CIUDAD DEL VATICANO, 14 enero 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II afrontó ayer los grandes retos de la paz en el mundo, las violaciones de la libertad religiosa, así como los peligros que se derivan cuando el hombre trastorna los equilibrios de la creación, se convirtieron en el centro del discurso que ayer pronunció Juan Pablo II a los embajadores y embajadoras acreditados ante la Santa Sede.
«¡Sí, en este inicio de milenio, salvemos al hombre! –les exhortó el Papa– ¡Salvémoslo todos unidos! A los responsables de la sociedad toca proteger la especie humana, procurando que la ciencia esté al servicio de la persona, que el hombre no sea ya un objeto para cortar, que se compra o se vende, que las leyes no estén jamás condicionadas por el mercantilismo o la reivindicaciones egoístas de grupos minoritarios».
Ofrecemos a continuación la traducción del discurso íntegro pronunciado por el Papa en francés.
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Excelencias,
Señoras y Señores,
1. Agradezco a cada uno de Ustedes los buenos deseos que su decano, el embajador Giovanni Galassi, con tanta delicadeza ha sabido expresar y presentarme en nombre de todos. Muy cordialmente correspondo con mis mejores votos para cada uno de ustedes, para que Dios bendiga sus personas y sus naciones y conceda a todos un año próspero y feliz.
Pero una pregunta viene enseguida a la mente: ¿Qué es un año feliz para un diplomático? El espectáculo que ofrece el mundo en este mes de enero de 2001 podría hacer dudar de la capacidad de la diplomacia para hacer reinar el orden, la equidad y la paz entre los pueblos.
Sin embargo, no debemos resignarnos a la fatalidad de la enfermedad, de la pobreza, de la injusticia o de la guerra. Es cierto que, sin la solidaridad social o el recurso al derecho y a los instrumentos de la diplomacia, estas terribles situaciones serían aún más dramáticas y podrían incluso llegar a ser insolubles. Gracias pues, señoras y señores, por su acción y por sus esfuerzos constantes en favor del entendimiento y de la cooperación entre los pueblos.
2. El impulso del Año Santo, recién acabado y los diversos «jubileos» que han reunido y motivado a hombres y mujeres de todas las razas, edades y condiciones, ha demostrado, si había necesidad, que la conciencia moral está aún muy viva y que Dios habita en el corazón del hombre. Ante ustedes me limitaré a recordar el «Jubileo de los Responsables de los Gobiernos, de los Parlamentarios y Políticos» de primeros de noviembre. El Papa ha tenido gran consuelo espiritual al ver tan buena voluntad y tanta disponibilidad en acoger la gracia de Dios. Así, una vez más, se ha demostrado la verdad de lo que tan magníficamente proclama la Constitución pastoral «Gaudium et spes» del Concilio ecuménico Vaticano II: «La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro» (n. 10).
3. Siguiendo a los pastores, a los magos y a todos los que, después de dos mil años, se han acercado al portal, también la humanidad actual se ha parado algunos instantes en el día de Navidad para mirar al Niño Jesús y para recibir un poco de esta luz que ha acompañado su nacimiento y que continua a alumbrar las noches de los hombres. Esta luz nos dice que el amor de Dios será siempre más fuerte que el mal y la muerte.
Esta luz indica el camino de todos los que en nuestro tiempo se esfuerzan en Belén y en Jerusalén sobre el camino de la paz. Nadie debe aceptar, en esta parte del mundo que acogió la revelación de Dios a los hombres, la banalización de un tipo de guerrilla, la persistencia de la injusticia, el desprecio del derecho internacional o la marginación de los Lugares Santos y de las exigencias de las comunidades cristianas. Israelitas y palestinos no pueden proyectar su futuro mas que juntos, y cada una de las dos partes debe respetar los derechos y tradiciones de la otra. Es el tiempo de volver a los principios de la legalidad internacional: prohibición de la apropiación de territorios por la fuerza, derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, respeto de las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas y de las Convenciones de Ginebra, por citar sólo los más importantes, Si no es así, todo puede fracasar: desde las iniciativas unilaterales arriesgadas hasta una extensión difícilmente controlable de la violencia.
Esta misma luz llega a todas las demás regiones de nuestro planeta donde hombres han elegido la violencia armada para hacer valer sus derechos o sus ambiciones. Pienso en este momento en Africa, continente en el cual circulan demasiadas armas y donde demasiados países tienen una democracia incierta y una corrupción devastadora, donde el drama argelino y la guerra al sur del Sudán continúan masacrando sin sentido a las poblaciones; no puedo olvidar el caos que ha sumido a los países de la Región de los Grandes Lagos. Es por ello que se debe acoger con satisfacción el acuerdo de paz alcanzado el pasado mes en Argel entre Etiopía y Eritrea, así como los esfuerzos felizmente concluidos en Somalia con vistas a una vuelta progresiva a la normalidad. Más cerca de nosotros, debo mencionar –y con cuánta tristeza– los atentados terroristas que siembran la muerte en España y que hieren a todo el país y humillan a Europa entera, que está a la búsqueda de su identidad. Es hacia Europa a donde miran tantos pueblos como un modelo en el cual inspirarse. ¡Que Europa no olvide jamás sus raíces cristianas que han hecho fecundo su humanismo! ¡Que sea generosa con quienes –individuos o naciones– llaman a su puerta!
