El maestro de Juan Pablo II (Parte I)

Entrevista a Sir Gilbert Levine

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NUEVA YORK, lunes 18 de abril de 2011 (ZENIT.org).- Cuando Gilbert Levine, en 1987, aceptó el encargo de director artístico y director de orquesta de la Filarmónica de Cracovia -entonces dominaba el comunismo y la Guerra Fría estaba en pleno desarrollo- no sabía que se convertiría en el “Maestro del Papa”.

Cuando Juan Pablo II conoció a este joven director judío americano en Polonia, ya se habían puesto las semillas de una historia que se convirtió enseguida en una amistad y una colaboración que duró 17 años en la reconciliación entre católicos y judíos.

Levine habló con ZENIT de su experiencia recogida en el libro «The Pope’s Maestro» (Jossey-Bass). Según su punto de vista la gran lección del Papa polaco es que a pesar de 2.000 años de incomprensiones y “dificultades terribles” entre judíos y católicos “si hay un esfuerzo, es posible comenzar un proceso de curación. No sucederá enseguida, pero se dará”.

* * *

– ¿Por qué ha escrito este libro? Como amigo personal del Papa Juan Pablo II, usted indudablemente es envidiado por millones de personas católicos y no católicos. Pero el libro va más allá de su fortuna personal.

Levine: Bueno, no me consideraba y no me considero su amigo personal. El cardenal Dziwisz, en una entrevista la describió como una profunda amistad espiritual, y había seguramente un elemento de amistad que se ha desarrollado en el transcurso de los años, pero el Papa tenía amigos personales – incluso un muy conocido amigo judío, Jerzy Kluger, que conocía de los tiempos de Wadowice – por tanto no me definiría nunca su amigo personal, aunque teníamos una relación profunda artística y espiritual, como dijo el cardenal Dziwisz. La consideraba algo tan generoso y extraordinario, que he querido contar la historia y el Papa mismo me ha animado a hacerlo, así como el cardenal Dziwisz.

La relación se desarrolló profundamente en el transcurso de muchos años -17- y cubrió un largo camino espiritual. Yo dirigí el primer concierto en 1988 y era todo música católica, música que no había dirigido nunca en público, antes de aquello, en un contexto muy católico, delante de un público totalmente católico; era un camino que debía hacer como artista. Después en el curso de los años sucesivos, llegué, llegamos a ver en la música -sobre todo él- un instrumento capaz de reunir la extraordinaria historia -hecha en buena parte de sufrimientos- que une a católicos y a judíos.

Escribí el libro porque es un camino que creo que pueda mostrar a la gente nuestra historia como católicos y judíos, como hijos de Abraham -inclusive los musulmanes- pero que pueda decir a un niño o adolescente : “tú puedes ser cualquier cosa. Puedes hacer cualquier cosa. Cualquier cosa es posible si el alma humana se abre a los demás”. Creo que este es el mensaje al corazón del libro y que el Papa ha enseñado. Si él y yo hemos podido desarrollar este tipo de confianza y de amistad, entonces es posible para todos.

Creo que este fue el mensaje, por ejemplo, de la JMJ de Denver, donde, delante de 500.000 jóvenes católicos, me mostró su afecto y bromeó conmigo. Para todos estos jóvenes y los obispos que estaban presentes y los sacerdotes con sus congregaciones provenientes de toda América y muchos otras partes del mundo, y muchos exponentes de la Curia, de hecho, él les decía: “Veis, yo puedo. Estoy unido a este judío con una relación cordial, abierta, íntima. También tú puedes hacer lo mismo en tu casa, en tu diócesis”. Creo que esta lección es muy fuerte. Y el mensaje del libro retoma esta lección: el recorrido que he realizado con este hombre increíble.

– Por tanto casi una mirada al futuro, ¿algo que sirva a las futuras generaciones?

Levine: Absolutamente, Juan Pablo II fue el verdadero maestro. Fue él absolutamente el verdadero maestro. Yo sabía que enseñaba a través de mí y a través de los conciertos que hacíamos. Enseñaba al mundo que esto era posible hacerlo. Dos mil años de incomprensiones, de dificultades terribles, si se aplica, es posible iniciar un proceso de curación, No sucederá enseguida pero sucederá. Y lo que él creía -y creía fuertemente- era que la música y mi arte pudiesen ser un modo para afrontar estas profundas heridas del alma humana, en la construcción de relaciones humanas y una forma tácita de reencontrarnos los unos con los otros. Como he dicho, él enseñaba siempre a todos, incluso a mí mismo, cada día que tuve el privilegio de conocerlo.

