse a la de Dios, que no desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento (Eclo 35, 14-15). Sabemos de Dios, por boca del rey David, que aunque el justo sufra muchos males, de todos los libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará. La maldad da muerte al malvado, los que odian al justo serán castigados (Sal 33, 20-22).
En el evangelio del pasado domingo se nos hablaba de un juez injusto que ni temía a Dios ni le importaban los hombres (Lc 18, 2). En éste, el Señor enseña la parábola del fariseo y el publicano a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás (Lc 18, 9-14). En nuestra experiencia diaria tender a justificarnos con mentiras y exculpaciones falsas es propio de la mentalidad común. Eso de reconocer en nosotros la propia responsabilidad en la culpa, por acción u omisión del problema, malentendido o violencia que sea es lo último que se puede ocurrir pensar a la media de los mortales. El uso de la fuerza y tomar la justicia de la propia mano, usar instrumentos de muerte, es propio de esta cultura que no busca la paz sino la primacía del poder y de la razón en un conflicto familiar o internacional.
Nos podemos preguntar cada uno: ¿qué estoy haciendo yo en mi vida para que triunfe la verdad que conduce a la justicia y de la que puede surgir la paz? El camino que lleva a la verdadera paz es el de vernos capaces de ser educados y educar a nuestros jóvenes en la exigencia indomable de justicia y bondad que llevamos todos inscrita en nuestro corazón. Se trata de una estima verdadera por el hombre, en una justicia real, madurando nuestra vocación cristiana. Si renunciamos a esta tarea urgente quedaremos atrapados, como los demás, en el odio al enemigo, en la violencia que genera más violencia.
Se nos pide ejercer la caridad de verdad, amando a los enemigos y rogando por los que nos persiguen, aguardar con amor la manifestación del Señor, para que el Señor, juez justo, nos de la corona de la justicia (2 Tim 4,8). Por ello es importante saber que es evidente que en el ámbito de la ley nadie es justificado, pues el justo [solo] por la fe vivirá (Gál 3, 11). Sepamos que seremos juzgados como juzguemos y la medida que usemos la usarán con nosotros (Cf. Mt 7, 2). Por ello mismo, el que se crea seguro, ha de cuidarse de no caer (1 Cor 10, 12).
Jesucristo es la verdadera respuesta y la imagen ideal de la exigencia humana de justicia. Es el Justo, la víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero (1 Jn 2,1-2). El mismo que manifestó: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados” (Mt 5, 6) también dijo:“No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan” (Lc 5, 32).