4. La luz de Belén que se dirige «a los hombres de buena voluntad» nos hace presente el deber de combatir, siempre y en todas partes, la pobreza, la marginación, el analfabetismo, las desigualdades sociales o la vergonzosa trata de seres humanos. Nada de esto es inevitable y nos debemos felicitar de que en reuniones e instrumentos internacionales hayan permitido solucionar, al menos en parte, estas llagas que ofenden a la humanidad. El egoísmo y la ambición de poder son los peores enemigos del hombre. Están, de diversos modos, en el origen de todos los conflictos. Esto se constata en particular en ciertas zonas de América del sur, donde las desigualdades socioeconómicas y culturales, la violencia armada o la guerrilla, la puesta en tela de juicio de las conquistas democráticas, debilitan el entramado social y hacen perder a las poblaciones la confianza en el futuro. Es preciso ayudar a este inmenso continente para que haga fructificar todo su patrimonio humano y material.
La desconfianza y las luchas, lo mismo que las secuelas de las crisis del pasado, pueden efectivamente ser superadas por la buena voluntad y la solidaridad internacional. Asia nos aporta la prueba con el diálogo entre las dos Coreas y con el proceso de Timor Oriental hacia la independencia.
5. El creyente –y particularmente el cristiano– sabe que es posible otra lógica. Yo la resumiría en unas palabras que podrían parecer demasiado simples: ¡todo hombre es mi hermano! Si estamos convencidos de que hemos sido llamados a vivir juntos, de que es bueno conocerse, amarse y ayudarse, el mundo sería radicalmente diferente.
Mientras pensamos en el siglo que ha terminado, se impone una consideración a este respecto: pasará a la historia como el siglo que ha visto las mayores conquistas de la ciencia y de la técnica, pero también como el siglo en el que la vida humana ha sido menospreciada de la manera más brutal.
Me refiero sobre todo a las crueles guerras que han surgido en Europa, a los totalitarismos que han dominado a millones de hom
bres y mujeres, pero también a las leyes que han «legalizado» el aborto o la eutanasia, y además a los modelos culturales que han diseminado la ideología del consumismo y del hedonismo a cualquier precio. Si el hombre trastorna los equilibrios de la creación, olvida que es responsable de sus hermanos y no se cuida del entorno que el Creador ha puesto en sus manos, este mundo programado por la sola medida de nuestros proyectos podría llegar a ser irrespirable.
6. Cómo ya lo he recodado en mi mensaje para la Jornada Mundial de la paz del 1 de enero, todos deberíamos aprovechar este año 2001, que la Organización de las Naciones Unidas ha señalado como «Año internacional del diálogo entre las civilizaciones», «para construir la civilización del amor…[que] se apoya en la certeza de que hay valores comunes a todas las culturas, porque están arraigados en la naturaleza de la persona» (n. 16).
Ahora bien, ¿existe algo más común a todos que nuestra naturaleza humana? ¡Sí, en este inicio de milenio, salvemos al hombre! ¡Salvémoslo todos unidos! A los responsables de la sociedad toca proteger la especie humana, procurando que la ciencia esté al servicio de la persona, que el hombre no sea ya un objeto para cortar, que se compra o se vende, que las leyes no estén jamás condicionadas por el mercantilismo o la reivindicaciones egoístas de grupos minoritarios. Cualquier época de la historia de la humanidad no ha escapado a la tentación de cerrarse el hombre en sí mismo con una actitud de autosuficiencia, de dominio, de poder y de orgullo. Pero este riesgo, en nuestros días se ha hecho más peligroso para el corazón de los hombres que, por su esfuerzo científico, creen que pueden llegar a ser dueños de la naturaleza y de la historia.
7. Será siempre tarea de las comunidades de creyentes proclamar públicamente que ninguna autoridad, ningún programa político, ninguna ideología, puede reducir al hombre a lo que es capaz de hacer o de producir. Los creyentes tienen el deber imperioso de recordar a todos y en todas las circunstancias el misterio personal inalienable de cada ser humano, creado a imagen de Dios, capaz de amar a la manera de Jesús.
Desearía ahora reiterarles y reiterar por su medio a los gobernantes que les han acreditado ante la Santa Sede, la determinación de la Iglesia católica a defender al hombre, su dignidad, sus derechos y su dimensión trascendente. Tanto si algunos se resisten a reconocer la dimensión religiosa del hombre y de su historia, como si otros quisieran reducir la religión a la esfera de lo privado, o bien otros persiguen todavía a las comunidades de creyentes, los cristianos seguirán proclamando que la experiencia religiosa forma parte de la experiencia humana. Es un elemento vital para la construcción de la persona y de la sociedad a la que pertenecen los hombres. Así se explica el vigor con que la Santa Sede ha defendido siempre la libertad de conciencia y de religión, en su dimensión individual y social. El drama sufrido por la comunidad cristiana en Indonesia o las discriminaciones patentes de las que son víctimas todavía hoy otras comunidades de creyentes, cristianos no, en algunos países de obediencia marxista o islámica, apremian a una vigilancia y a una solidaridad sin fisuras.
8. Éstas son las ideas que me ha inspirado este encuentro tradicional que me permite dirigirme de alguna manera a todos los pueblos de la tierra por medio de sus representantes más cualificados. Os pido transmitir a todos vuestros compatriotas y a los Gobernantes de vuestros países los fervientes votos que el Papa hace por sus intenciones. A través de esta historia en la que somos actores, tracemos el camino del milenio que comienza. Todos juntos, ayudémosnos unos a otros a ser dignos de la vocación a la que les he llamado: ¡formar una gran familia feliz de sentirse amada por Dios que nos quiere hermanos! ¡Que el Altísimo les bendiga a todos, así como a sus seres queridos!
N.B.: Traducción distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede.