Génesis 15, 5-12. 17-18: “Dios hace una alianza con Abram”
Salmo 26: “El Señor es mi luz y mi salvación”
Filipenses 3, 17-4,1: “Cristo transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso como el suyo”
Lucas 9, 28-36: “Mientras oraba su rostro cambió de aspecto”
Con gran fervor se disponen a celebrar la fiesta del Señor de Esquipulas, devoción venida desde Guatemala y enraizada fuertemente en el corazón chiapaneco. En medio de su pobreza han dispuesto flores, cohetes, cortinas, flores y luce hermoso el altar donde han puesto la imagen milagrosa del Crucificado… No han escatimado esfuerzos y echan la casa por la ventana.
El Cristo, con su rostro negro, parece mirar a cada persona, niño, niña, mujer… Uno de los participantes me hace notar: “Mira los rostros desnutridos de los niños, mira los rostros demacrados de las madres, mira los rostros de la pobreza, de la enfermedad, de la miseria… si miráramos el rostro de Jesús en ellos, de otro modo los trataríamos. Si el fervor que ponemos en venerar su imagen lo pusiéramos en cuidar y proteger a los desamparados, Cristo estaría más contento… No es que esté mal la fiesta, sino que la fiesta nos debe comprometer a descubrir el rostro de Jesús en cada uno de los hermanos”.
Hay tantos rostros de Jesús que nosotros no descubrimos porque preferimos verlo en una imagen o en una pintura. Esos rostros de Cristo cubiertos por la miseria y la pobreza, son rostros del Jesús migrante que pide asilo y encuentra violaciones e injusticia; son rostros de Jesús niño desnutrido, abandonado, vendido y comprado; son rostros del Jesús obrero y campesino, saqueado, explotado… cada hombre y mujer que sufre, que llora, que es despreciado son rostros de un Jesús que quiere identificarse con ellos y que solicita nuestra cercanía y nuestra misericordia.
Son rostros de Cristo que nos interpelan, que reclaman una presencia y que hoy nos siguen cuestionando. Han pasado ya dos mil años desde que Cristo nos dejó una tarea: “Lo que hagas con uno de estos pequeños, a mí me lo haces”, y con dolor debemos confesar que no hemos logrado “limpiar” ni “transfigurar” el rostro de Jesús que sufre. Al contrario parecería que hemos ido ensuciando más ese rostro con nuestra indiferencia, con nuestra falta de compromiso y con las injusticias que a diario cometemos. Y cada día añadimos nuevos rostros que urgen una transfiguración: el rostro de nuevos jóvenes destrozados por las drogas; el rostro de mujeres asesinadas, despreciadas y minusvaloradas; el rostro de indígenas despojados de su cultura, de su tierra, de su riqueza y de su dignidad; el rostro del desempleado, el rostro del descartado, niños, migrantes… y muchos otros rostros en los que se desfigura el rostro de Jesús y nos exigen una conversión.
Cada palabra del Evangelio de este día nos lanza a la transfiguración: “En aquel tiempo, Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan”. Lo primero que impresiona es que Jesús se hace acompañar. Igual que en aquel tiempo, hoy Cristo quiere hacerse acompañar. A lo primero que nos obligaría es a “acompañar” a esta fila interminable de hermanos en los que Cristo está sufriendo. No podemos acostumbrarnos a mirar con indiferencia la pobreza ni el dolor. Nadie tiene derecho a vivir una vida holgada cuando su hermano no la tiene a plenitud. Y muchas veces no podremos hacer nada más que estar ahí, junto al que sufre.
“Y subió a un monte para hacer oración”. El monte es la cercanía con Dios, es el ponerse en presencia de Dios y mirar las cosas como Dios las ve, con “sus ojos y su corazón”. ¿Estará Dios contento con esta situación que estamos viviendo? ¿Qué nos dice ante el dolor injusto de nuestros hermanos? Y esto hacerlo en momento de oración, de diálogo y de confianza.
“Mientras oraba, su rostro cambió de aspect”. La transfiguración sucede mientras se está en oración, mientras se pone toda la vida frente al designio de Dios Padre. No como un huir de la realidad, sino como un cuestionar la realidad frente a su palabra y frente a su designio. Sólo en el diálogo con Dios podremos encontrar los verdaderos caminos de la transfiguración. Porque transfigurar, no es “maquillar” las situaciones, es cambiarlas de raíz, pues sólo cambiando el corazón del hombre se transformará la sociedad.
“Estaban rendidos de sueño…sería bueno que nos quedáramos aquí”. Se debe vencer la tentación del cansancio y del pesimismo, pero también se debe vencer la tentación de la indiferencia y el egoísmo. No basta que yo esté bien. Así han terminado muchos movimientos y causas justas, solamente en el bienestar de unos cuantos, casi siempre sólo los líderes, y eso no es la plenitud del Reino de Dios. No podemos hacer nuestras chozas aparte, no podemos olvidar el camino de Jesús. Mientras Jesús se transfigura está hablando también de la muerte y de lo que le espera en Jerusalén. Al igual que Jesús nosotros tenemos un camino que pasa por el dolor, que pasa por la muerte y que pasa por el dar la vida por los hermanos. Dar la vida en la cruz de cada día. La invitación a la cruz es un escándalo, y Jesús invita a la superación de este escollo. La transfiguración aparece así como un relámpago en medio de la oscuridad. En medio de la noche de la cruz, la transfiguración presenta un esbozo de lo que espera a los seguidores de Jesús: la tarea no termina en la cruz. Sino termina en la vida.
“Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo” Envueltos en la presencia de Dios, simbolizada en la nube, reciben un mandato los discípulos: “Escúchenlo”. Es la clave del relato: para estar en cercanía a Jesús no es necesario armar tiendas, sino escucharlo, vivir de su palabra. La peregrinación no ha terminado, estamos en camino aunque la transfiguración ilumine brevemente el escándalo de la cruz anunciada. Cada uno de nosotros en marcha a nuestro éxodo en el cielo miramos el monte, como Israel miraba el Sinaí en su éxodo. En ese monte, en la figura de Jesús, en sus palabras, en su muerte y resurrección encontraremos el camino de la transfiguración.
Cruz y resurrección, van tan de la mano, que se hace imposible separarlas. La resurrección da un sentido nuevo y fructífero a una vida que quiere gastarse y entregarse, como el fruto da sentido al entierro del grano. Pero también, la muerte da un sentido nuevo a la resurrección, ¡el amor nunca se hace tan generoso como cuando da la vida!, y Jesús no será un Mesías “allá en las nubes”, sino uno que camina nuestros pasos, uno que pasó por la cruz y que se dirige a Jerusalén, tierra de Pascua, y tierra que es punto de partida de la misión”.
¿Cuál es nuestra tarea en esta cuaresma? ¿Cómo transfiguraremos el rostro de Jesús que se nos presenta en cada uno de los hermanos? ¿Cómo será nuestra propia transfiguración?
Padre Misericordioso, que nos mandaste escuchar a tu amado Hijo, alimenta nuestra fe con tu palabra y purifica los ojos de nuestro espíritu, para que podamos alegrarnos en la contemplación de tu gloria y descubrir su rostro en cada uno de los hermanos. Amén.