MÉXICO, jueves 9 de diciembre de 2010 (ZENIT.org – El Observador).- El padre Juan González Morfín ha editado y puesto en circulación su tercer libro sobre la persecución religiosa en México (1926-1929), mejor conocida como “guerra cristera”. Se trata de Sacerdotes y Mártires. La guerra contra la libertad religiosa en México que publica Editorial Panorama.
ZENIT-El Observador ha platicado con el padre González Morfín sobre los entresijos de este largo conflicto que convulsionó a México y que ha sido una de las guerras religiosas más graves de todos los tiempos.
–¿Por qué seguir investigando y publicando sobre el conflicto religioso y la persecución en México? ¿No está todo dicho ya?
P. Juan González Morfín: En relación con esta época de la historia se han publicado recientemente varios estudios que contribuyen a un mejor conocimiento de lo ocurrido. Quizá el más completo, la obra en dos tomos coordinada por el padre Fidel González, Sangre y corazón de un pueblo, editada por la arquidiócesis de Guadalajara. Sin embargo, todavía hay mucho que decir y mucho que conocer. Con frecuencia se encuentra uno personas que jamás han oído hablar de la persecución religiosa en México, o que los datos que tiene son muy vagos. No podemos olvidar que durante mucho tiempo fue un tema prácticamente prohibido por la censura oficial, de modo que incluso historiadores de prestigio preferían excluir la guerra cristera –y, no se diga, la persecución de la Iglesia– del contenido de sus libros.
Concretamente, sobre la persecución a los sacerdotes católicos, que es el tema que abordo en mi último libro (Sacerdotes y Mártires, editado por Panorama), hay muchísimo qué decir. En ese breve estudio trato de rescatar sólo algunos rasgos de lo que fue la persecución a través del relato de martirios, tal como se conocieron en la época, y presento una pequeña investigación en relación al total de sacerdotes asesinados.
–¿Cuántos sacerdotes, por el hecho de serlo, contabiliza usted que murieron entre 1926-1929?
P. Juan González Morfín: Es un tema interesante porque el número que se ha manejado varía mucho. . Así, por ejemplo, nos encontramos que mientras Wilhelm Neuss y Erba-Guiducci mencionan 300 sacerdotes muertos durante la guerra cristera, Jean Meyer habla de 125; Fidel González, 84; José Gutiérrez Casillas, 58. El mismo Calles admitía a principios de 1928, en una entrevista con el periódico londinense Daily Express, que él había hecho fusilar a 50 sacerdotes. En mi estudio, documento con nombre y apellido a 91 sacerdotes asesinados entre 1926 y 1929, 82 de los cuales en ningún momento pueden ser acusados de haber apoyado al movimiento de resistencia armada.
La percepción que existía en esa época sobre el número de muertos, quizá también por la ausencia de sacerdotes que se habían ocultado, era mucho mayor. Tal que L’Osservatore Romano llegó a hablar de 600. La idea de tratar precisamente este tema se comenzó a dibujar en mí cuando, en un periódico europeo de 1928, encontré el desgarrador relato que recojo en una parte de mi libro: «El reverendo Pablo García, descubierto en una quinta de San Juan de los Lagos, fue llevado en rastras por los guardias hasta la estación del tren de Santa María. Habiendo ahí los soldados herido de muerte a un campesino que subía ganado a un vagón del tren, el padre García se apresuró y le dio la extrema absolución. Como venganza, los soldados le amputaron la mano derecha, luego, le cortaron la nariz y las orejas, le arrancaron los ojos y la lengua y lo arrojaron a un vagón del tren. Llegados a la estación de Encarnación de Díaz, constataron que su víctima había muerto. Acto seguido, la arrojaron sobre los rieles. El pueblo recogió el cadáver y le dio solemne sepultura. El gobierno ordenó la captura de los promotores del funeral». Hechos como éste, donde se constataba la mayor de las barbaries, desafortunadamente fueron continuos durante esa época de persecución y, todavía ahora, resultan poco conocidos.
–¿La persecución religiosa terminó tras los arreglos en 1929?
P. Juan González Morfín:Disminuyó en algunos aspectos y en algunos estados del país, pero no terminó. Desde el punto de vista legal se siguió restringiendo el número de sacerdotes. Menciono sólo dos ejemplos, en 1931, en el Distrito Federal, se autorizaba a ejercer su ministerio a un sacerdote por cada 50.000 habitantes y, un poco después, en el estado de Querétaro, la legislación permitiría un sacerdote por cada 200.000 habitantes. De forma que, a finales de 1934, en todo el país solamente contaban con autorización para ejercer su ministerio alrededor de 500 sacerdotes, mientras que unos 3.500 tenían que ejercerlo en la clandestinidad.
Todavía en 1937 sería brutalmente asesinado el mártir Pedro de Jesús Maldonado, por estar ejerciendo su ministerio un miércoles de ceniza, cuando le estaba prohibido hacerlo. Desde otros puntos de vista la persecución tampoco disminuyó: en 1932 fue expulsado el Delegado del Papa, a pesar de que era mexicano; el año en que hubo más incautaciones de inmuebles en uso de la Iglesia fue 1935…
–¿Qué le dice su investigación al México de hoy?
P. Juan González Morfín: Sobre todo, pienso, que la libertad religiosa que tenemos ahora, costó sangre. Mucha sangre. Que debemos estar orgullosos de los que fueron capaces de defenderla a eso costo. Y en esto no hago alusión solamente a los que la defendieron durante tres años recurriendo a las armas, sino a muchísimos más que la sostuvieron ocultando a los sacerdotes en sus casas, alimentando a los que participaban en la defensa armada, facilitando el trabajo de catequización y de educación cristiana en los traspatios y en los tapancos de su casa, etcétera.
–¿Hay libertad religiosa en México, a ocho décadas de estos acontecimientos?
P. Juan González Morfín:Desde luego que, más que entonces, sí; aunque todavía necesitamos que se garanticen derechos que actualmente se niegan a la Iglesia, sobre todo en el terreno de la libertad de expresión. También sería deseable que la libertad religiosa se garantizara a nivel constitucional, pues la única garantía que contiene nuestra carta magna es la “libertad de creencia”, que no corresponde del todo con la libertad religiosa.
Por Jaime Septién