– Usted cuenta la experiencia de oración vivida junto al Papa ¿Nos la puede describir?

Levine: Fue impresionante, extraordinario. El Primer Ministro israelí Rabin fue asesinado. Debía ir al Vaticano para reunirme con unas personas -un encuentro rutinario, también el Vaticano es rutinario- para hablar de proyectos en los que estaba trabajando. Me reuní con monseñor Dziwisz para decirle que acababa de llegar.

No había visto al Santo Padre desde cuando se me condecoró en 1994 y él (monseñor Dziwisz) me pidió que lo siguiese a la Basílica de San Pedro. Estaba extrañado porque nunca se me había pedido antes. Y para resumir una historia larga e increíble, se me introdujo en la capilla privada del Papa, dentro de San Pedro, donde él rezaba en silencio, sentado en una silla frente a un crucifijo colgado de la pared. Se me dijo que me colocase frente a él, y así pude observar que tenía los ojos cerrados. Fue su deseo. Quiso que rezase con él en silencio. Enseguida me sentí extasiado por su modo de rezar.

Se habla de la increíble cantidad de tiempo que él pasaba rezando sólo. A veces postrado en el suelo, en profunda oración. Y esta vez era algo parecido. Una oración en privado, increíble, potente.

Me quedé pensando en las oraciones de mis orígenes judíos y después la oración se convirtió en música e imaginé el Adagio de la Novena Sinfonía de Bruckner, que para mí es pura comunicación entre Bruckner y Dios. Después el Papa se movió hacia adelante para arrodillarse sobre el reclinatorio con la ayuda de monseñor Dziwisz. No me miró, no me miró, pero la conexión entre nosotros no se interrumpió en ningún momento. Sentí que participaba de manera más profunda en su oración, en su profunda calma. Había una quietud increíble en aquella estancia. Dos sacerdotes estaban apoyados en la pared y parecía que habían dejado de respirar. Era absolutamente extraordinario.

Y al final, el Papa se levantó y vino hacia mí, extendió sus manos hacia mí, tomó las mías y me miró directamente a los ojos con tal potencia que tuve que cerrar los míos. No podía mantener su mirada. Y entonces dijo: “Sin él, ¿Podrá haber paz?”. Rezaba -deduzco yo- por el alma de Itzhak Rabin, y por la gente de Israel y Palestina, por la tragedia de una Tierra Santa sin paz. Fue absolutamente extraordinario.

Era tan ignorante de lo que sucedería que había traído conmigo para él una cinta del concierto de la Conmemoración del Holocausto. No tenía idea de los que habría hecho. Me sentí tan estúpido por esto, pero no tenía importancia porque yo me sentía transportado por su oración. Después se levantó, interrumpiendo la oración, y al momento la atmósfera cambió. Me dijo: “Espero no haberle procurado mucho jet-lag, le ruego Maestro que me perdone”. Me preguntó por mis hijos, cosa que hacía siempre y por mi suegra. Fue absolutamente impresionante.

Llegué a la habitación donde había vivido y trabajado Pierluigi da Palestrina, frente a San Pedro y pregunté a una amiga: “¿Sabes dónde estaba?”. Ella ha trabajado durante 25 años en el Vaticano y me dijo que no conocía su existencia.

Después, al final de la jornada llamé a monseñor Dziwisz y le pregunté: “¿Qué ha sido esto?”. Él me contestó: “No sabe Maestro, que nosotros rezamos al mismo Dios?”. Fue increíble y extraordinario.

Y había sido el Papa
el que lo había programado todo. Una experiencia increíble… Y la mirada de los otros dos sacerdotes, al verme, de todas las personas posibles en la capilla privada, en aquel Sancta Sanctorum dentro de San Pedro… Estaban estupefactos, absolutamente sorprendidos.

– Me llama la atención que – sobre todo si se piensa en el modo en que el cardenal Dziwisz lo resumió- casi como si fuese el símbolo de todo lo que el Santo Padre quisiera realizar junto a usted.

Levine: Por supuesto que sí.

– Primero la música y después la oración… al mismo Dios…

Levine: Exactamente. Y esta combinación entre música y oración, música y espíritu. Además de la oración. Siempre tuve la impresión de poder compartir con Juan Pablo II esta increíble calma, esta unión mística, que era lo más profundo en él. Porque no era ya una oración católica o judía. Era nuestra devoción común a Dios. Absolutamente maravilloso.

