CIUDAD DEL VATICANO, domingo 2 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Hoy, al empezar el Adviento, el santo padre Benedicto XVI se asomó al mediodía a la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para rezar el tradicional Ángelus con los fieles y peregrinos reunidos en la plaza de San Pedro. Estas fueron las palabras del papa al introducir la oración mariana.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, la Iglesia inicia un nuevo año litúrgico, un camino que se ve reforzado por el Año de la Fe, a cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II. El primer tiempo de este itinerario es el Adviento, formado, en el rito romano, por las cuatro semanas previas a la Navidad, que es el misterio de la Encarnación. La palabra «adviento» significa «venida» o «presencia». En el mundo antiguo indicaba la visita del rey o del emperador a una provincia; en el lenguaje cristiano se refiere a la venida de Dios, a su presencia en el mundo; un misterio que rodea la totalidad del cosmos y de la historia, pero que conoce de dos momentos culminantes: la primera y la segunda venida de Jesucristo. La primera es la Encarnación; y la segunda es el retorno glorioso al final de los tiempos.
Estos dos momentos, que cronológicamente son distantes –y no nos es dado saber cuánto–, y que en profundidad se tocan, porque con su muerte y resurrección, Jesús ya ha realizado aquella transformación del hombre y del cosmos que es el fin último de la creación. Pero antes del final, es necesario que la Buena Nueva sea anunciada a todas las naciones, dice Jesús en el evangelio de san Marcos (cf. Mc. 13,10). La venida del Señor continúa, el mundo debe ser penetrado por su presencia. Y esta venida permanente del Señor en el anuncio del evangelio pide constantemente de nuestra colaboración; y la Iglesia, que es como la novia, la prometida esposa del Cordero de Dios crucificado y resucitado (cf. Ap. 21,9), en comunión con su Señor, colabora en esta venida del Señor, en la que ya empieza su regreso glorioso
Esto es a lo que nos llama hoy la palabra de Dios, trazando la línea de conducta a seguir con el fin de estar preparados para la venida del Señor. En el evangelio de Lucas, Jesús dice a los discípulos: «Cuiden que no se emboten sus corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida … estén en vela, pues, orando en todo tiempo» (Lc. 21,34.36). Por lo tanto, sobriedad y oración. Y el apóstol Pablo añade la invitación a «progresar y sobreabundar en el amor» de unos con otros y hacia los demás, para que se consoliden nuestros corazones y seamos irreprochables en santidad (cf. 1 Ts. 3,12-13). En medio de la agitación del mundo, o ante los desiertos de la indiferencia y del materialismo, los cristianos acogen la salvación de Dios y dan testimonio con una forma de vida diferente, como una ciudad asentada sobre un monte.
«En aquellos días –anuncia el profeta Jeremías–, Jerusalén vivirá en seguro, y será llamada: Yahvé, nuestra justicia» (33,16). La comunidad de los creyentes es un signo del amor de Dios, de su justicia, que ya está presente y operante en la historia, pero que aún no se ha realizado plenamente, y por lo tanto es siempre esperada, invocada, buscada con paciencia y heroísmo.
La Virgen María encarna a la perfección el espíritu del Adviento, que implica escuchar a Dios, y un profundo deseo de hacer su voluntad, de gozoso servicio a los demás. Dejémonos guiar por ella, para que el Dios que viene no nos encuentre cerrados o distraídos, sino que pueda, en cada uno de nosotros, extender un poco su reino de amor, de justicia y de paz.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.