CIUDAD DEL VATICANO, 7 feb 2001 (ZENIT.org).- Para Juan Pablo II la Iglesia no son obispos con sotana, ni edificios de techos elevados; la Iglesia es ante todo y sobre todo la caricia del amor de Dios al mundo.
El pontífice sorprendió esta mañana a los varios miles de peregrinos que participaron en la tradicional audiencia de los miércoles con una meditación de rasgos marcadamente místicos y que rompió con muchos de los prejuicios y esquemas de la mentalidad dominante.
No se puede entender a la Iglesia, constató el Papa, sin entender el amor de Dios por el hombre. Y la Iglesia, continuadora de la misión de Cristo –añadió–, «tiene que dejar translucir este amor supremo, recordando a la humanidad que con frecuencia tiene la sensación de estar sola y abandonada en los páramos de la historia, que nunca será olvidada ni que quedará privada del calor de la ternura divina».
En ese momento el pontífice citó una de las palabras más sorprendentes de la Biblia, en las que el profeta Isaías pone en boca de Dios una pregunta que dirige a cada hombre y mujer: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido».
«Ser amada por Cristo y amarlo con amor conyugal es algo que forma parte del misterio de la Iglesia», aclaró el Papa. «Este amor plasma la Iglesia, irradiándose sobre todas las criaturas».
«En esta perspectiva –insistió–, se puede decir que la Iglesia es un signo que se eleva entre los pueblos para testimoniar la intensidad del amor divino revelado en Cristo».
Al comprender el origen de la Iglesia, el amor de Dios, se comprende mejor su misión, continuó aclarando el sucesor de Pedro: difundir amor. «Lo hace anunciando el mandamiento de amarse los unos a los otros como Cristo nos ha amado»
«Y está llamada a hacerlo con el frescor de dos esposos que se aman en la alegría de la entrega sin reservas y en la generosidad cotidiana, ya sea cuando el cielo de la vida es primaveral y sereno, ya sea cuando descienden la noche y las nubes del invierno del espíritu».
«Esta es la meta última de la Iglesia, que avanza confiada en su peregrinación histórica, a pesar de que experimenta junto a ella, según la imagen de ese mismo libro bíblico, la presencia hostil y furiosa de otra figura femenina, «Babilonia», la «gran Prostituta», que encarna la «bestialidad» del odio, de la muerte, de la esterilidad interior».