ROMA, domingo, 12 de octubre de 2008 (ZENIT.org).-Mientras prosiguen los esfuerzos para resolver la crisis financiera, algunos comentaristas sostienen que lo que ha contribuido a los problemas no sólo ha sido una falta de capital monetario, sino también una falta de capital espiritual.
«El mercado es vital, pero el mercado tiene una función esencialmente social», declara monseñor Diarmuid Martin, arzobispo de Dublín, Irlanda (Cf Zenit, El arzobispo de Dublín saca lecciones de la crisis financiera).
«Sólo puede funcionar en un marco ético y jurídico en el que se proteja al vulnerable y se frene la arrogancia natural del poderoso. Hoy vemos cómo la mala conducta individual burda y sin control en la actividad del mercado afecta la estabilidad de las empresas, pero también de los países y luego de los hombres y mujeres que componen la sociedad en la que vivimos», declaraba en una alocución titulada: «Ética, Economía y Asistencia: Lecciones para Aprender».
Desde Inglaterra, el arzobispo anglicano de York, John Sentamu, dirigía duras palabras a quienes se han aprovechado de la crisis, llamándoles «ladrones de bancos», informaba el periódico Times de Londres el 25 de septiembre. También afirmaba que uno de los culpables de la actual crisis es que todos se habían unido para adorar al falso dios del dinero.
Aunque no niega la gravedad de la actual crisis, Peter Mullen, un sacerdote anglicano a cargo de dos parroquias en el centro financiero de Londres, y también capellán de la bolsa, recordaba a los lectores que no hay alternativa viable al capitalismo.
En un artículo publicado el 26 de septiembre en el Catholic Herald, Mullen observaba que cada vez que hay una crisis económica o financiera escuchamos argumentos sobre que el capitalismo es incompatible con el cristianismo. La única alternativa de los últimos tiempos – el socialismo – se probó que era mucho peor, sostenía. Así, aunque es verdad que el capitalismo es imperfecto, es mejor que cualquier otra opción, concluía.
Principios morales
Por su parte, los obispos de Estados Unidos, por medio de una carta enviada a los líderes del gobierno por monseñor William Murphy de Rockville Centre, Nueva York, presidente del comité episcopal de Justicia y Desarrollo Humano, hablaron de la necesidad de considerar principios morales clave.
La carta advertía de los peligros de la especulación excesiva y recomendaba una mayor responsabilidad y honestidad. Mons. Murphy también escribió sobre la importancia de los principios de solidaridad y bien común.
La necesidad de anclar la economía y los mercados en virtudes sólidas ha sido el tema de un libro publicado a principios de año por Theodore Roosevelt Malloch. En «Spiritual Enterprise: Doing Virtuous Business» (Empresa Espiritual: hacer Negocios Virtuosos» (Encounter Books), defiende el capitalismo, pero también insiste en que se requiere un «capital espiritual» como fundamento.
Malloch ha tenido experiencia en Wall Street, puesto que trabajó en Salomon Brothers. Actualmente preside el Roosevelt Group.
Comienza observando que en la estela de algunas de las recientes quiebras empresariales queda claro que, en el mundo de los negocios, se necesita una mayor responsabilidad y una mejor gestión.
«El ultraje moral que la gente siente como respuesta a la pasada década de escándalos y engaños es enteramente legítimo, y lleva a preguntas inevitables sobre el verdadero propósito de los negocios y las virtudes que son necesarias para sostenerlos y sostener una economía libre», comenta Malloch.
Los defensores del capitalismo y del libre mercado destacan su capacidad para producir riqueza. Sin embargo, observa Malloch, los críticos sostienen que poner el motivo de los beneficios en el centro de la vida es un error puesto que, falsamente, ocupa el lugar de los valores éticos y espirituales.
La tesis de Malloch es que necesitamos ciertamente crear riqueza y es una actividad legítima, pero debemos hacerlo de forma que los dones de Dios se usen de modo responsable. Por lo mismo, la creación de riqueza no debería tener como propósito el dominar a los demás o acumular poder personal.
