Discurso del Papa a los miembros de los institutos seculares

En el sexagésimo aniversario de su reconocimiento jurídico

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 10 febrero 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI al recibir en audiencia a miembros de los institutos seculares con motivo del sexagésimo aniversario de la constitución apostólica Provida Mater Ecclesia de Pío XII.

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Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra estar hoy entre vosotros, miembros de los institutos seculares, con quienes me encuentro por primera vez después de mi elección a la Cátedra del apóstol san Pedro. Os saludo a todos con afecto. Saludo al cardenal Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y le agradezco las palabras de filial devoción y cercanía espiritual que me ha dirigido, también en nombre vuestro.

Saludo al cardenal Cottier y al secretario de vuestra Congregación. Saludo a la presidenta de la Conferencia mundial de institutos seculares, que se ha hecho intérprete de los sentimientos y de las expectativas de todos vosotros, que habéis venido de diferentes países, de todos los continentes, para celebrar un Simposio internacional sobre la constitución apostólica Provida Mater Ecclesia.

Como ya se ha dicho, han pasado sesenta años desde aquel 2 de febrero de 1947, cuando mi predecesor Pío XII promulgó esa constitución apostólica, dando así una configuración teológico-jurídica a una experiencia preparada en los decenios anteriores, y reconociendo que los institutos seculares son uno de los innumerables dones con que el Espíritu Santo acompaña el camino de la Iglesia y la renueva en todos los siglos.

Ese acto jurídico no representó el punto de llegada, sino más bien el punto de partida de un camino orientado a delinear una nueva forma de consagración: la de fieles laicos y presbíteros diocesanos, llamados a vivir con radicalismo evangélico precisamente la secularidad en la que están inmersos en virtud de la condición existencial o del ministerio pastoral.

Os encontráis hoy aquí para seguir trazando el recorrido iniciado hace sesenta años, en el que sois portadores cada vez más apasionados del sentido del mundo y de la historia en Cristo Jesús. Vuestro celo nace de haber descubierto la belleza de Cristo, de su modo único de amar, encontrar, sanar la vida, alegrarla, confortarla. Y esta belleza es la que vuestra vida quiere cantar, para que vuestro estar en el mundo sea signo de vuestro estar en Cristo.

En efecto, lo que hace que vuestra inserción en las vicisitudes humanas constituya un lugar teológico es el misterio de la Encarnación: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). La obra de la salvación no se llevó a cabo en contraposición con la historia de los hombres, sino dentro y a través de ella. Al respecto dice la carta a los Hebreos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1, 1-2). El mismo acto redentor se realizó en el contexto del tiempo y de la historia, y se caracterizó como obediencia al plan de Dios inscrito en la obra salida de sus manos.

El mismo texto de la carta a los Hebreos, texto inspirado, explica: «Dice primero: «Sacrificios y oblaciones y holocaustos y sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron» —cosas todas ofrecidas conforme a la Ley—; luego añade: «He aquí que vengo a hacer tu voluntad»» (Hb 10, 8-9). Estas palabras del Salmo, que la carta a los Hebreos ve expresadas en el diálogo intratrinitario, son palabras del Hijo que dice al Padre: «He aquí que vengo a hacer tu voluntad». Así se realiza la Encarnación: «He aquí que vengo a hacer tu voluntad». El Señor nos implica en sus palabras, que se convierten en nuestras: «He aquí que vengo, con el Señor, con el Hijo, a hacer tu voluntad».

De este modo se delinea con claridad el camino de vuestra santificación: la adhesión oblativa al plan salvífico manifestado en la Palabra revelada, la solidaridad con la historia, la búsqueda de la voluntad del Señor inscrita en las vicisitudes humanas gobernadas por su providencia. Y, al mismo tiempo, se descubren los caracteres de la misión secular: el testimonio de las virtudes humanas, como «la justicia, la paz y el gozo» (Rm 14, 17), la «conducta ejemplar» de la que habla san Pedro en su primera carta (cf. 1 P 2, 12), haciéndose eco de las palabras del Maestro: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16).

Además, forma parte de la misión secular el esfuerzo por construir una sociedad que reconozca en los diversos ámbitos la dignidad de la persona y los valores irrenunciables para su plena realización: la política, la economía, la educación, el compromiso por la salud pública, la gestión de los servicios, la investigación científica, etc. Toda realidad propia y específica que vive el cristiano, su trabajo y sus intereses concretos, aun conservando su consistencia relativa, tienen como fin último ser abrazados por la misma finalidad por la cual el Hijo de Dios entró en el mundo.

Por consiguiente, sentíos implicados en todo dolor, en toda injusticia, así como en toda búsqueda de la verdad, de la belleza y de la bondad, no porque tengáis la solución de todos los problemas, sino porque toda circunstancia en la que el hombre vive y muere constituye para vosotros una ocasión de testimoniar la obra salvífica de Dios. Esta es vuestra misión. Vuestra consagración pone de manifiesto, por un lado, la gracia particular que os viene del Espíritu para la realización de la vocación; y, por otro, os compromete a una docilidad total de mente, de corazón y de voluntad, al proyecto de Dios Padre revelado en Cristo Jesús, a cuyo seguimiento radical estáis llamados.

