NUEVA YORK, 12 abril 2003 (ZENIT.org).- La discusión sobre la intervención de Estados Unidos en Irak ha concentrado la atención sobre el tema de las leyes internacionales y el papel de las Naciones Unidas. Hasta hace pocos años, la soberanía de un estado se consideraba un valor supremo.
Como explicaba Nicholas Wheeler en su libro «Saving Strangers: Humanitarian Intervention in International Society» (Salvar extranjeros: intervención humanitaria en una sociedad internacional), la Carta de Naciones Unidas restringe el uso de la fuerza por parte de estados individuales a la autodefensa. Hasta hace poco se consideraba incluso la utilización de la fuerza para salvar víctimas de abusos de derechos humanos como una violación de la Carta.
Ahora bien, esto parece estar cambiando. Los cambios en la política internacional tras 1989, y un mayor peso de los derechos humanos, han consolidado el caso de la intervención humanitaria. Wheeler, profesor de derecho internacional en la Universidad de Gales, comentaba que, en la última década, ha aumentado en importancia la concepción orientada hacia la solidaridad de la sociedad internacional frente a una visión realista del mundo. El resultado es una aceptación creciente de la responsabilidad moral de los estados para proteger la seguridad de los ciudadanos en cualquier lugar.
La intervención humanitaria se llega a considerar en dos situaciones. En primer lugar, en los estados fracasados, donde el caos pone en peligro a la población. En segundo lugar, en el caso de gobiernos manifiestamente injustos, culpables de importantes violaciones de los derechos humanos. En ambos casos, la opinión pública, sacudida por las imágenes televisivas de matanzas masivas y sufrimiento humano, ha solicitado cada vez más que sus gobiernos hagan algo.
Sin embargo, la idea de la intervención humanitaria suscita temor puesto que puede sentar un pretexto para la intromisión de los estados – o implicarlos en una serie sin fin de aventuras militares.
«Abogar por la intervención militar con fines humanitarios siempre resulta un recurso difícil para los defensores de los derechos humanos», admitía William F. Schulz, director ejecutivo de Amnistía Internacional en Estados Unidos en su libro del 2001 «In Our Own Best Interest» (En nuestro mejor interés propio). La intervención militar sería siempre el último recurso, afirmaba. Pero se apresuraba a preguntar: ¿Qué clase de personas seríamos si fuéramos reticentes a considerar una intervención para parar una matanza masiva de inocentes?
Dudas y ambigüedades
Michael Walzer, en el prefacio de 1999 a la tercer edición de su libro «Just and Unjust Wars» (Guerras justas e injustas), observaba: «No resulta demasiado exagerado decir que el mayor peligro que la mayoría de la gente tiene que afrontar en el mundo de hoy viene de sus propios estados, y el principal dilema de la política internacional es si se las fuerzas militares exteriores deberían salir en ayuda de la gente en peligro».
La intervención abre una serie de difíciles cuestiones, observaba Walzer. ¿Cómo podemos determinar el peso relativo del valor de la soberanía de un estado y el de los derechos de sus ciudadanos? ¿Cuándo es sistemática una matanza? Si la intervención está justificada, ¿cómo se debe llevar a cabo? ¿Qué nivel de costes es aceptable para los soldados de la fuerza de intervención y para los civiles del país invadido? ¿Qué clase de paz deben buscar las fuerzas invasoras?
Un intento de formular la manera en que debería llevarse a cabo una intervención ha sido el informe de diciembre de 2001 «The Responsability to Protect» (La responsabilidad de proteger), publicado por la International Commission on Intervention and State Soverignty. La comisión está presidida por Gareth Evans, presidente del International Crisis Group y antiguo ministro de asuntos exteriores australiano, y Mohamed Sahnoun, consejero especial para África del secretario general de Naciones Unidas, y antiguo diplomático argelino.
Volvieron sobre el tema en un ensayo publicado en la entrega de noviembre-diciembre de 2002 de la revista Foreign Affairs. Comentaban que el expediente de la comunidad internacional a la hora de resolver problemas, tales como los observados por Walzer, se estaba manchando.
