CIUDAD DEL VATICANO, 1 oct (ZENIT.org).- Juan Pablo II confesó este mediodía, después de canonizar a 123 mártires, la esperanza de que la declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe, «Dominus Iesus», sirva para ilustrar la fe de la Iglesia y, al mismo tiempo, para promover el diálogo en la verdad con los creyentes de las demás religiones.
De este modo, el Papa tomó posición claramente ante aquellas voces que en las últimas semanas han afirmado que Juan Pablo II no había aprobado personalmente la publicación de esta declaración, que lleva la firma del cardenal Joseph Ratzinger.
Estas fueron las palabras que pronunció el Papa este domingo:
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1. Los santos que han sido elevados hoy a la gloria de los altares nos alientan a poner la mirada en Cristo. Han vivido arraigados en la fe en Él, el Redentor de todos los hombres, el Hijo unigénito que está en el seno del Padre y lo ha revelado (cf. Juan 1, 18). Los santos nos invitan a confesarle con alegría, a amarle de corazón, y a dar testimonio de él.
En la cumbre del año jubilar, con la declaración «Dominus Iesus» (Jesús es el Señor), que he aprobado de manera especial, he querido invitar a los cristianos a renovar su adhesión a Él en la alegría de la fe, testimoniando unánimemente que Él es, hoy y mañana, «el camino, la verdad y de la vida» (Juan 14, 6). Nuestra confesión de Cristo, como Hijo único de Dios, a través de quien nosotros mismos vemos el rostro del Padre (cf. Juan 14, 8), no es un acto de arrogancia que desprecia a las demás religiones, sino un reconocimiento gozoso, pues Cristo se nos ha mostrado sin que hayamos hecho nada para merecerlo. Y Él, al mismo tiempo, nos ha comprometido a seguir dando lo que hemos recibido y a comunicar a los demás lo que se nos hada dado, pues la Verdad donada y el Amor que es Dios pertenecen a todos los hombres.
Con el apóstol Pedro confesamos que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hechos de los Apóstoles 4, 12). La declaración «Dominus Iesus», siguiendo las huellas del Vaticano II, muestra que con ello no se niega la salvación a los no cristianos, sino que indica su manantial último en Cristo, en el que se unen Dios y el hombre. Dios da la luz a todos de manera adaptada a su situación interior y ambiental, concediéndoles la gracia salvífica, a través de caminos que él conoce (cf. «Dominus Iesus», VI, 20-21). El documento aclara los elementos cristianos esenciales, que no obstaculizan el diálogo, sino que ponen las bases, pues un diálogo sin cimientos estaría destinado a degenerar en palabrería vacía.
Lo mismo vale también para la cuestión ecuménica. Si el documento, con el Vaticano II, declara que la «única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica», no pretende con ello expresar poca consideración por las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Esta convicción está apoyada por la conciencia de que no se trata de un mérito humano, sino de un signo de fidelidad a Dios que es más fuerte que las debilidades humanas y que los pecados, confesados por nosotros de manera solemne ante Dios y los hombres al inicio de la Cuaresma. La Iglesia católica sufre –como dice el documento– por el hecho de que auténticas Iglesias particulares y comunidades eclesiales, con elementos preciosos de salvación, estén separadas de ella.
De este modo, el documento expresa una vez más la misma pasión ecuménica que se encuentra en los cimientos de la encíclica «Ut unum sint». Tengo la esperanza de que esta declaración, por la que siento un gran aprecio, pueda desempeñar finalmente su función de clarificación y al mismo tiempo de apertura, después de tantas interpretaciones equivocadas.
Que María, a quien el Señor en la cruz nos confió como Madre de todos, nos ayude a crecer juntos en la fe en Cristo, Redentor de todos los hombres; en la esperanza de la salvación, ofrecida por Cristo a todos; y en el amor, que es signo de los hijos de Dios.