Juan Pablo II: «La Palabra, la Eucaristía y los cristianos divididos»

Intervención del pontífice en la audiencia general de este miércoles

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CIUDAD DEL VATICANO, 15 nov (ZENIT.org).- Juan Pablo II constató esta mañana, durante su intervención en la audiencia general del miércoles, que el escándalo más grande de la historia del cristianismo, la desunión de los discípulos de Jesús, ha provocado desgarres doctrinales y de comunión mutua que imposibilitan a cristianos de diferentes Iglesias o confesiones el sentarse juntos en la mesa de la Eucaristía.

Se trata de un auténtico drama para quienes toman en serio las palabras de Cristo en la Última Cena, cuando antes de morir pidió al Padre por la unidad de los suyos. Este dolor, sin embargo, debería ser un impulso para que los cristianos hagan todo lo posible para recuperar la unidad perdida. Estas fueron las palabras del Santo Padre.

* * *

1. En el programa de este año jubilar no podía faltar la dimensión del diálogo ecuménico e interreligioso, como indicaba en la «Tertio millennio adveniente» (cf. números 53 y 55). La línea trinitaria y eucarística, que hemos desarrollado en las precedentes catequesis, nos lleva ahora a detenernos en esta vertiente, tomando en consideración ante todo el problema de la recomposición de la unidad entre los cristianos. Lo hacemos a la luz de la narración evangélica de Emaús (cf. Lucas 24, 13-35), observando la manera en que los dos discípulos, que se alejaban de la comunidad, se animaron a recorrer el camino de regreso para volver a encontrarla.

2. Los discípulos daban la espalda al lugar en el que Jesús había sido crucificado, pues este acontecimiento era para ellos una cruel desilusión. Por este mismo motivo, se alejaban de los demás discípulos y regresaban, por así decir, al individualismo. «Conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado» (Lucas 24, 14), sin comprender el sentido. No comprendían que Jesús había muerto «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Juan 11, 52). Veían sólo el aspecto tremendamente negativo de la cruz, que arruinaba sus esperanzas: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel» (Lucas 24, 21). Jesús resucitado se les acerca y camina con ellos, «pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran» (Lucas 24, 16), pues desde el punto de vista espiritual, se encontraban en las tinieblas más oscuras. Entonces, Jesús con admirable paciencia les descubre la luz de la fe a través de una larga catequesis bíblica: «Empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lucas 24, 27). Su corazón comenzó a arder (cf. Lucas 24, 32). Le pidieron a su misterioso compañero que se quedara con ellos. «Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado» (Lucas 24, 30-31). Gracias a la explicación luminosa de las Escrituras, habían pasado de las tinieblas de la incomprensión a la luz de la fe y se convirtieron en capaces de reconocer a Cristo resucitado «en la fracción del pan» (Lucas 24, 35).

El efecto de este cambio profundo fue un impulso a emprender sin tardanza el regreso a Jerusalén para reunirse con «los Once y con los que estaban con ellos» (Lucas 24, 33). El camino de la fe había hecho posible la unión fraterna.

3. Este nexo entre la interpretación de la palabra de Dios y la Eucaristía aparece también en otro pasaje del Nuevo Testamento. Juan, en su Evangelio, relaciona esta palabra con la Eucaristía. En el discurso de Cafarnaúm nos presenta a Jesús mientras evocaba el don del maná en el desierto y reinterpretándolo en clave eucarística (cf. Juan 6, 32-58). En la Iglesia de Jerusalén, la asiduidad en la escucha de la «didajé», es decir, la enseñanza de los apóstoles basada en la palabra de Dios, precedía la participación en la «fracción del pan» (Hechos 2, 42).

En Tróada, cuando los cristianos se reunieron en torno a Pablo para «partir el pan», Lucas refiere que la reunión comenzó con largos discursos del apóstol (cf. Hechos 20, 7) para alimentar la fe, la esperanza y la caridad. Todo esto deja claro que la unión en la fe es la condición previa para la participación común en la Eucaristía. Con la Liturgia de la Palabra y la Eucaristía –como nos recuerda el Concilio Vaticano II, citando a san Juan Crisóstomo («In Joh. hom.» 46)– «los fieles, unidos al obispo, tienen acceso a Dios Padre a través del Hijo, Verbo encarnado, muerto y glorificado, en la efusión del Espíritu Santo, y entran en comunión con la Santísima Trinidad, «participando así de la naturaleza divina» (2 Pedro 1, 4). Consiguientemente, por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios, y por la concelebración se manifiesta la comunión entre ellas» («Unitatis redintegratio», n. 15). Esta relación con el misterio de la unidad divina genera, por tanto, un vínculo de comunión y de amor entre aquéllos que se han sentado en la única mesa de la Palabra y de la Eucaristía. La única mesa es signo y manifestación de la unidad. «Por consiguiente, la comunión eucarística está inseparablemente ligada a la comunión plena eclesial y a su expresión visible» («La búsqueda de la unidad – Directorio ecuménico», 1993, n. 129).

4. Desde esta perspectiva se comprende por qué las divisiones doctrinales existentes entre los discípulos de Cristo, reunidos en las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales, limitan la posibilidad de poder compartir plenamente el sacramento. Ahora bien, el Bautismo es la raíz profunda de una unidad fundamental que une a los cristianos a pesar de sus divisiones. Por eso, si bien la participación en la misma Eucaristía sigue quedando excluida para los cristianos que todavía están divididos, es posible introducir en la Celebración eucarística, en casos específicos previstos por el «Directorio ecuménico», algunos signos de participación que expresan la unidad existente y apuntan hacia la plena comunión de las Iglesias en torno a la mesa de la Palabra y el Cuerpo y Sangre del Señor. De este modo, «en ocasiones excepcionales y por una justa causa el obispo diocesano puede permitir que un miembro de otra Iglesia o Comunidad eclesial desempeñe la función de lector durante la celebración eucarística de la Iglesia católica» (n. 133). Del mismo modo, «cada vez que lo exija una necesidad o lo aconseje una auténtica utilidad espiritual y, con la condición de que se evite el peligro de error o de indiferencia», entre los católicos y cristianos orientales es lícita una cierta reciprocidad para los sacramentos de la penitencia, de la Eucaristía y de la unción de los enfermos (cf. números 123-131).

5. Sin embargo, el árbol de la unidad tiene que crecer hasta su expansión plena, como Cristo invocó en la gran oración del Cenáculo que hemos proclamado en la apertura (cf. Juan 17, 20-26; «Unitatis Redintegratio» n. 22). Los límites en la intercomunión ante la mesa de la Palabra y de la Eucaristía tienen que transformarse en un llamamiento a la purificación, al diálogo, al camino ecuménico de las Iglesias. Son límites que nos hacen experimentar más intensamente, precisamente en la celebración eucarística, el peso de nuestras laceraciones y contradicciones. La Eucaristía es, de este modo, un desafío y una provocación en el corazón mismo de la Iglesia para recordarnos el intenso, el extremo deseo de Cristo: «Que sean uno» (Juan 17, 11. 21).

La Iglesia no debe ser un cuerpo de miembros divididos y dolientes, sino un organismo vivo y fuerte que avanza confortado por el pan divino, como se prefigura en el camino de Elías (cf. 1 Reyes 19, 1-8), hasta llegar a la cumbre del encuentro definitivo con Dios. Allí finalmente se cumplirá la visión del Apocalipsis: «Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Di
os, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (21,2).

N.B.: Traducción realizada por Zenit.

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ZENIT Staff

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