El lugar y el papel de los movimientos en la Iglesia (II)

Entrevista con don Arturo Cattaneo, profesor de Derecho Canónico

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ROMA, domingo, 21 mayo 2006 (ZENIT.org).- Los movimientos pueden «reavivar la acción apostólica de la Iglesia», respondiendo al actual proceso de secularización, afirma el profesor Arturo Cataneo.

En la segunda parte de esta entrevista, la primera fue publicada por Zenit (la primera fue publicada en el servicio del 19 de mayo de 2006) este profesor de Derecho Canónico en el Centro Teológico Pío X de Venecia, profundiza en estas constataciones.

–En la Iglesia, las realidades carismáticas no son nuevas. ¿Cuáles son los elementos generales que caracterizan a los movimientos y los diferencian de otros carismas que han tenido lugar en la historia?

–Cattaneo: Desde Pentecostés, la Iglesia es una realidad carismática. El Espíritu ha continuado manifestándose después con particular fuerza en determinados momentos históricos. Basta pensar en el fenómeno del monaquismo, que se difundió en Europa a partir del siglo V, o del surgimiento de las órdenes mendicantes en el siglo XII, o en otras iniciativas posteriores de carácter misionero, educativo y caritativo.

Los nuevos movimientos eclesiales surgidos en la segunda mitad del siglo XX se caracterizan sobre todo por el hecho de dirigirse principalmente a fieles laicos para ayudarles a vivir con plena coherencia el seguimiento de Cristo en la vida cotidiana o en las realidades seculares. Entre otras características, cabe recordar el espíritu universal que les anima y que les ha llevado a desarrollar una relación de particular afecto y comunión con el romano pontífice, como se ha podido constatar tantas veces en las Jornadas Mundiales de la Juventud.

–En los últimos treinta o cuarenta años, se ha dado una evolución en la relación entre los obispos, los párrocos y los movimientos. ¿Cómo ha sido y cuál es la situación actual?

–Cattaneo: Me imagino que usted se refiere a las desconfianzas iniciales manifestadas por muchos pastores ante los movimientos y, por tanto, a una cierta falta de aprecio por parte de los miembros de los movimientos ante las estructuras eclesiásticas que eran percibidas como hostiles. Esas diferencias se debían a comportamientos que deberíamos llamar de «adolescentes» por parte de algún movimiento y de algunos de sus miembros. Pues bien, todas estas dificultades comprensibles han sido, al menos en buena parte, superadas. Sin duda, la atención pastoral de Juan Pablo II y del cardenal Ratzinger han contribuido a una mejor comprensión de los movimientos por parte de los pastores y a una maduración eclesial de los movimientos.

–¿Cuál es la contribución que pueden ofrecer los movimientos eclesiales a las parroquias?

–Cattaneo: Tanto Juan Pablo II, como recientemente Benedicto XVI, han manifestado su confianza en la capacidad de los movimientos de reavivar la acción apostólica de la Iglesia y, sobre todo, en su capacidad para afrontar el desafío que plantean los fenómenos de la secularización. Los movimientos refuerzan la presencia personal de la vida cristiana. Como ha explicado el profesor Giorgio Feliciani: «La primera y más importante contribución que pueden dar los movimientos a una comunidad parroquial es la presencia en su ámbito territorial de lo que Juan Pablo II definió como «personalidades cristianas maduras, conscientes de su propia identidad bautismal, de su propia vocación y misión en la Iglesia y en el mundo». Por ello, son capaces de ofrecer un significativo testimonio de vida cristiana».

–La capacidad de la Iglesia de integrar a las diversidades en la unidad, constituyéndola como comunión, ¿no podría servir de ejemplo para la sociedad civil?

–Cattaneo: Más que de ejemplo (no olvidemos que la Iglesia y la sociedad civil son esencialmente diversas), preferiría hablar de un aspecto del servicio que la Iglesia está llamada a ofrecer a la sociedad. Esta última hoy es cada vez más multiétnica y multicultural, globalizada y al mismo tiempo fragmentada. Todo esto constituye un estímulo para la Iglesia, que está llamada –como ha dicho el Concilio Vaticano II– a ser «signo alzado ante las naciones» (Isaías 11,12) e «luz del mundo» (Mateo 5,14), a comprender y abrazar «en la caridad a todos los idiomas, superando así la dispersión de la Torre de Babel» («Ad gentes», n. 4). Esta perspectiva se abre necesariamente también al diálogo interreligioso, cuestión difícil pero necesaria, en la que la Iglesia tendrá que comprometerse cada vez más.

–En su libro, además de hablar de los movimientos, usted también menciona las estructuras pastorales personales. ¿A qué se refiere?

–Cattaneo: Hay que tener en cuenta que se ha pasado de una época, en la que la estabilidad territorial era sumamente clara, a una manera de vivir caracterizada por una movilidad cada vez mayor. El fenómeno de las migraciones y otros factores sociales y profesionales suscitan exigencias pastorales de carácter personal que superan los confines diocesanos. En su misión, la Iglesia debe tener en cuenta obviamente todo esto.

En el ámbito de la Iglesia particular, desde hace siglos, se han dado respuestas organizativas a estas necesidades, como la creación de parroquias personales y el nombramiento de capellanes a quienes se les confía una pastoral especializada (escuelas, hospitales, cárceles, etc). Recientemente se han dado respuestas organizativas con respeto a las necesidades pastorales que trascienden los límites diocesanos. La Iglesia ha creado estructuras transdiocesanas de pastoral especializada –confiadas a un ordinario, ayudado por sacerdotes y con la posible colaboración de fieles laicos– que desarrollan su propio papel con respecto a las Iglesias particulares, ofreciéndoles ayudas específicas. Es el caso de la diócesis castrense o de la prelatura personal.

–¿Qué se espera del encuentro de Pentecostés de este año?

–Cattaneo: Le respondería con el lema escogido para este encuentro: hacer que «la belleza de ser cristiano y la alegría de comunicarlo» no sean sólo una prerrogativa de los movimientos, sino que éstos sepan difundirlas cada vez más a todos los fieles. En 1999, Ratzinger había recordado que, en el Imperio Romano, la Iglesia era en los primeros siglos una ínfima minoría, «pero ya en tiempo de los apóstoles esta minoría suscitó la atención del mundo». El cardenal concluía con estas palabras: hoy «los movimientos pueden ser de gran ayuda gracias a su empuje misionero […] y nos pueden alentar a todos nosotros a ser fermento de la vida del Evangelio en el mundo».

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ZENIT Staff

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