CIUDAD DEL VATICANO, 2 octubre 2002 (ZENIT.org).- Frente a los avatares de la vida diaria, la confianza en Dios es la única «roca eterna» en la que puede cimentarse la vida de todo hombre y mujer, asegura Juan Pablo II.
Este es el mensaje que dejó este miércoles durante una soleada audiencia general concedida en la plaza de San Pedro del Vaticano, en la que participaron más de 15 mil peregrinos, al comentar el cántico que aparece en el capítulo 26 del libro bíblico del profeta Isaías.
El himno constituye, como recordó el pontífice, «la celebración gozosa de la ciudad de la salvación» de la que «el mismo Señor ha puesto los cimientos y las murallas defensivas, haciendo de ella una morada segura y tranquila».
Continuando con la serie de meditaciones que viene ofreciendo sobre los cánticos y salmos del pueblo judío, el Santo Padre aclaró que esta imagen supone dos ciudades antitéticas entre sí: «la ciudad rebelde, encarnada en algunos centros históricos de entonces, y la ciudad santa, en la que se reúnen los fieles».
En esta última, Dios «abre de par en par las puertas para acoger al pueblo de los justos».
Ahora bien, aclaró el sucesor de Pedro, «quien entra en la ciudad de la salvación debe tener un requisito fundamental»: la confianza en Dios.
«La fe en Dios –insistió–, una fe sólida, basada en él, es la auténtica «roca eterna»».
De este modo, siguió aclarando, «el don que Dios ofrece a los fieles es la paz, el don mesiánico por excelencia, síntesis de vida en la justicia, en la libertad y en la alegría de la comunión».
Este pasaje bíblico escogido por el pontífice llamó poderosamente la atención de los hombres que forjaron el pensamiento del cristianismo en sus primeros siglos, los Padres de la Iglesia, pues –como él explicó– «en aquella promesa de paz vislumbraron las palabras de Cristo que resonarían siglos después: «Mi paz os dejo, mi paz os doy»».
El obispo de Roma citó, por ejemplo, a san Cirilo de Alejandría (376-444), quien rezaba: «Concédenos la paz, Señor. Entonces, comprenderemos que lo tenemos todo, y que no le falta nada a quien ha recibido la plenitud de Cristo. De hecho, la plenitud de todo bien es el hecho de que Dios habite en nosotros por el Espíritu».
Con esta convicción, concluyó el Papa, el cristiano «puede afrontar el nuevo día con el espíritu reconfortado».