«Si la castidad consagrada es un carisma –afirmo el fraile capuchino–, entonces es más un don recibido de Dios que un don hecho a Dios. Se trata de una distinción fundamental que el padre Cantalamessa invitó a considerar desde una perspectiva positiva.
De ahí la necesidad –para los célibes y las vírgenes consagradas– de «pasar de la actitud de quien cree haber hecho un ofrecimiento y un sacrificio, a la actitud –absolutamente distinta— de quien advierte que ha recibido un don y que debe ponerse más bien a dar gracias», subrayó el predicador de la Casa Pontificia.
Ello también explica que quien ha sido tocado en el corazón por este carisma está llamado a testimoniar la humildad –que impide vanagloriarse de la propia continencia por el reino de Dios–, la libertad interior de una elección más fuerte que las tentaciones por las que se ve acechada, la alegría y la belleza de una vocación que simboliza al mundo la luz de la resurrección más que la tristeza de la cruz, y el aspecto del don más que el esfuerzo de la renuncia.
«Pero tal vez, el resultado más importante que se obtiene al hablar de virginidad y celibato en término de carismas es el de hacer caer definitivamente la latente contraposición entre virginidad y matrimonio, que tanto ha afectado estas vocaciones cristianas», constató el padre Cantalamessa.
«En la noción de carisma y en la de vocación –explicó–, las dos formas de vida pueden finalmente vivir plenamente reconciliadas y edificarse recíprocamente. La virginidad consagrada no es un asunto privado, una elección personal de perfección. Es, al contrario, “para el provecho común” y está para “el servicio de los demás”. En la Iglesia, vírgenes y casados se “edifican” mutuamente».
De acuerdo con la predicación del padre Cantalamessa, mientras los primeros llaman de nuevo a los cónyuges a «la primacía de Dios y de aquello que no pasa», los segundos pueden enseñar a los consagrados «la generosidad», el «olvido de sí» experimentado en el servicio a la vida y en la educación de los hijos, «una cierta humanidad que procede del contacto directo con los dramas de la vida».
«Esto muestra la utilidad de que haya en la comunidad cristiana una sana integración de los carismas –expuso–, por los cuales los casados y los célibes no vivan rígidamente separados los unos de los otros, sino de forma que se ayuden y exhorten mutuamente a crecer».
«No es cierto –advirtió— que la cercanía del otro sexo y de las familias, para quien no está casado, sea siempre y necesariamente una insidia y una oscura amenaza. Puede serlo si no se ha producido aún una aceptación libre, alegre y definitiva de la propia vocación, pero esto también se aplica a quien esté casado».
«Lo más bello que podemos hacer como conclusión de nuestras reflexiones sobre el celibato y la virginidad por el Reino –invitó el predicador del Papa— es renovar nuestro “Heme aquí” y nuestro “Sí”. No con una “resignada aceptación”, sino con el “deseo” y la “impaciencia” de María en la Anunciación».