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Monseñor Enrique Díaz Díaz: 'Tu rostro, Señor'

II Domingo de Cuaresma

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Génesis 15, 5-12. 17-18: “Dios hace una alianza con Abram”
Salmo 26: “El Señor es mi luz y mi salvación”
Filipenses 3, 17-4,1: “Cristo transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso como el suyo”
Lucas 9, 28-36: “Mientras oraba su rostro cambió de aspecto”
Rogelio ha cambiado por completo su vida. Quien lo haya conocido antes, con dificultad logrará reconocerlo ahora. Atrás han quedado las bravuconadas, el alcohol, las insolencias y la agresividad. Es difícil que él explique su historia y casi siempre rehúye las preguntas sobre su vida anterior. Sumido en las drogas y las ambiciones no tenía tiempo para su familia ni para la colonia. Siempre negativo y siempre metiendo dudas y cizaña. ¿Qué lo hizo cambiar? Los alcohólicos anónimos se aprestan a atribuirse el cambio; otros en cambio dicen que es la Palabra de Dios que escucha con frecuencia y los grupos en los que reflexiona. Él solamente se limita a sonreír y a nadie desmiente dejando que cada quien crea su versión.
Pero un buen día, sin mediar preguntas ni pedir explicaciones, empieza a decir: “La cara de un niño fue la que me movió el corazón. No sé ni por qué lo miré. Todo sucio y descosido, sin zapatos y hambriento. Empezó a recoger sobras de comida de entre la basura y se las metía entre su camisa. Y primero pensé ‘¿Y si fuera mi hijo?’ y después continué pensando: ‘¿Y si fuera Jesús?’ Nunca lo había imaginado así. Pero me parecía mirar sus ojos y su rostro fijos en mí: ¿Y si fuera Jesús? Entonces pensé que tenía que cambiar, que no podía llevar así mi vida. Claro que me ayudaron los alcohólicos anónimos y los grupos de reflexión, pero yo digo que me cambió el rostro de Jesús en un niño”.
Hoy llegamos al segundo domingo de cuaresma y a nosotros, como a los discípulos, nos hace la invitación Jesús para acompañarlo, seguirlo y permanecer con Él. ¿Por qué a nosotros? Porque al igual que a aquellos tres discípulos a nosotros nos parece muy difícil su misión y nuestro seguimiento. Pedro ha hecho la gran confesión respondiendo a la pregunta de Jesús: “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?” Con sabiduría y valentía ha afirmado: “Tú eres el Cristo de Dios”, pero después se ha quedado desconcertado cuando escucha a Jesús hablar de que el Hijo del hombre tiene que sufrir y ser rechazado, que lo condenarán a muerte y que a los tres días resucitará. También añade Jesús que si alguien quiere seguirlo, debe negarse a sí mismo, tomar su cruz de cada día y seguirlo. Todo esto ha sonado para Pedro, y también para nosotros, como un desatino. Se espera un Mesías, se le busca con ansia como al verdadero libertador, como alguien poderoso y no suela lógico ante las expectativas de los discípulos, que le ocurra una suerte tan trágica. Cargar cruces y negarse a uno mismo parece incomprensible en la mentalidad de Pedro y sus compañeros. También para nosotros es difícil entender que quien pierda su vida la ganará y quien quiera salvarse a sí mismo se perderá. Por eso hay desconcierto entre los discípulos, por eso también hay desconcierto entre nosotros que pretendemos una vida cómoda, tranquila y sin sobresaltos. Todo lo contrario a lo que propone Jesús. ¿Cómo entenderlo? Sólo si nos dejamos llevar por Jesús, si aceptamos su compañía, podremos comprenderlo. Hoy también, en esta cuaresma, nos invita Jesús a que estemos con Él.