Todo encuentro con Cristo exige un profundo cambio de mentalidad, pero para algunos, como es vuestro caso, la petición del Señor es particularmente exigente: dejarlo todo, porque Dios es todo y será todo en vuestra vida. No se trata simplemente de un modo diverso de relacionaros con Cristo y de expresar vuestra adhesión a él, sino de una elección de Dios que, de modo estable, exige de vosotros una confianza absolutamente total en él.

Configurar la propia vida a la de Cristo de acuerdo con estas palabras, configurar la propia vida a la de Cristo a través de la práctica de los consejos evangélicos, es una nota fundamental y vinculante que, en su especificidad, exige compromisos y gestos concretos, propios de «alpinistas del espíritu», como os llamó el venerado Papa Pablo VI (Discurso a los participantes en el I Congreso internacional de Institutos seculares, 26 de septiembre de 1970: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de octubre de 1970, p. 11).

El carácter secular de vuestra consagración, por un lado, pone de relieve los medios con los que os esforzáis por realizarla, es decir, los medios propios de todo hombre y mujer que viven en condiciones ordinarias en el mundo; y, por otro, la forma de su desarrollo, es decir, la de una relación profunda con los signos de los tiempos que estáis llamados a discernir, personal y comunitariamente, a la luz del Evangelio.

Personas autorizadas han considerado muchas veces que precisamente este discernimiento es vuestro carisma, para que podáis ser laboratorio de diálogo con el mundo, «el «laboratorio experimental» en el que la Iglesia verifique las modalidades concretas de sus relaciones con el mundo» (Pablo VI, Discurso a los responsables generales de los institutos seculares, 25
de agosto de 1976: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de septiembre de 1976, p. 1)

De aquí deriva precisamente la continua actualidad de vuestro carisma, porque este discernimiento no debe realizarse desde fuera de la realidad, sino desde dentro, mediante una plena implicación. Eso se lleva a cabo por medio de las relaciones ordinarias que podéis entablar en el ámbito familiar y social, así como en la actividad profesional, en el entramado de las comunidades civil y eclesial. El encuentro con Cristo, el dedicarse a su seguimiento, abre de par en par e impulsa al encuentro con cualquiera, porque si Dios se realiza sólo en la comunión trinitaria, también el hombre encontrará su plenitud sólo en la comunión.

A vosotros no se os pide instituir formas particulares de vida, de compromiso apostólico, de intervenciones sociales, salvo las que pueden surgir en las relaciones personales, fuentes de riqueza profética. Ojalá que, como la levadura que hace fermentar toda la harina (cf. Mt 13, 33), así sea vuestra vida, a veces silenciosa y oculta, pero siempre positiva y estimulante, capaz de generar esperanza.

Por tanto, el lugar de vuestro apostolado es todo lo humano, no sólo dentro de la comunidad cristiana —donde la relación se entabla con la escucha de la Palabra y con la vida sacramental, de las que os alimentáis para sostener la identidad bautismal—, sino también dentro de la comunidad civil, donde la relación se realiza en la búsqueda del bien común, en diálogo con todos, llamados a testimoniar la antropología cristiana que constituye una propuesta de sentido en una sociedad desorientada y confundida por el clima multicultural y multirreligioso que la caracteriza.

Provenís de países diversos; también son diversas las situaciones culturales, políticas e incluso religiosas en las que vivís, trabajáis y envejecéis. En todas buscad la Verdad, la revelación humana de Dios en la vida. Como sabemos, es un camino largo, cuyo presente es inquieto, pero cuya meta es segura.

Anunciad la belleza de Dios y de su creación. A ejemplo de Cristo, sed obedientes por amor, hombres y mujeres de mansedumbre y misericordia, capaces de recorrer los caminos del mundo haciendo sólo el bien. En el centro de vuestra vida poned las Bienaventuranzas, contradiciendo la lógica humana, para manifestar una confianza incondicional en Dios, que quiere que el hombre sea feliz.

La Iglesia os necesita también a vosotros para cumplir plenamente su misión. Sed semilla de santidad arrojada a manos llenas en los surcos de la historia. Enraizados en la acción gratuita y eficaz con que el Espíritu del Señor está guiando las vicisitudes humanas, dad frutos de fe auténtica, escribiendo con vuestra vida y con vuestro testimonio parábolas de esperanza, escribiéndolas con las obras sugeridas por la «creatividad de la caridad» (Novo millennio ineunte, 50).

Con estos deseos, a la vez que os aseguro mi constante oración, para sostener vuestras iniciativas de apostolado y de caridad os imparto una especial bendición apostólica.

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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