Capital espiritual
Malloch declara ser un «cristiano comprometido», y las personas de fe, apunta, ven la libertad no sólo como un arsenal de posibilidades, sino como la capacidad de escoger entre el bien y el mal y desarrollar nuestras facultades guiadas por la virtud.
El concepto de capital social, explica, es bien conocido y hacer referencia a los recursos sociales acumulados que pasan de una generación a otra. Este cuerpo de costumbres, cultura, maneras y moral ha sido un factor clave en el desarrollo económico de los países occidentales.
Recientemente algunos han comenzado a hablar de capital espiritual, incluyendo, observa Malloch, a dos economistas premiados con el Nobel. Este es un contrapeso necesario al modelo reductivo del ser humano utilizado por muchos economistas, que reducen la actividad a un equilibrio de costes y beneficios. «Los seres humanos no son sólo maximizadores de beneficios», afirma.
Nuestra época, continúa en un capítulo del libro dedicado al concepto de virtud, tiende a considerar la vida moral como una cuestión de seguir normas. Sin embargo, esto tiene su origen en anteriores épocas donde la vida moral se concebía no en términos de deber, sino de virtud.
El capital espiritual, que se aumenta a través del cultivo y la práctica de las virtudes, añade algo que el capital social no tiene, explica Malloch. El capital espiritual viene de una relación con Dios a través del culto, la oración y la devoción, y también a través de la disciplina que no es sólo la de la sociedad humana.
Este capital espiritual, advierte, debe ser algo más que sólo un ejercicio de relaciones públicas, que en nuestros días se suele denominar responsabilidad social corporativa, pero que con frecuencia no es sino un dispositivo para rechazar las críticas de las organizaciones no gubernamentales. También tenemos que evitar una clase de ética de los negocios superficial que suele guiar por una agenda política.
Por el contrario, una empresa necesita ser guiada por la virtud, concluye Malloch. Este comportamiento virtuoso no es ni mucho menos fácil en un mundo que suele estar marcado por la corrupción y la deshonestidad. Además, en una economía global marcada por los rápidos cambios tecnológicos es más necesario que nunca que los valores espirituales guíen las empresas.
Puede incluso haber costes a corto plazo al hacer negocios de modo virtuoso, reconoce Malloch. Al final, sin embargo, él defiende que la virtud llevará a beneficios a largo plazo, tanto personales como comerciales.
Opciones
Benedicto XVI ofreció algunas palabras de orientación sobre cómo deben guiarse por principios éticos las actividades financieras en una homilía el 23 de septiembre de 2007.
Durante su homilía, dada durante la Misa celebrada en la plaza de la Catedral de San Clemente, con ocasión de la visita pastoral a la diócesis de Velletri-Segni, una de las diócesis suburbicarias, aquellas más cercanas a Roma, el Papa reflexionaba sobre la parábola de administrador deshonesto que es alabado (Lucas 16: 1-13).
«En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal», afirmaba el Papa.
Además, la conclusión de este pasaje evangélico es clara: no puedes servir a Dios y a «mamona», el dinero, continuaba el Pontífice.
«Por consiguiente, es necesaria una decisión fundamental para elegir entre Dios y «mamona»; es preciso elegir entre la lógica del lucro como criterio último de nuestra actividad y la lógica del compartir y de la solidaridad», observaba.
Si escogemos esta lógica del compa
rtir y de la solidaridad, añadía, entonces será posible dirigir el desarrollo económico de forma que asegure el bien común de todos.
Para hacer esto, explicaba el Pontífice, necesitamos ser capaces de elegir entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la deshonestidad, y no dejarnos absorber «por una búsqueda egoísta del lucro». Indicaciones útiles para ayudar redirigir los mercados financieros para que sirvan al bien común de toda la sociedad.
Por el padre John Flynn, L. C., traducción de Justo Amado