Hacia el encuentro del 27 de octubre en Asís

Carta del cardenal Levada, prefecto para Doctrina de la Fe

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes 8 de julio de 2011 (ZENIT.org).- Por su interés, ofrecemos una carta del cardenal William J. Levada, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe – publicada el 6 de julio en L’Osservatore Romano –, en la que con motivo del próximo encuentro interreligioso de Asís (27 de octubre), reflexiona sobre cómo entiende la Iglesia el diálogo con las demás religiones.

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El anuncio de que el próximo 27 de octubre Benedicto XVI peregrinará hacia Asís para una “Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo”, muestra que la experiencia religiosa en sus distintas formas es objeto de la atención de la Iglesia en el tercer milenio. Frente a la actual difusión del ateísmo y del agnosticismo, es necesario ayudar al hombre a salvaguardar o a reencontrar la conciencia de su vínculo elemental (re-ligio) con el origen del que proviene. Esta conciencia, que se hace naturalmente orante, es una condición de la paz y de la justicia en el mundo.

En su libro-entrevista de 1994, el beato Juan Pablo II recordaba el encuentro de Asís de 1986, afirmando que este, junto a las numerosas visitas a países de Extremo Oriente, lo había convencido, más que nunca, de que “el Espíritu Santo trabaja eficazmente incluso fuera del organismo visible de la Iglesia”. Sin embargo, consciente de la delicadeza del argumento, poco después de aquel encuentro, el 7 de diciembre de 1990, enseñaba en su encíclica Redemptoris missio, que el Espíritu “se manifiesta de modo particular en la Iglesia y en sus miembros; sin embargo, su presencia y acción son universales, sin límite alguno ni de espacio ni de tiempo”.Refiriéndose al Concilio Vaticano II, recordaba que “la acción del Espíritu en el corazón del hombre, mediante las ‘semillas de la Palabra’, incluso en las iniciativas religiosas, en los esfuerzos de la actividad humana encaminados a la verdad, al bien y a Dios” que prepara “a madurar en Cristo” (nº28). En la misma encíclica, después, no sólo reafirmaba la necesidad y la urgencia del anuncio de la Buena Noticia de Jesús, sino la que comparaba con una “mentalidad indiferentista, ampliamente difundida, por desgracia, incluso entre los cristianos, enraizada a menudo en concepciones teológicas no correctas y marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que ‘una religión vale la otra’” (nº36).

En plena sintonía con esta preocupación está también la reflexión teológica y pastoral de Joseph Ratzinger: ya en 1964 manifestó el intento de “definir con mayor precisión la posición del cristianismo en la historia de las religiones y así conferir de nuevo un sentido más concreto a las enunciaciones teológicas sobre la unicidad y lo absoluto del cristianismo” (J. Ratzinger, Fe, Verdad, Tolerancia. El Cristianismo y las religiones del mundo, 17).

La Congregación para la Doctrina de la Fe, por él dirigida, retomará este tema con la declaración  Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad de Jesucristo y de la Iglesia. El documento, publicado el 6 de agosto de 2000, no pretendía sólo refutar la idea de una coexistencia interreligiosa en la que varias “creencias” serían reconocidas como vías complementarias a la fundamental que es Jesucristo (cfr. Juan 14, 6); pretendía, más profundamente, establecer las bases doctrinales de una reflexión sobre la relación entre el cristianismo y las religiones. Por su relación única con el Padre, la persona del Verbo encarnado es absolutamente única; la obra salvífica de Jesucristo que se prolonga en su Cuerpo, la Iglesia, y también esta es única con respecto a la salvación de todos los hombres. Para ejercitar esta obra, tanto en los cristianos como en los no cristianos, está siempre y sólo el Espíritu de Cristo que el Padre da a la Iglesia “sacramento de salvación”: por esto, no hay, en orden a la salvación, vías complementarias a la única economía universal del Hijo hecho carne, aunque fuera de la Iglesia de Cristo se encuentran elementos de verdad y de bondad (Nostra aetate, 2; Ad gentes, 9).

El encuentro de Asís tuvo una segunda edición el 24 de enero de 2002. En aquella ocasión el cardenal Ratzinger sintió la necesidad de aclarar ulteriormente el significado, haciéndose intérprete de los que se interrogan seriamente a este propósito: “Se puede hacer esto? ¿No será que se le da a la mayoría de la gente la ilusión de una comunión que en realidad no existe?¿No se favorece así el relativismo, la opinión de que en el fondo sólo están las diferencias penúltimas que se interponen entre las religiones?¿No se debilita así la seriedad de la fe y de este modo se aleja a Dios de nosotros?¿no se refuerza el sentimiento de haber sido abandonados?” (Fe, Verdad, Tolerancia, 111). El lector podrá hacerse sus propias puntualizaciones, que no han perdido actualidad. Aquí queremos, sobre todo, preguntarnos: ¿por qué, si estaba tan atento a las posibles interpretaciones erróneas de su beato predecesor, Benedicto XVI ha considerado oportuno peregrinar a Asís en ocasión de un nuevo encuentro por la paz y la justicia en el mundo?.