La acción llevada a cabo por la OTAN en Kosovo en 1999 se realizó sin la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, debido a las divisiones políticas entre sus países miembros. La intervención en Bosnia fue tardía, y no se llevó a cabo acción alguna para impedir las masacres de Ruanda en 1994.
Evans y Sahnoun sugerían en su artículo que sería más provechoso hablar sobre una responsabilidad de proteger, más que de un derecho a intervenir. En este sentido, una situación que se presente podría considerarse más fácilmente desde la postura de quienes necesitan ayuda. También concentraría la atención sobre cómo podría tener lugar la intervención sólo cuando el estado en cuestión sea incapaz de proteger a sus propios ciudadanos.
Tras tal cambio de enfoque hay un cambio conceptual en el concepto de soberanía: del control a la responsabilidad. Esta responsabilidad, explicaba el artículo, es dual: externa –respetar la soberanía de otros estados– e interna –respetar la dignidad y los derechos básico de todas las personas dentro del estado–.
Habla el Papa
Juan Pablo II también ha examinado la cuestión de la intervención humanitaria. En su alocución de 1993 al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, llamó la atención sobre lo que él llamó una de las evoluciones legales más importantes del siglo XX: la emergencia del derecho humanitario.
Este cambio, explicaba, significa que ahora se ha reconocido que hay intereses — los de la persona humana– que trascienden a los de los estados.
Una vez que se haya agotado el canal diplomático y un buen número de personas estén amenazadas por un agresor injusto, los estados tienen la obligación de desarmar a este agresor, si han fallado todos los demás medios. El principio de soberanía de un estado no debe convertirse en una cobertura de torturas y asesinatos, insistía el Papa.
El Santo Padre daba una exposición más detallada de su pensamiento sobre el tema en su mensaje del 1 de enero del 2000 para la Jornada Mundial de la Paz, en los párrafos 7-12. «Los crímenes contra la humanidad no pueden considerarse un asunto interno de una nación», establecía Juan Pablo II. «Debemos agradecer a Dios que en la conciencia de los pueblos y de las naciones haya una creciente convicción de que los derechos humanos no tienen fronteras, porque son universales e indivisibles».
Son numerosos los conflictos armados dentro de los estados, observaba el Papa. Se deben a una multiplicidad de causas: rivalidades étnicas y tribales; conflictos religiosos; divisiones ideológicas, sociales y económicas.
Frente a estas «situaciones trágicas y complejas», Juan Pablo II consideraba que «hay una necesidad de afirmar el valor preeminente del derecho humanitario y la consecuente tarea de garantizar el derecho de ayuda humanitaria a los civiles y refugiados que sufren».
La legitimidad de este derecho a la ayuda, explicaba, «se basa en el principio de que el bien de la persona humana está antes que cualquier otro y está por encima de todas las instituciones humanas». Por ello, una vez que se han probado inefectivos todos los demás medios, «es legítimo e incluso obligatorio el que se tomen medidas concretas para desarmar al agresor».
Añadía, sin embargo, algunos factores que limitan la aplicación de esta intervención. Además de la necesidad de agotar primero todos los medios diplomáticos, afirmaba, la intervención debería ser de duración limitada y debería precisar su fin. Además, las medidas tomadas deberán llevarse a cabo con todo el respeto po
r las leyes internacionales y garantizadas por una autoridad que sea reconocida internacionalmente. El Papa recomendaba: «Es necesario hacer la mejor y más completa aplicación de todas las previsiones de la Carta de las Naciones Unidas», dentro del marco de la ley internacional.
Juan Pablo II pidió al mismo tiempo «una renovación del derecho internacional y de las instituciones internacionales, renovación cuyo punto de partida y principio de organización básico sea la primacía del bien de la humanidad y de la persona humana sobre cualquier otra consideración».
La guerra de Irak está eclipsando el tema de la intervención humanitaria. Pero es un tema que pronto estará sobre la mesa.