CIUDAD DEL VATIANO, sábado, 23 abril 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo qu eha escrito Francesco Ventorino en «L’Osservatore Romano» con el título «La pregunta de Pilato», una profundización sobre el tema de la verdad en el libro «Jesús de Nazaret».
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La pregunta: «¿Qué es la verdad?», formulada superficialmente y con cierto escepticismo por el pragmático Pilato, «es una cuestión muy seria, en la cual se juega efectivamente el destino de la humanidad» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Ediciones Encuentro 2011, p. 225). Así introduce Joseph Ratzinger el tema de la verdad en la segunda parte de su Jesús de Nazaret, narrando el proceso a Cristo. En efecto, si la verdad no existiera o fuera inaccesible, a la política no le quedaría sino «tratar más bien de lograr establecer la paz y la justicia con los instrumentos disponibles en el ámbito del poder» (p. 224). Pero entonces, ¿qué justicia sería posible? «¿No debe haber quizás criterios comunes que garanticen verdaderamente la justicia para todos, criterios fuera del alcance de las opiniones cambiantes y de las concentraciones de poder?» (ib.).
Resulta evidente la actualidad de la cuestión y de su formulación. En efecto, hoy la irredención del mundo está relacionada de modo particular con la ilegibilidad de la creación y con la consiguiente irreconocibilidad de la verdad. Incluso la ciencia moderna, que pretende haber descifrado el lenguaje de Dios, según la expresión de Francis S. Collins, y explicar las fórmulas matemáticas de la creación, reconocidas incluso en el código genético del hombre, en realidad nos ha introducido solamente en una especie de verdad funcional sobre el ser humano. «Pero la verdad acerca de sí mismo -sobre quién es, de dónde viene, cuál es el objeto de su existencia, qué es el bien o el mal- no se la puede leer desgraciadamente de esta manera» (p. 227).
«¿Qué es la verdad?». Pilato no es el único que ha dejado a un lado esta cuestión por insoluble. También hoy se la considera molesta. «Pero sin la verdad el hombre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes. «Redención», en el pleno sentido de la palabra, sólo puede consistir en que la verdad sea reconocible» (ib.).
La verdad, según la fórmula lapidaria de Tomás de Aquino, es Dios mismo, ipsa summa et prima veritas (Summa theologiae, I, q. 16, a. 5 c). Esta es la razón por la que la verdad en toda su grandeza y pureza jamás aparece plenamente, y «verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable» (p. 225). El hombre se acerca a la verdad en la medida en que se conforma a la realidad y a su propia razón, en las cuales, en cierto modo, se refleja la razón creadora de Dios. Pero la verdad en su plenitud, al ser Dios mismo, «llega a ser reconocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la verdad en medio de la historia» (p. 227).
Así pues, el reconocimiento de la verdad coincide con el reconocimiento de Cristo vivo y presente en la historia, es decir, de Cristo resucitado. Pero este reconocimiento nunca es pleno, y desde las primeras apariciones del Señor a los discípulos está supeditado a lo que Ratzinger llama «la dialéctica del reconocer y no reconocer» (p. 309). Dialéctica que corresponde, por lo demás, al modo de aparecer de Cristo. «Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso se presenta en medio de ellos. Y, del mismo modo, desaparece de repente, como al final del encuentro en Emaús» (ib.). Precisamente en esta experiencia de indisponibilidad de su presencia consiste la prueba de un acontecimiento real, que no se puede reducir a una invención por parte de los mismos discípulos.
Al final, permanece siempre en todos nosotros esta pregunta al Señor: «¿Por qué no les has demostrado con vigor irrefutable que tú eres el Viviente, el Señor de la vida y de la muerte? ¿Por qué te has manifestado sólo a un pequeño grupo de discípulos, de cuyo testimonio tenemos ahora que fiarnos?» (p. 320). Pero «es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta» (p. 321). El Resucitado quiere llegar a toda la humanidad «solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta», y «no cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos hace lentamente capaces de «ver»» (ib.).
Es necesario admitir que el reconocimiento de la verdad, sin querer negar la vía de la razón natural, hoy está más unido que nunca a la credibilidad del testimonio de los cristianos (¡qué responsabilidad!) y a la libertad con la que cada hombre se dispone a acogerla. En efecto, Dios no quiere «arrollar con el poder exterior, sino dar libertad, ofrecer y suscitar amor» (ib.). «Ver» siempre está relacionado con amar.