– Después de todos estos años, ¿qué piensa ahora de sus audaces comentarios tras su primer encuentro con Juan Pablo II en 1988: “Creo Santidad, que usted podría conseguir el acercamiento de nuestro pueblos (judío y cristiano)… Creo que el mismo Dios lo ha mandado para esto”. En su libro, usted observa que fue un poco atrevido decirle al Vicario de Cristo “lo que había sido ordenado por Dios en su Pontificado”.

Levine: No sé quien haya dicho aquellas cosas (ríe). No sé de dónde vinieron esas palabras, pero eran necesarias. No imaginaba no decirle nada. Se me había dicho expresamente que no debía prepararme nada para decir y que le tenía que hacer sólo el besamanos, él me habría bendecido y se habría ido con una bella foto para los nietos. Sin embargo, me hicieron entrar en su biblioteca privada y él tenía claramente en mente algo, claramente quería conocerme, quería descubrir quien era.

Sabía que tenía una ocasión que no se repetiría. No volvería a estar con este hombre. Tenía que decirle lo que tenía en el alma. Tenía que decirlo y lo creía profundamente así, porque sabía de dónde venía, de Wadowice, de Polonia, del país que había visto el asesinato de millones de judíos, porque estaba en la mejor posición para comprenderlo. Lo había visto. Había sufrido bajo la ocupación nazi. Muchos sacerdotes polacos fueron asesinados, muchos eran sus amigos, que fueron atrapados y asesinados. Él conocía en primera persona el Holocausto, habiéndolo visto desde el otro lado de la alambrada. Sabía que si había alguien que podía hacerlo era él.

Ahora, que yo tuviese algo que ver con esto, entonces era inconcebible para mí. No tenía en mente nada similar. Yo no pensaba nada parecido a esto. Sólo sabía que tenía que decirlo, como descendiente de supervivientes del Holocausto, que habían perdido 40 miembros de la familia en aquel horrendo periodo. Simplemente sentía que esperaba que lo dijese. Lo más increíble es que él no dijo ni una palabra. Fue lo último que se dijo en aquella audiencia verdaderamente privada, en aquel tête-à-tête, en la que él miró hacia abajo y permaneció pensativo por largo tiempo. Estaba seguro de haber dicho algo ridículo, la cosa más absurda y que él sólo esperaba que su personal lo liberase de aquel intruso extraño. Estaba convencido de ello porque él no había proferido una palabra. Su mirada estaba casi horrorizada, porque estaba absorto profundamente en sus pensamientos.

Creo que fue importante para mí decirlo. No sé de dónde me salió. Ciertamente no era un pensamiento mío. Me vino a la mente de improviso.

He escrito este libro, pero no soy un escritor, no sé escribir obras. No sé sentarme y decir, bien tengo hoy tres horas esta tarde para escribir un capítulo. He tenido que esperar que desde el fondo de mi mente todas las cosas encontrasen su lugar justo. Mi mujer lo sabe bien: pasaron tres semanas y mi editor comenzó a enloquecer. Viajaba por el mundo, volvía, me ponía la bata y me iba a mi estudio diciendo: “Quisiera una taza de café”. Y ella entendía: “¡ah-ah!”. Me tomaba el café y quizás escribía un capítulo entero, porque todo había surgido de mi subconsciente. Creo que, en este sentido, esta frase estuviese ya en mí desde mi viaje a Cracovia […].

Creí haber tocado una cuerda en lo profundo del alma del Papa, que quizás era una cosa que se podía hacer. Aquel extraño americano llegó a Polonia y quizás tenía un papel que realizar. Juan Pablo II debió pensar así porque en lugar de expulsarme para no verme nunca más, fue el inicio de esta amistad espiritual que se desarrolló en los 17 años siguientes. Mirando atrás fue como decimos en yiddish, bashert, el destino. ¿Pero quién lo habría dicho? ¿Quién los habría imaginado?

Él lo sabía. Lo sabía porque su visión era increíblemente clara. Hay una foto que quizás ha visto, de él en la cima de una montaña y mira las colinas de Judea, foto realizada durante su viaje en Israel en el 2000. Así veo yo a Juan Pablo II: como un visionario, una persona que ve más allá de los valles y las dificultades hacia la cumbre siguiente. ¿Cómo pueden unirse Dios y un hombre de un modo tan fuerte, en maneras distintas, diferentes, pero tan fuertemente? Creo que él vio en aquella frase loca el inicio de lo que yo imaginé que pudiese ser el final de nuestra relación.

Por Kathleen Naab. Traducción por Carmen Álvarez

[La segunda parte de esta entrevista sobre el “milagro”de Juan Pablo II sobre la suegra de Levine se publicará mañana 19 de abril]

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ZENIT Staff

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