Una primera indicación la encontramos en el recuerdo del cardenal Ratzinger con respecto al encuentro de 2002. a raíz de la manifestación, él evocaba la figura del hombre vestido de blanco, ya anciano, sentado junto a los demás en el tren hacia Asís: “Hombres y mujeres, que en la vida cotidiana, a menudo se enfrentan los unos a los otros con hostilidad y parecen divididos por barreras infranqueables, saludaban al Papa, que, con la fuerza de su personalidad, la profundidad de su fe, la pasión que destilaba por la paz y la reconciliación, logró lo imposible gracias al carisma de su oficio: convocar, unidos en una peregrinación por la paz, a representantes de la cristiandad dividida y representantes de diversas religiones” (30 Giorni, 1/2002). La religión está muy lejos de distraer de la edificación de la ciudad terrena, sino que empuja al compromiso por ella. Para nosotros los cristianos, esto significa, sobre todo, interceder a Dios, dejando que los demás, a pesar de su diversidad -creyentes y no creyentes, también invitados al próximo encuentro en Asís- se unan a nosotros en la búsqueda de la paz y de la justicia en el mundo. Y, añadía el entonces cardenal, “si nosotros como cristianos emprendemos el camino hacia la paz al ejemplo de San Francisco, no debemos temer el perder nuestra identidad: es entonces cuando la encontramos” (ibidem). No se trata, en resumen, de esconder la fe para encontrar la ventaja de una unidad superficial, sino de confesar -como entonces hizo Juan Pablo II y el Patriarca ecuménico- que nuestra paz es Cristo, y que por esto el camino de la paz es el camino de la Iglesia. El rostro del “Dios de la paz” (Rm 15,33), dice el entonces Joseph Ratzinger, “se ha hecho visible a nosotros cristianos por la fe en Cristo” (ibidem). Y esta paz es una plenitud no sólo ofrecida y transmitida (cfr. Juan 20,19), sino desde siempre acogida por la “Ecclesia sancta et immaculata” (Ef 5,27), como don y como deber con respecto del mundo, que “es teatro de la historia del género humano” (Gaudium et spes, 2). Nos lo recuerda el Concilio Vaticano II: “ obediente al mandato de Cristo y movida por la caridad del Espíritu Santo, se hace plena y actualmente presente a todos los hombres y pueblos para conducirlos a la fe, la libertad y a la paz de Cristo” (Ad gentes, 5). Ya que “todos los hombres están llamados a la unidad con Cristo”(Lumen gentium, 3), la Iglesia debe ser fermento de esta unidad para la humanidad entera: no sólo con el anuncio de la Palabra de Dios, sino con el testimonio vivido de la íntima unión de los cristianos con Dios. Y esta es la auténtica vía de la paz.

El e
slogan elegido para la próxima Jornada de Asís –Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz– nos ofrece una segunda indicación: para que se pueda esperar realmente, construir, unidos, la paz, es necesario poner los criterios en la verdad. “El ethos sin el logos no existe” (J. Ratzinger, Os he llamado amigos. La compañía en el camino de la fe, 71). Instruido por las dolorosas experiencias de las ideologías totalitarias, el Papa aborrece toda forma se subordinación de la razón a la praxis. Pero hay más. El vínculo original entre el ethos y el logos, y entre religión y razón, tiene su raíz fundamental en Cristo, el Logos divino: Exactamente por esto el cristianismo es capaz de restituir al mundo este vínculo, participando como signo veraz y eficaz de Jesucristo, en su única misión de salvación (cfr. Lumen gentium, 9). Y por tanto, hay que rechazar decididamente “este relativismo que afecta en mayor o menor grado ala doctrina de la fe y a la profesión de fe” (Os he llamado amigos, 71). Pero esto, lejos de constituir un desprecio de las diversas expresiones religiosas o de la dimensión ética, es una apreciación: “Debemos intentar encontrar una nueva paciencia -sin indiferencia- los unos con los otros y por los otros; una nueva capacidad de dejar de ser lo que es el otro y la otra persona; una nueva disponibilidad para diferenciar los planos de la unidad y, por tanto, llevar a cabo los elementos de unidad que en este momento son posibles” (ibidem). No es posible la paz sin la verdad y viceversa: la actitud hacia la paz constituye un auténtico “criterio de verdad” (J.Ratzinger, Europa. Sus fundamentos hoy y mañana, 79).

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ZENIT Staff

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