El monte es la cercanía con Dios, es el ponerse en presencia de Dios y mirar las cosas como Dios las ve, con “sus ojos y su corazón”. Cuando permanecemos a ras de suelo, nuestros propósitos e intereses se vuelven rastreros. Hay que subir al monte, hay que levantar la vista, hay que despegar los ojos y el corazón de los bienes materiales para poder entender el sentido de la vida. Cristo los lleva al monte para que eleven sus metas, para que entiendan el sentido de su “éxodo”, y de la subida a Jerusalén. En un ambiente de oración, de compartir el corazón, podremos  decir nuestros temores, pero también recibir la consolación y la “explicación” que da Jesús a su vida. Sus explicaciones son experiencias vividas en su presencia. Su rostro se transforma al igual que el de Moisés cuando estaba en la presencia del Señor, aparecen Elías y el mismo Moisés hablando de la muerte, “el éxodo”, que le esperaba en Jerusalén. Pedro y sus compañeros vencen el sueño para contemplar la escena y pretenden quedarse solamente contemplando. Pero el Reino de Dios no es sólo contemplar, sino construir y cargar la cruz. Transformar los rostros de los hermanos sufrientes, en rostros de Jesús vivo.
“Este es mi Hijo, mi escogido, escúchenlo”. Es la voz que se escucha y es el programa que se ofrece a quien se acerca a esta escena. Podríamos decir que es el tema central de esta “teofanía” o manifestación de Dios. Sí, ha dejado ver su gloria y los discípulos han sido cubiertos por la nube, pero todo tiene una finalidad: escuchar la voz del hijo, oír su buena nueva. Dejarse impactar por su mensaje y transformar, cambiar nuestras vidas.
Es la clave del relato: para estar en cercanía a Jesús no es necesario armar tiendas, sino escucharlo, vivir de su palabra. La peregrinación no ha terminado, estamos en camino aunque la transfiguración ilumine brevemente el escándalo de la cruz anunciada. Cada uno de nosotros en nuestro éxodo hacia el cielo miramos el monte, como Israel miraba el Sinaí en su éxodo. En ese monte, en la figura de Jesús, en sus palabras, en su muerte y resurrección encontraremos el camino de la transfiguración.No quisiéramos la muerte, pero la muerte es signo del amor. Y, si la muerte es el mayor de los absurdos, desde Cristo, desde su muerte y su resurrección, hoy vislumbrada en la Transfiguración, jugarse la vida, gastarla en la lucha por la justicia y la solidaridad, por la verdad y la vida, es el acontecimiento fructífero por excelencia, ya que Cristo asocia a sí mismo a una multitud de hermanos.
En el marco de la cuaresma la transfiguración de Jesús viene a hacernos comprender también nuestra propia transfiguración y la transfiguración del mundo en que vivimos. Si afirmamos que todo hombre y toda mujer son el rostro de Jesús, tendremos que reconocer que lo hemos desfigurado tanto en nosotros como en los demás y que será difícil reconocer el rostro de Jesús con esa caricatura de rostro que ofrecen los hombres de nuestro tiempo: la miseria, la violencia, la pobreza extrema y la marginación, siguen haciendo muecas del rostro de Jesús. Pero también son muecas de ese mismo rostro, los rostros cubiertos de riqueza y poder, los rostros disimulados bajo los velos de los lujos, los rostros carcomidos por el odio y la guerra, los rostros desencajados por el placer o por la compraventa de personas. Hoy, nuestro reto es descubrir el rostro de Jesús en cada persona y devolver la verdadera dignidad a cada uno de ellos. Hoy también nuestro rostro debe “reflejar” esa serenidad y presencia de Dios. Que la cuaresma sea un tiempo de oración y de escucha atenta a la voz del Hijo amado.
Señor, Padre santo, que nos mandaste escuchar a tu amado Hijo, alimenta nuestra fe con tu palabra y purifica los ojos de nuestro espíritu, para que podamos alegrarnos en la contemplación de tu gloria y descubrir su rostro en cada uno de los hermanos. Amén.

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Enrique Díaz Díaz

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