Un regalo para Francisco: El poema que conmovió al papa

Alejandro Guillermo Roemmers dedica un poema al santo padre

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Alejandro Guillermo Roemmers, escritor, poeta y embajador de las Letras Argentinas, fue recibido el pasado día 18 de septiembre por el papa Francisco en el Vaticano. Durante el encuentro, Roemmers entregó al pontífice un obsequio muy especial: una poesía. El poema en honor a su santidad se llama «un regalo para Francisco».

Esta poesía, que el papa recibió conmovido, es un canto al amor, la bondad, la naturaleza y las verdades profundas del espíritu humano. Un himno que resume el espíritu franciscano y viene a unirse a los otros títulos que han dado forma a la trayectoria literaria de Roemmers. Un recorrido personal y artístico que le ha llevado a ser reconocido, por su compromiso humanístico, con innumerables galardones internacionales. Entre ellos, el premio “Miguel Hernández” a la trayectoria poética.

Alejandro Roemmers, autor de “El regreso del Joven Príncipe”, uno de los libros más leídos en todo el mundo -traducido a diecisiete idiomas-; y lectura recomendada para los jóvenes en la formación de los valores espirituales, ha incluido el poema “Un regalo para Francisco” en su nuevo libro de poesías, “La Mirada Impar”. La poesía, en palabras de Roemmers, “es mi forma de celebrar la existencia y de admirar la creación. Mi manera de dar las gracias”.

Un regalo para Francisco

Quise encontrar un obsequio,

el más sencillo, el más humilde,

el que en su pequeñez

pudieras aceptar sin ofenderte.

Pensé que podría comprarlo y fui a la tienda

pero ningún objeto me conformaba.

Entonces escuché una voz santa que me dijo:

“…a quien tiene a Dios, nada le falta,

sólo Dios, basta.”

Creí ser poeta para ofrecerte palabras:

pero las hallé superfluas, pomposas, gastadas…

Hui de mí y perseverante

busqué en la tierra

pero hasta una semilla me pareció excesiva

pues podría albergar un árbol.

Cuando divisé la pradera

mi corazón vibró alegre,

pero intuí al momento que tú no aprobarías

que le restara una sola de sus flores silvestres.

Busqué entonces en el mar

y no hallé un confín

que tu nombre no hubiera alcanzado

y en toda su inmensidad

sólo tenías amigos.

Desafiante, me atreví hasta el abismo

y como un cielo vuelto al revés

lo encontré poblado de estrellas marinas.

Pero cuando tuve una en mis manos

creí que no podrías ser feliz

sabiendo que cada noche al cielo marino

le faltaría esa estrella…

Busqué entonces en el aire

respetando las abejas, luciérnagas, mariposas

y todas las criaturas vivientes,

pues tú no querrías detener sus alas

ni perturbar su vuelo.

Procuré traerte el aroma

sosegado y puro de las hierbas,

del hogar encendido y los jazmines…

pero no pude conservarlos.

Quise igualar el canto de la alondra,

el murmullo del río, el silbido del viento

cuando exhala en los campos profundos…

pero mi voz fue demasiado torpe.

Por un largo instante logré retener,

resbalando por mis dedos,

unas gotas del rocío temprano…

pero frescas y transparentes retornaron al aire.

Quedé entonces en silencio, desconsolado,

bajo el azul infinito

que mis ojos no podrían reflejar…

¿Francisco, pensé, en tu amorosa humildad,

es que no hallaría nada que pudiera agradarte…?

De pronto un árbol dejó caer una de sus hojas

que se depositó frente a mí en el suelo.

Luego otra, que llegó meciéndose en la brisa

hasta mis manos que la recibieron sin querer.

Luego otra, otra, y otra más,

hasta que sentí que el árbol, compasivo,

estaba dispuesto a entregarse por entero

y desnudar sus ramas

con tal de consolarme.

Tanto era su amor

que brotaron mis lágrimas

como un manantial redentor y agradecido.

Las hojas del árbol

continuaron descendiendo generosas

en una bendición inacabable…

Entonces pude comprender… y sonreí.

Y sonrieron conmigo los campos, las aves y los arroyos.

La brisa se detuvo

y ya no volvieron a caer más hojas…

El regalo que produjo la sensibilidad de aquél árbol

es el que ahora quiero ofrecerte:

el amor de una sonrisa.

Un obsequio humilde y efímero

que puedes multiplicar y compartir sin miedo

como los panes y los peces,

hasta que todos unidos a Jesús

habitemos finalmente el Reino de Dios.

Alejandro Guillermo Roemmers

Ciudad del Vaticano, 18/09/13

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ZENIT Staff

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